ISSUE 29/ Octubre 2022

David Smith

Memento mori

el dolor humano; las medallas del deshonor

por Oscar Carballo

La ciudad moderna aterroriza sin medida, las máquinas, los fluidos industriales, los mecanismos que el progreso presenta como irreductibles consideran además un espacio incognoscible que solo la policía científica está en condiciones de desentrañar: una mente precisa, acaso lógica, pero también perversa. Los folletines recogen la experiencia del crimen directamente de la calle.

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2022

Para Eduardo Miretti.

Aún cuando separa al ser humano del reino animal, el filósofo renacentista Thomas Hobbes vislumbra una mecánica universal de los cuerpos basada en el movimiento; una naturaleza capaz de dirigir las pasiones humanas en un fin inevitable: la relación crítica con sus semejantes. Probablemente haya sido un intento de acercar las ciencias a la fe, pero en medio de sus teorías mecanicistas discute además la suerte de los espíritus racionales. Quien recoge el guante es la aristócrata Margaret Cavendish, Duquesa de Newcastle y esposa de su mecenas, Lord William Cavendish: aún sin habla, –concede Mad Marge–, los animales no humanos deberían poseer necesariamente algún tipo de inteligencia; de entendimiento. Hobbes contesta que «Sin el lenguaje no habría habido entre los hombres ni república, ni sociedad, ni contrato, ni paz, en mayor grado del que estas cosas pueden darse entre los leones, los osos y los lobos»

Quizá la raíz de estos padecimientos y desventuras pueda encontrarse no en el lenguaje en sí, sino en sus diferencias; al fin los modos arbitrarios de una humanidad que ha avanzado a los tropezones sin un contrato social preciso. Las guerras, las hambrunas, las pandemias parecieran una forma de tabula rasa donde cortar, –limpiar– y al fin comenzar de nuevo. En este proceso de reordenamiento, las sociedades han enterrado sus muertos en capas permanentes. El sedimento no es la carne reducida ni el olvido, sino la memoria del sufrimiento: el dolor.

Un audaz Alejandro Posadas opera a cielo abierto en Buenos Aires en el año 1899; más precisamente en un patio del antiguo Hospital de Clínicas. Se trata de un quiste pulmonar. Posadas tiene menos de treinta años y vivirá apenas dos años más. Tiene agallas. Sufre tuberculosis. Para bloquear la sensibilidad del paciente, el joven practicante Posadas utiliza un depresor del sistema nervioso central administrando cloroformo por vía inhalatoria, tal como ya ha sido probado en 1850 por el escocés James Simpson, y mas tarde en un parto de la Reina de Inglaterra. Su potencial anestésico es relativo: el cloroformo es un reactivo químico de gran toxicidad que en la actualidad tiene funciones muy distintas, por ejemplo actuando como disolvente y desengrasante en la industria textil. El camarógrafo francés Eugenio Py filma el suceso. Se conservan tan sólo dos minutos de metraje. Ambos, –médico y cineasta– coronan lo que quizá haya sido el primer registro documental de una cirugía en el mundo.

La anestesia aparece en el año 1960 reemplazando también al éter, otro gas que dio reparo al dolor desde principios de 1700. Mientras la ciencia aporta investigaciones concretas para paliar la desigualdad de la experiencia del progreso, el dolor acusa a la existencia como un rival a vencer. En la cercanía del sufrimiento, las garras de la enfermedad postulan acaso una salvación posterior, sólo que fuera del alcance humano. Queda claro, la muerte no se discute en estos términos. No hay forma de vencerla tampoco. ¿Pero qué sucede con el dolor? El sistema de salud buscará impedir también el flujo del sufrimiento. En estos términos, la sociedad contemporánea se basa en una suerte de lectura positiva capaz de enderezar un cuerpo vencido y aún una mente destrozada. Quizá no haya guerras sin morfina. Tratándose de un potente opiáceo, permite estirar la vida y recuperar los soldados perdidos en la emoción consciente del dolor, un medio más poderoso que las armas de fuego. E.M. no duda. Dice que si hay un tesoro que se afirma en alza día a día no es el oro, ni la bolsa de comercio, ni el bitcoin. De eso que habla es de analgésicos. La tolerancia al dolor es una variable que ha decrecido en la historia si pudiéramos relacionar la sociedad medieval con nuestra actualidad.

A mediados de 1700, el paisaje rural inglés transforma su escenario. Los bosque salvajes en cuyos caminos se envolvía la emboscada se vuelven extensos jardines privados. Una suerte de artificio extremo que tuerce la naturaleza de la mano del propietario: estanques, praderas y cercas, animales de granja en sutil convivencia social, fincas imponentes entre arreglos florales y cultas colecciones botánicas sin fin. Es decir, el dominio del entorno en términos de lo sublime. Bajo ese panorama donde la felicidad es deudora del paisaje, la salud de la burguesía está a salvo. Mientras tanto en la ciudad habita otro tipo de progreso. La vida social se desliza en misteriosas expectaciones, inquietud que les recuerda la tensión entre la industria y sus métodos enfrentando a la clase trabajadora. En ese orden, el código penal inglés comienza a sofocar las rebeliones sociales.

En Los destructores de máquinas y otros ensayos sobre técnica y nación, Christian Ferrer presenta la tensión entre los modos de vida anclados a la industria, sus máquinas y la violencia técnica, y la instrumentación de la horca como castigo contra la protesta social. El romanticismo, –como fuerza artística– en su retorno expreso hacia el pasado medieval, establece una atmósfera ominosa que enfrenta el duro pragmatismo del siglo XIX: el misterio irracional. Lo curioso es que lo resuelve alterando los mismos argumentos formales que constituyen su corpus estético pero con la mediación que el tiempo señala sobre las cosas. En tal sentido, los descascarados, el viento arremolinando las hojas en los portales, la luz exigua en los confines de la mirada son la desaceleración de la vida y el modo en que el horror presta sus condiciones estéticas y morales. Esa nueva atmósfera cultural condensará en una nueva literatura de terror, el gótico. Los ensayos de Richard Burke y mas tarde los escritos de Nathan Drake revelan ese campo estético: el de la subjetividad de las pasiones y el terror a lo inexplicable.

En 2011 la Editorial Las Cuarenta edita un volumen curioso: Acerca del suicidio, de Karl Marx. Publicado originalmente en 1846, el texto del filósofo alemán se basa principalmente en extractos de un archivo elaborado por Jacques Peuchet para la policía de París. El informe presenta tres episodios privados en el seno de la sociedad burguesa de la época y las protagonistas son mujeres. Ricardo Abduca, quien traduce y anota el texto para la edición de referencia indica que el texto de Marx, –quien traduce y corrige el informe de Peuchet– acaba siendo un trabajo de reformulación y finalmente una crítica social así como a la economía política renana de mediados del siglo XIX. En tal sentido, anota Abduca, «Marx y Engels buscan oponer, a la abstracción filosófica, la verdad social que emerge de la distancia entre los que realmente ocurre y lo que deberían ser las cosas de acuerdo a su ‘esencia’ imaginada o teológica»

La atención de Marx sobre el texto de Peuchet se argumenta en el creciente poder de policía: ¡El funcionario policial está mejor ubicado que los criados para saber qué ocurre! Abduca cita el comienzo del Conde de Montecristo y anota lo siguiente: «La policía es un precipicio que todo traga»: ‘a diferencia del cura, –explica el traductor– confesor que solo recibe secretos comunicados voluntariamente, a la policía llega todo’ y continúa la cita de Alejandro Dumas: «vicios, crímenes, malas acciones, infamia, heroísmo, beneficencia, generosidad, falsificaciones, travesuras. La cantidad de cosas que sabe es inmensa»

De este modo, la literatura se hace cargo una vez mas de una suerte de revelación, la misma que Stevenson desarrolla durante el romanticismo, –amparándose en las restricciones del gótico– vale decir, recreando en sus espacios las condiciones de atmósfera que la arquitectura y sus temas reconsideraban: la melancolía y lo siniestro como restos de luz de un ventanal, el viento trastornado, la oscuridad de estancias y corredores y las sombras como traspaso posible a la mutación: escaleras interminables y torres, linternas y agujas como sujetos dramáticos de la conciencia criminal.

Pero el siglo XIX, al igual que el siglo XVII también aterroriza mediante la locura. El texto de Peuchet, revela a cambio de una trama de subjetividades, una objetividad concreta que puede leerse sin enmiendas en los relatos de Edgar Allan Poe: el pesar social, sus condiciones involuntarias, su realidad criminal. Este es el panorama: el crimen es real, es social y sucede anónimo en las mismas calles que el progreso, –mediante la industria y la disciplina del trabajo– enciende con sus débiles luminarias la noche interminable de la multitud anónima.

La ciudad moderna aterroriza sin medida, las máquinas, los fluidos industriales, los mecanismos que el progreso presenta como irreductibles consideran además un espacio incognoscible que solo la policía científica está en condiciones de desentrañar: una mente precisa, acaso lógica, pero también perversa. Los folletines recogen la experiencia del crimen directamente de la calle. La estadística de Peuchet acerca del suicidio motoriza la constancia del horror: en el mejor de los casos no tiene cura salvo con el fin del sufrimiento, vale decir, con la cancelación de la vida.

Durante 1961 una expedición soviética llega a la Antártida para construir una nueva base de operaciones en el Oasis Schirmacher, un lago congelado. Varados a expensas del invierno polar un grupo de 12 militares esperan instrucciones para abandonar la base. El grupo lleva un médico, –el joven cirujano Leonid Rogozov– sólo que nadie ha pensado en la contingencia particular de que fuera él mismo quién necesitara ayuda. Rogozov se diagnostica a sí mismo apendicitis aguda y su vida corre serios riesgos de muerte. Siendo el único médico de la base, decide operarse.

La soberbia es inmensa, el límite burocrático es la distancia, la imposibilidad de contar con ayuda inmediata; el mero tiempo. Como puede verse, cada sociedad recorta su padecimiento siendo indistinto el resultado: el bienestar del sistema. Rogozov utiliza novocaína, –un anestésico local de uso corriente en odontología– y la cirugía dura dos horas, prácticamente en el límite de efectividad sobre la pared abdominal. Rogozov jamás pierde la conciencia y logra su cometido. En un artículo sobre el dolor, el recientemente desaparecido Héctor Freire cita a Ivonne Bordelois, autora de A la escucha del cuerpo: «(…) sufrimiento y dolor parecen palabras equivalentes, pero no lo son. Se sufre una enfermedad; nos duele una pierna; no se sufre una pierna ni nos duele una enfermedad… La palabra dolor está más cerca de lo físico, de lo puntual»

Leonid Rogozov y el cosmonauta Yuri Gagarin lanzado al espacio en esos mismos días, se convirtieron en tanto en los nuevos héroes de la sociedad soviética. “Fue un gran paralelismo porque ambos eran de la misma edad, 27 años, ambos venían de la clase trabajadora, y ambos lograron algo que no se había logrado en la historia humana antes. Ellos eran prototipos del superhéroe nacional ideal”, explica Vladislav.

Ludwig Wittgenstein establece que cualquier hecho produce por sí mismo una estructura lógica, una matriz de piezas cuyos nombres pueden describir y figurar una realidad. Se basa en proposiciones lógicas y en la tensión entre pensamiento y lenguaje: todo aquello que puede ser pensado, debe necesariamente ser posible, en tanto describe la realidad, aún cuando se trata de una realidad personal. Wittgenstein escribe el Tractatus logico-philosophicus en 1923. El contexto político es el Imperio austrohúngaro en crisis y el marco personal el seno de una familia industrial poderosa: los Wittgenstein venden acero para alimentar de herramientas la crisis de una Europa burguesa que se desmadra. Son ricos y se vuelven inmensamente poderosos. Los conflictos políticos, la inflación, las hambrunas son apenas episodios morales marginales. ¿La tragedia de la guerra impone para todos una realidad general? No en términos de la economía personal. En estos términos parece por lo menos curiosa su frase los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.

Ya en 1914, LudwigWittgenstein se presenta voluntariamente como soldado. Tiene veinticinco años. Unos meses antes, desde Noruega, había escrito a Russell: «¡No puedo ser un lógico antes que un ser humano! Con mucho, lo más importante es ajustar cuentas conmigo mismo. […] Si me acobardo al escuchar los disparos será señal de que es falsa mi visión de la vida […]. Tal vez la cercanía de la muerte me traiga la luz de la vida».

 No obstante la guerra parece llamar a sus hombres por igual. Paul Wittgenstein, hermano de Ludwig y un reconocido concertista de piano, pierde su brazo derecho durante la Primera Guerra Mundial. La metralla no elige, invade. El control del dolor no solo atañe a la cura física. La mente lleva quizá la peor parte. La tortura psíquica puede transformar una voluntad libre en un enfermo cuya cura inmediata es la muerte o bien destrozando su percepción lucida e inmediata de la realidad en pos de una larga convalecencia indolente. Vale decir, una postración sufriente. Ivone Bordelois desmenuza ese concepto: «La palabra sufrimiento viene del latín ‘sub-ferre’. ‘Ferre’ quiere decir llevar, pero ‘sub-ferre’ significa ‘llevar desde abajo’: sostener, acarrear una carga, aguantar. Mientras la palabra dolor focaliza una parte de nuestro cuerpo, lo que nos duele y nos desarticula, la palabra sufrimiento indica la actitud con que una persona soporta ese dolor, y aun camina con él»

¿La frustración parece necesitar antes que un antidepresivo, una asimilación sobre la conciencia de la pérdida. ¿Es posible desterrar el dolor sin llevarse consigo buena parte de la creatividad que la presencia del dolor desarrolla a la par? La circunstancia parece final, pero Paul se sobrepone. El dolor físico es apenas un sufrimiento cuya índole primaria queda prontamente en el olvido. Regresa de inmediato al mismo seno protector que lo había despedido con honor para enfrentar una fase de dolor distinta: la frustración, aún cuando no deja de tocar; aún cuando Ravel se esfuerza para componer un concierto tan poderoso como singular: Concierto para piano para la mano izquierda. 

«El dolor es negatividad» dice el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en su ensayo La sociedad paliativa. La idea es poderosa, la sociedad debe resistir al dolor, una negatividad que concierne el silencio por encima del grito y la pena. ¿Qué queda en la formas de supervivencia que no respondan a la misma barbarie? ¿Pueden los débiles avanzar entre poderosos?

El dolor impide, frustra, enoja, debilita. Se apropia del sufrimiento para impedirnos progresar en un estado de felicidad permanente, inocuo, y arbitrario.

¿Puede entenderse una sociedad cuyo dolor no incluya también la felicidad? Y aún más: puede entenderse el placer sin comprender el dolor? Desde el punto de vista de la dimensión social, el dolor es una incorrección cuya primera batalla es potestad de la ciencia. Byung-Chul Han habla de occidente. La ciencia es el amparo no frente a la muerte sino sobre el miedo al dolor cuya emoción es inaceptable. Esa función basal ordena prolijamente las conductas en una normatividad que impulsa los comportamientos del bienestar perpetuo desde el control mismo de los opiáceos; una suerte de preceptiva que Byung-Chul Han llama la sociedad paliativa pero que esconde el inmensurable poder económico detrás de la venta de medicamentos.

El escultor norteamericano David Smith nace en Indiana, Estados Unidos, en 1906. Aunque muere joven, en 1965, deja una obra singular que permite discutir la labor artística en tensión a los compromisos ideológicos personales. No se trata de un enfrentamiento; el contexto de la vida social y política suele abrir brechas en la producción de cualquier autor en tanto logra consolidar una obra como algo personal. Ese descubrimiento que se desliza como coyuntura artística logra acertar el corpus de la obra bajo una forma única y decidida, la estructura donde descansa la obra. Pero la obra de Smith, aunque comienza y termina en la abstracción, un intenso interregno mostrará el lenguaje social del dolor. Aquellas obras de Smith, –las primeras y las últimas– muestran el conocimiento de un hombre interesado en los forjados de hierro. Los Cubis de 1930 y los Forgings (forjas) de 1955 y 56, destacan una parte del empeño de Smith con la línea y el dibujo. Tal como cita la galería Gagosian en un texto de una muestra del artista en 2014:

«It is a drawing line really. I would never have done that if I hadn’t been interested in drawing lines. . .»

La abstracción sin evocaciones, una discusión iniciada por el constructivismo ruso en los comienzos del siglo XX parece ser el punto de partida de esas obras. Lineas y planos. Los dibujos encierran virtualmente una idea terminante acerca de soslayar cualquier adjetivación posible aún desde el nombre genérico que llevan esos trabajos: Cubos y forjas.

Mientras los Cubis parecen mantener una idea compositiva clara –se trata de volúmenes; articulaciones de polígonos muy simples–, las forjas son en si mismo una voluntad de línea cuyo accidente podría remedar el evento de la tinta en el trazo; los accidentes de la pluma sobre el papel. Mediante oxidaciones, pulidos o barnices, las texturas del acero y sus soldaduras mantienen, por así decir, una técnica industrial. La obra es el silencio de esas superficies, la naturaleza abstracta de los volúmenes en una economía cuyo discurso profundo –su propio dolor– solo conoce el artista. Mondrián pensaba que no era necesario someter al observador a mas elementos que aquellos con los que bastaba para imaginar un mundo propio. Una línea es tan profunda como una mancha. Y de eso no hay dudas.

Las obras de David Smith consiguen esa pertenencia emocional cuya historia podría iniciarse en las esculturas de Brancusi y terminar contemporáneamente en las de Donald Judd. Sin embargo, durante el fin de la primera guerra y el comienzo de la segunda guerra mundial, su obra manifiesta el dolor y la barbarie en una secuencia que llama Medals of Deshonor. La obra, tal como explica esta vez el título está compuesta por una serie de medallones, grabados explícitos, cuya técnica puntillosa y obsesiva se emparenta con la joyería. Las medallas obran en una suerte de recordatorio: la insistencia del hombre operando con la muerte.

Los detalles se expresan sin ambages a simple vista. No obstante no hay posibilidad de una lectura inmediata. Expresionistas, los labrados conforman los sucesos esquivos de la guerra, la soberbia y la inequidad –la desigual postura de la humanidad frente a sus hijos– en composiciones que se empeñan en ocupar todos los lugares de la memoria hasta hacerlos estallar al unísono.

Cadáveres de hombres y mujeres, espíritus errantes, bombardeos. La muerte es civil y militar. Es material y espiritual. En esa abundancia las banderas solo reflejan el calvario de una patria cuyo concepto es devorado por una jauría de perros hambrientos. En otros casos los animales se vuelven alegóricos y los objetos vulgares meras resonancias de un progreso que destruye las entrañas mismas del sistema, la naturaleza desbordada de tragedias; hospitales, barcos, científicos, industria, úteros. Todo en un mismo mecanismo de destrucción. Los ataúdes flotan en el mar sin que los oficios religiosos puedan detener su destino final desconocido. Las clases populares cocinadas por su sangre y las clases dominantes exceptuadas de todo dolor. Smith llama a sus aviones Cigüeñas Stuka, las mismas que lanzan su carga sobre el útero inocente de la sociedad.

En un texto curatorial presentado por David Smith y otros autores en una exposición en la Willard Gallery de New York en 1940, puede leerse un brillante prólogo de William Blake y otro de Christina Stead. También una suerte de poemas textos dando cuenta de cada una de las 15 medallas diseñadas por Smith y fundidas en bronce. Los títulos son explícitos: 11-Muerte por Bacterias, 13-Elementos que causan la prostitución, 15-Eliminación científica de cadáveres, 9-Bombardeo de la población civil, 7-Colaboración del Clero, etc.

La medalla número 14, lleva este título y el siguiente texto:

«14. MONOPOLIO DE ALIMENTOS: Los destructores de los recursos naturales—que queman el café y el maíz—vierten patatas en los ríos—queman algodón—ponen queroseno en las naranjas—elevan los precios—para especular mientras aquellos que los produjeron—se mueren de hambre. Las secciones flotantes de la salubridad — tocador roto y espectro peón. Las raíces hervidas apestan a gas—la niña está plagada de serpientes—el chico está en los huesos. 

El arado está en barbecho—el caballo sin alimento—la cruz del tabernáculo está atada con lazadas. Está infestada de bichos—bichos»

Oscar Carballo, Mar de la China, Octubre de 2022.