ISSUE 34/ Marzo 2023

Ned Ludd

La revolución imaginaria; la muerte real

Diseño e imaginación en la Europa del siglo XVII

por Oscar Carballo

El campo estético es un dominio de la filosofía: tanto lo bello eterno como la percepción negativa son consideraciones comunes a un discurso que precede al campo artístico: el diseño es un artificio que contempla una necesidad. ¿Cuál será el grado estético posible para producir una herramienta social basada en el aprendizaje moral; y más aún, en el castigo?

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2023

A fines del siglo XVII la educación impuesta por la iglesia de los papas controlaba sin descanso los aprendizajes civiles: la fe pública, la sumisión feudal, la superstición, el orden político alrededor de la nobleza. A comienzos del siglo XVIII, la burguesía europea considera una revisión: participar del poder. A diferencia de los reinos absolutistas franceses la monarquía británica mediante un parlamento eficiente y vigoroso, se muestra dispuesta a discutir su realidad en consensos más amplios: el reino debe aceptar las instituciones –al fin prestar atención a la participación ciudadana– y articular con ellas políticas de estado. En ese marco y empujados por los pensadores de la Ilustración, Europa occidental se encamina hacia la primera revolución industrial, –el siglo de las Luces– a la par que se multiplican los desahuciados.

Aunque sus destellos comienzan a fines del siglo XVI, para 1760 las tecnologías, –desde la navegación hasta las finanzas entendidas como ciencia–, pueblan de máquinas y herramientas todos los ámbitos productivos; muchas de gran sofisticación. La transformación económica y social es elocuente: la participación ciudadana se acrecienta y las poblaciones desbordan. En este marco la burguesía se adueña de los medios de producción. El propósito corrige el discurso de una economía que se resiente: es necesario acelerar los tiempos de producción y articular eficazmente los ciclos incompletos del comercio y enmendar la lenta distribución productiva fruto de la manualidad.

Diseñador, arquitecto y teórico, Giovanni Piranesi nace en Venecia en 1720 en una sociedad sin poderes públicos: un artista es parte de la maquinaria Real. Investigador por tanto, funda con sus grabados una memoria arqueológica; la del pasado grecolatino. Su obra considera al espacio como recuerdo imaginado. Parece fuera de tiempo. El reino de las tres Venecias es su lugar en el mundo. En ese entorno diseña con cierta autonomía una obra múltiple cuya razón se dirige a las costumbres burguesas de la época; el mercado del recuerdo: objetos suntuosos, orfebrería y muebles que vende junto a sus grabados; espléndidas imágenes que funcionan como souvenirs –l’esprit des expériences passées–. Este oficio aprendido de sus antecesores– recupera la forma de lo ya visto para encerrarlo en una postal. Como es veneciano, al igual que Canaletto, (1697–1768) ambos tienen a un palmo de su mano la obra completa de otros arquitectos –como Andrea Palladio–, quién les concede la posibilidad de entender el clasicismo recorriendo los pormenores de la arquitectura palaciega, sus interiores secretos y al respecto del paisaje, los diversos puntos de vista fruto de la estructura de la ciudad y sus canales.

Los viajes en góndola y la práctica de la perspectiva dispensan un reconocimiento espontáneo a propósito de la antigüedad clásica. En ese encandilamiento cuyo artificio se fortalece del paisaje natural y la técnica del dibujo, el diseño también se nutre de modelos y a la sazón, pintar y recrear la luz considera un prólogo razonable para cualquier arquitecto. Piranesi dibuja desandando en estos barruntamientos el camino mismo del diseño urbano. La ciudad, que hace rato que se articula en oficios, aporta también los pormenores constructivos y fundamentalmente el programa del espacio habitable veneciano.

Aunque en 1756 publica Le Antichità Romane, obra en la que trabaja con empeño documentando el mundo antiguo, no todos sus diseños serán investigaciones históricas a tal fin. Pero si la obra de Piranesi se observa inquietante desde la historia de la cultura, es porque sus espacios de invención –aunque fundan utopías idealistas o estructuras míticas como las de Canaletto–, también son parte del capital financiero de la nobleza quienes junto al clero complaciente administran los recursos y las ganancias de Italia mediante el comercio.

Tal es así que mediante viajes tan asombrosos como secretos, Piranesi se apropia de esa historia escondiendo incluso algún que otro objeto del pasado entre sus vestidos. De ahí su apego también a la arqueología. Las piedras de las cárceles de Piranesi, el mundo sombrío de las texturas, pero también sus objetos –instrumentos de tortura, colgajos, patíbulos, tumbas y cadenas– recuerdan todavía las observaciones de Brueghel en el renacimiento holandés. El dolor también está tallado por los arquitectos de paisajes y costumbres; una probeta cuya materia activa no será desconocida para el poder ni mucho menos.

Canaletto y aún algunos arquitectos del 1700 encuentran en las veduttas una reproducción relativamente rápida para ser vendida a los nobles opulentos de viaje por el mundo. Tanto pequeñas postales como muchas veces láminas de gran formato, las instantáneas artísticas de Piranesi terminan decorando los palacios y mansiones de la nobleza europea.

Por una u otra razón, –capricho estético, investigación histórica, estudio de las obras de arte de la Antigüedad o mera alteración fantástica– los artistas de la época estiman inventar una suerte de mundo paralelo, –autónomo de la materialidad y el sentido que representan y del temario que consideran– para retratar un pasado del que aún no hay datos articulados, sino dispersos.

En Alemania Joachim Winckelman publica en 1774 «Historia del arte de la Antigüedad», un tratado que mereció en su época muchísimo respeto por parte de la Ilustración vernácula pero que al fin juzgó un esfuerzo supremo del propio autor por encontrar una serie de verdades que apenas coincidieran con su tesis. Puede decirse que los tratados de Winckelman son ficciones estéticas como los paisajes de Canaletto –donde interpolaba edificios o los quitaba de la vista–; o invenciones plenas como las prisiones de Piranesi. El clasicismo, puede verse, empuja este modelo de trabajo.

El idealismo de Winckelman se asocia simplemente para establecer al mundo griego como una cultura sin fisuras. Sus viajes a Roma y la arqueología –sus trabajos en las excavaciones de Pompeya– postulan respeto: la realidad, aún fundada en una ficción, parece enmarcarse en la ciencias. Sus estudios proponen observar casi con exclusividad al mundo griego comenzando por los cuerpos ideales, –Fidias mediante– los del guerrero en la batalla y el descanso, los del atleta en formación; siempre blancos, marmóreos y masculinos; el retrato de una belleza humana ideal y en tanto grandiosa, excepcional. Winckelman funda sus razones en la mera apariencia porque al fin de cuentas es un razonamiento platónico: hay cuatro operaciones del espíritu centradas en lo visible –las imágenes de las cosas y sus sombras y reflejos– y lo inteligible –la matemática basada en hipótesis, conclusiones y el alma–, la apariencia siempre será orgánica e inseparable de toda intelección.

Sin dudas, aprendizajes gratamente consensuados con el idealismo europeo del siglo XVII o aceptados en el planteo estético de pintores como Lorraine, cuyos paisajes crepusculares enfocaban sin ambages la luz de la antigüedad.

Piranesi visita las prisiones –fortalezas medievales– como parte de su aprendizaje de arquitecto. Europa las mantiene como un tema común producto de las urbes atiborradas de parias y desheredados. La prisión real, por llamarla de algún modo, no contempla sino un espacio concreto para la pequeña corrupción del llano: ladronzuelos, asesinos comunes, herejes y otras deformaciones morales. En tanto las condiciones de higiene y mortalidad mejoran, Piranesi diseña ruinas y patíbulos como herramientas destinadas a ejecutar las inconductas ciudadanas. No obstante no muestra en sus obras dolor en cuerpo alguno.

Pero las Carceri d’Invenzione; –el conjunto de grabados de Piranesi en torno a prisiones imaginarias– son un gran ejemplo de un impulso creador alrededor de la memoria y la lectura caprichosa del espacio. Ésta vez sin motivo alguno, –las aguafuertes y acuarelas de Canaletto llamadas precisamente Caprichos obran el mismo recurso pero con mayor amabilidad: tibias invenciones detrás del ideal grecolatino–, la obra de Piranesi, a cambio, refleja un estado de ánimo inquietante; un suceso posible desconocido cuyo enigma propone revelar por sí mismo mediante restos y colgajos.

Aún cuando en todo caso se trate de la memoria de la imaginación, es la propia comprensión del espacio del pasado, quién empuja el buril del artista redistribuyendo pasadizos y escalinatas, puentes y estancias; una sintaxis formal organizada de objetos de tormento, materiales degradados que el tiempo condena a la quietud.

La muerte a manos de la peste empareja la humanidad de los verdugos quienes permanecen en los grabados, aún sin su presencia. Publicados en 1745, Piranesi trabaja el horror como espacios arquitectónicos discontinuos: las escaleras no llevan a ninguna parte, los puentes se interrumpen o bien no tienen qué conectar; los espacios desarrollan una desproporción tan enigmática como las inscripciones que retratan sus epigramas. El artista postula una arquitectura imposible donde quebrar una y otra vez el sentido que la misma cultura había instalado como artificio para habitar. Puede hacerlo sin dudas porque su campo de acción, –el arte– no tiene propósito. Las prisiones de Piranesi, –al fin como los atletas ideales de Winckelman– nunca existieron, salvo desde la reformulación de la tortura dentro de una subjetividad fantástica. No obstante quienes llevan ese recuerdo de vacaciones para decorar su habitaciones, observan y hacen observar la barbarie de sus vecinos y su propios monarcas quizá antes que el excelso oficio de un grabador. La magnitud de esos paisajes distorsiona por completo los dibujos razonados presentados anteriormente en Roma.

En el mundo real la tortura incluía el desmembramiento, una práctica aconsejada para los delitos más graves: los regicidios. Los arrastramientos, la hoguera y el ahorcamiento no eran sino formas comunes de justicia que los reinos europeos imponían para proteger a los monarcas de cualquier vandalismo posible. Podría decirse que en los grabados italianos de Piranesi no hay morbo ni cuerpos despedazados; apenas se trata de menciones fantasmales, sombras que adquieren el estatus de animas, de recuerdo.

Pero en Francia, la ilustración no va a permitir que las palabras de Rousseau y Montesquieu; las diatribas de Diderot, d’Alembert y el empirismo de David Hume queden sin acciones concretas. Entre el comienzo y el fin de la revolución francesa, Luis XVI prueba las mejoras técnicas de la guillotina con su propia cabeza que se embolsa tanto como las de otros 40,000 franceses. Así, el campesinado agrario recobra el aliento de su producción conservando una parte de sus derechos, fruto de su propio esfuerzo. Los ilustrados dejan claro que la igualdad no coincide con las ideologías. El Terror establece un período de una enorme curiosidad: voluntad de justicia tanto como un empeño irracional en aplicarla. La exhibición pública de cabezas cortadas se vuelve una moda apreciable.

Pero el avance tecnológico, la figura desbordada del patrón industrial, las restricciones económicas entre británicos y franceses, la baja de salarios fruto de la invención de la máquina eficiente en reemplazo del obrero artesano sitúa a Ned Luddlam en la mira de los acontecimientos: destruye a martillazos un telar; mas precisamente el de su patrón. Corre 1779. Apenas veinte años después, ese hombre ligeramente aislado en la memoria obrera inglesa le dará nombre al General Ned Ludd, jefe imaginario de un movimiento social que luchará orgánicamente contra la máquina del siglo XIX: los ludditas. Será por supuesto una pelea desigual.

Como vimos, la intromisión del capitalismo fabril reemplaza con inusitado vigor los modos de registro del trabajo pero también los de la pena. El paisaje de muerte, en tanto, se desplaza a los sectores productivos, al campo y a las ciudades enfermas de desamparo; todo mientras Europa no deja de mirar a América: Estados Unidos, cuyo modelo político y administrativo y su inimaginable crecimiento industrial muestra con el ferrocarril el camino a seguir para el resto del mundo.

Para 1771 las 13 colonias británicas de América del Norte se independizan del reino británico. Las luchas durarán hasta 1781 y el carbón y los rifles comenzarán a producirse y venderse como pan caliente. El patíbulo propone la misma alternativa de juicio. Una resolución inmediata, limpia, autónoma, local. 

En 1812 el Parlamento británico discute la aprobación de una extraña ley: la ejecución pública por ahorcamiento para aquellos que atenten contra un telar. Lord Byron se pone de pie: «¿Es que no hay ya suficiente sangre en vuestro código penal?» Su prosa encendida quedará olvidada en el recinto vacío. La clase obrera propone entonces –sin la ayuda de sindicato alguno ni otro tipo de convenio colectivo a la vista–, un escenario de reclamo capaz de crear una negociación más equilibrada. Al menos así lo piensan. Se trata de  obreros y desahuciados que buscan evitar ser desplazados de sus oficios o perder el sustento de sus hogares: la orden popular se traduce en episodios de destrucción. Si la ilustración había derramado tanta sangre para combatir la tiranía y la ignorancia, las formas que propone para negociar no son distintas. Las nuevas leyes no tienen otro juicio que impedir los derechos sociales.

Las familias prósperas, –claramente amenazadas–, arman rápidamente un ejercito descabellado: más de 10,000 voluntarios burgueses se enfrentan a la clase obrera –¿al fin los luditas?– que sin otro recurso salvo la ira, avanzan incendiando y destruyendo las herramientas de sus patrones. Las fuerzas son dispares y pronto acorralan a los tejedores para matarlos en linchamientos múltiples: esto sucede en Lancashire, en Handloom, en Nottingham. El ahorcamiento regresa como forma de disciplinamiento moral.

El diseño del patíbulo tanto como el de la guillotina, bascula entre la ficción que los hombres impusieron en la historia del deber y la realidad de su programa de disciplinamiento. Acaso el artista que no cree en la historia no entienda el concepto mismo de diseño como una verosimilitud última y necesaria para discutir la existencia. Pero también pueda verse así que no sea la belleza ideal el sentido final del arte sino uno más oscuro que incluya la inquietud atribulada de la  naturaleza humana.

La experiencia de la ficción considera un espectador que puede ser aún el mismo artista, pero cuyo universo depende tanto del mundo que cuenta como de la realidad técnica del artificio. Un mundo imaginario necesita sus propias consideraciones; utilidades que examinan los comportamientos como una probabilidad más. La fantasía creativa no es un capricho técnico sino una restricción cuyo concepto nos acerca a la visión de Dios. Un universo cuyo programa es orgánico de un plan de supervivencia técnica. Pero es necesario entender que Dios, por decirlo así, no ha propuesto un orden inerte sino inquieto cuyo enigma sirve de discurso a la actividad humana. El universo que vemos puede desmoronarse de un modo menos explícito que mediante una explosión celeste.

El campo estético es un dominio de la filosofía: tanto lo bello eterno como la percepción negativa son consideraciones comunes a un discurso que precede al campo artístico: el diseño es un artificio que contempla una necesidad. ¿Cuál será el grado estético posible para producir una herramienta social basada en el aprendizaje moral; y más aún, en el castigo?

Oscar Carballo, [Mar de La China], Marzo de 2023.