ISSUE 41/ Octubre 2023

Roald Dahl

Reescritura de la infancia

Maupassant y la moral pública

por Oscar Carballo

Las costumbres, al fin el modelo donde la sociedad distingue sus propios límites y alcances, no son un asunto del arte. Mucho menos deberían incluir su virtud. El arte no corrige moral alguna. Tampoco es probo ni justo; señala su discurso como un circunloquio, un espacio donde presentar el envés de las cosas, las conexiones y circuitos que quedan ocultos definitivamente bajo la opacidad de aquello que la sociedad prohibe pero permite solapadamente.

Ilustración: Cabeza de muñeca descartada en la calle: [Oscar Carballo, + Inteligencia Artificial Buenos Aires, 2019 – 2023]

Roberto Bolaño, cuya obra sigue sorprendiendo por su estética furiosa e inasible, ensaya durante una entrevista en 1991 sobre escritura, poetas y autores. Rescata con esfuerzo –la poesía no es un ámbito para hacer cumplidos– la potencia adolescente de Rimbaud y Lautréamont, obras, dice, que no podrían tocarse sin salir uno quemado. De tal modo cita un verso de su amigo Mario Santiago: «Si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio» El periodista indaga: ¿Es posible habitar la poesía actualmente? Bolaño contesta así: Yo no quisiera que mi hijo, si decide ser escritor, optara vivir sin timón y en el delirio, porque nadie quiere ver a un ser querido sufriendo» (…) «el oficio de escritor esta rodeado de canallas y tontos; un oficio bastante miserable practicado por gente que cree que es un oficio magnífico»

Una nota del diario Página/12 –está fechada en Febrero de 2023– muestra un título inquietante: «Retocan los libros de Roald Dahl para que no haya alusiones ofensivas» Roald Dahl, un escritor británico muerto en 1990, es considerado hasta hoy un representante capital de la literatura en lengua inglesa para niños. También es señalado como un furioso antisemita, una acusación del mismo tenor que recibieran los dualmente geniales y colaboracionistas del fascismo italiano, Ezra Pound y Luis Ferdinand Céline. Sin embargo las alusiones ofensivas a las que se refieren los editores ingleses no se relacionan en principio  con esta densidad ideológica sino con la posibilidad de ofrecer al publico actual una lectura acorde a una realidad social más inclusiva.

Al respecto de las actuales cancelaciones en la obra de Roald Dahl, la editorial inglesa Puffin Books ha comenzado a reescribir sus relatos en orden a la diversidad, discriminación, pesocentrismo y acaso género: «apuntan a garantizar una representación auténtica» Los editores advierten el pronunciamiento de «lo feo» aún tratándose de cierto atributo estético que la misma moral clasista estableció a priori para separar la belleza proporcional de otra bastarda, representativa de la pobreza. ¿Llegó el momento de asistir entonces a la tan temida uniformidad; la utopía de la que hablaba Orwell? ¿Es éste el destino distópico de las obras de ficción?

El cuento Bola de sebo –Boule de Suif, en el originales una nouvelle del naturalista Guy de Maupassant que Émile Zola publica en 1880 en el contexto de la guerra franco-prusiana. El relato va inmediatamente al hueso: con el ejercito francés diezmado apenas quedan deambulando por el pueblo compañías irregulares, «francotiradores bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte» A cambio, el prusiano es un ejercito victorioso que «se acerca a cada puerta y se aloja en todas las casas. Después del triunfo, los vencidos se ven obligados a mostrarse atentos con los vencedores»

Los textos de Maupassant son indolentes, breves, observadores y directos. Su obra final se acerca a la sobrenaturalidad y al terror, pero no es otra que su propia vida, solitaria y sin Dios, rodeada de mujeres y plena de misoginia e infelicidad –al fin su nihilismo– lo que impulsa toda su escritura. En tanto, las herramientas del modernismo –la experiencia sensual, la desolación y la melancolía, el individualismo y la extravagancia– configuran el ideario de sus comportamientos sociales.

Con Bola de Sebo, –su primer relato– Maupassant consigue una enorme popularidad mostrando la realidad de la guerra franco prusiana: los últimos soldados franceses están hecho jirones y regresan al pueblo desarmados. «No hay tiempo de heroicas defensas», –escribe. El panorama no obstante es mucho peor: la burguesía de Ruan acorralada y sin opción, debe compartir la mesa familiar con el enemigo –los oficiales prusianos– aún cuando de día se ignoran criteriosamente en la calle. Ese es el marco y la batalla. Maupassant escribe un párrafo clave acerca del rol militar: «Al fin y al cabo, los oficiales de húsares azules que arrastraban con arrogancia sus sables por aceras no demostraban a los humildes ciudadanos mayor desprecio del que les habían manifestado el año anterior los oficiales de cazadores franceses que frecuentaban los mismos cafés»

Pero Maupassant no se estanca en las peripecias de la contienda y resuelve el argumento con ingenio: una joven –Bola de Sebo, aunque en el relato su nombre es Elizabeth Rousset se embarca en un carruaje, abandona Ruan y marcha hasta Le Habre. El resto del pasaje son comerciantes, representantes de la nobleza, monjas, algún político, y hasta un oficial prusiano. Todos tienen la misma idea: reiniciar sus actividades comerciales con mejor suerte. Llevan un salvoconducto.

Bola de Sebo, además de gorda es meretriz y acaso nodriza. El conflicto se desarrolla en el carruaje; una miniatura social; un rincón, tal como define Gaston Bachelard al germen de una casa. Es en esa intimidad donde Bola de Sebo queda a merced del abuso y el egoísmo. Maupassant inserta en la trama del cuento una pequeña anécdota: Bola de Sebo es la única de todo el pasaje que ha tenido la previsión de llevar alimentos para la travesía. Desde luego los comparte. Es generosa y permite que todos acaben su ración en segundos. Los aristócratas agradecen con reserva pero tragan como desaforados.

Ante la noticia de las cancelaciones –y enmiendas– a la obra de Dahl se oyeron varios reclamos. Aunque parecieran voces aisladas sin demasiada sorpresa ni suficiente protesta, no fueron otros que artistas, [Alfred Hitchcock, Steven Spielberg, Tarantino, o Tim Burton –Willy Wonka es una invención de Dahl–] quienes llevaron la incómoda e inquieta visión del escritor cuestionado a la pantalla grande. Aún más:hace rato que Netflix y Hollywood han rodeado la manzana de Roald Dahl con reverencia ejemplar: la plataforma de streaming ha comprado recientemente los derechos de todos sus trabajos –ocultos, perdidos e inéditos–, mientras que la poderosa Hollywood lo ha hecho  estrenando un corto basado en una historia de Dahl a manos de Wes Anderson, un cineasta estrella coronado de esteticismo. Una vez más los objetos de la cultura deberán revisarse con premura. ¿Cómo enfrentar la diversidad del presente desde una perspectiva histórica y a la vez contemporánea? ¿Acaso la discapacidad de Eduard, el misterioso joven manos de tijera de Tim Burton, postula un ataque a las ciencias de la tecnología tratándose de un robot a medio terminar? Roald Dahl consignaba a la niñez como un factor de riesgo acelerado por la visión de los maestros y especialmente por la rigidez de los padres. En ese sentido, su posición, –«somos niños revoltosos que viven tiempos de revuelta», cantan los estudiantes en Matilda– recuerda al escolástico Erasmo de Rotterdam, quien luchó incansablemente contra el autoritarismo de las instituciones educativas del Renacimiento.

César Aira aborda la instrucción infantil en un texto muy breve pero igualmente intenso: «Fue famosa la aversión de Borges por la literatura infantil. Hombre de otra época, era natural que la viera como una aberración, consecuencia deplorable de la expansión de la industria editorial y de la segmentación interesada de los mercados» La hipótesis de Aira refiere el disgusto de Borges a su formación inglesa: «Muchos clásicos ingleses parecían predestinados a la puerilización; Gulliver, Robinson Crusoe, Alicia, La isla del tesoro, Dickens, Wells, fueron objeto de criminales adaptaciones, simplificaciones, continuaciones, que no podían dejar de herir la susceptibilidad de un lector agradecido»

En Bola de Sebo, la mención de Maupassant a la gordura de la protagonista –al fin el nombre del relato, es apenas un prólogo dentro de la anécdota de la comida y quizá, una ilustración acorde en la portada de la edición de 1908. La coyuntura completa de la joven establece una moneda de cambio más amplia dentro de esa disputa insolidaria. Las lágrimas de la joven Rousset al final del relato, rematan de inequidad su «vergüenza pública», una imputación que Maupassant pone en boca del resto de los pasajeros con displicencia de clase. Pero Maupassant no parece un misógino clásico: ampara a las prostitutas tanto como defiende la igualdad de género. Bola de Sebo denuncia al fin la marginalidad de clase, la soledad, la opresión y el desentendimiento social.

Algo parecido sucede con el escritor británico: «Roald Dahl era una persona contradictoria en su vida. Solía ser amable, ayudaba a la gente, hacía donaciones a organizaciones benéficas, y como inventor hizo aportes a la ciencia médica. Sin embargo, también hay registros de incidentes en los que fue muy desagradable, y de cosas peores, como sus manifestaciones verbales y escritas contra los judíos»

Maupassant maneja a la perfección los intersticios de lo maligno. Cuando el cochero detiene la diligencia en una posada es noche cerrada, y continuar, –dice– es una aventura peligrosa. Aún con el salvoconducto firmado, el oficial prusiano reúne al pasaje e impide reanudar el viaje: el nuevo trato establece que el verdadero salvoconducto sea su propio derecho a pasar la noche con Bola de Sebo; la prostituta se niega de inmediato. Se trata de su cuerpo, no de un papel firmado. El pasaje se inquieta sin excepción, pero nobles, monjas y aristócratas tienen algunos recursos probos: aún cuando han tratado por todos los medios de no rozarse con la cortesana –ni siquiera con los vestidos–, se acercan por primera vez a dialogar. Se trata de habilidades de clase. En orden a los engaños, «El perdón de Dios» es uno, pero no funciona del modo que esperan. El segundo ardid consiste en mentir arteramente acerca de su valía: «No seas tirana, permite al infeliz que se vanaglorie haber gozado a una criatura como no debe haberla en su país». El argumento final es coercitivo y acusatorio: ¡Acepte de inmediato!, se trata de «una liberalidad muchas veces por usted consentida» 

Todos los pasajeros pernoctan en la posada y al día siguiente suben ordenadamente al carruaje para seguir camino. Bola de Sebo llega última; está avergonzada y no se atreve a levantar los ojos. El pasaje se sorprende: ¿Por qué llora? ¿Acaso no es una cortesana? ¿No esta viajando a Le Habre para asistir con su cuerpo a cientos de soldados valerosos?

Al respecto de cancelaciones e historia, en 1564, el pintor Danielle di Volterra pasará a la eternidad por haber cubierto de vestidos los desnudos del Juicio Final pintados por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. El encargo en esa oportunidad fue del papa Pío IV. No fueron los únicos retoques morales: para los frescos de Masaccio en la Iglesia de Santa María del Carmine, las figuras de Adán y Eva fueron camufladas con ramas y otras variedades vegetales. Los Papas fueron más lejos: ¿Por qué permitir sexualizar una iglesia?

La inquisición española hizo lo propio: las «gitanas» que el aristócrata Manuel Godoy le encarga en 1800 a Francisco de Goya y Lucientes –una desnuda y la otra vestida– fueron prohibidas en su momento por un Tribunal moral. Quizá la revelación más profunda trate sobre la identidad de la joven: la maja no sería otra que un miembro de la nobleza española. Mucho antes de que fueran exhibidas en el Museo del Prado, como ocurre en la actualidad, formaban un dispositivo erótico: en un gabinete privado del noble Godoy, un cuadro precedía ingeniosamente al otro.

El academicismo del siglo XIX desde luego, va a enaltecer con sus pinturas los saberes y costumbres palaciegas del pasado grecolatino: reyes y senadores en sus moradas suntuosas; la muerte esclava en el Coliseo, orgías multitudinarias, senadores empujados al suicidio, emperatrices poderosas, el mercado de esclavos y el placer sensual; la revuelta mitológica. La cultura de fines del siglo XVIII retrata estas apetencias de clase para consolidarlas en el futuro siglo XX. ¿Por qué no regresar a la suntuosidad si pareciera pertenecer estéticamente a la antigüedad? ¿Qué otra cosa podría significar el ideal vitruviano –al fin lo bello eterno platónico– medido en el fervor de la Revolución Industrial?

Aunque los tratados de Winckelman y otros historiadores del siglo XVIII están poblados de inexactitudes y observaciones de clase, los Museos de Bellas Artes han recogido su discurso con honores académicos. En todo caso, el enaltecimiento de la arqueología como actividad científica, impulsa a los pintores decimonónicos a recordar la vida patricia como los sueños cultos de un pasado ejemplar; una actividad artística centrada en minuciosos retratos en favor de una belleza clásica y particularmente indicada para las peripecias de una clase social elevada cultural y económicamente.

Con la revolución industrial y la nueva luz del espectáculo, la aristocracia consideró amigables los lupanares nocturnos pintados por Toulouse Lautrec destinados al placer de la burguesía europea acomodada. Finalmente, en pleno período Art Nouveau –a comienzos del siglo XX–, la sociedad austríaca acusará de pornógrafos al modernista Gustave Klimt y al decadentista Felicien Rops. La época –segunda mitad del siglo XIX– y la guerra, acaban influyendo en la perspectiva moral de Maupassant. El realismo como estética y La corriente Naturalista, lo harán en su escritura como forma. Del mismo modo que sucede con los escenarios y personajes de Tolstoi y Dostoievski, alrededor de Maupassant –quien influenciado por Schopenhauer mostró en vida todas las facetas de la misantropía–, ronda la misma pregunta: ¿Pueden los avaros ser útiles a la sociedad?

El martirio de Bola de Sebo bajo la noche de Ruan, la ciudad marco del relato de Maupassant, ofrece un curioso paralelo con la historia de la campesina Juana de Arco, quien en 1431 muere allí tras vencer en la Batalla de los Cien Días. El destino de la Doncella de Orleans es también cruel: a pesar de sus encuentros místicos y su valerosa ayuda al Rey Carlos VII, su disfraz de guerrero sólo la conduce a la hoguera acusada de trasvestismo y herejía. El martirio y su figura reconvertida, –de heroína a mártir– será una condición necesaria –y suficiente– para que un papa lejano pueda canonizarla luego de su muerte.

Durante la vida decimonónica –probablemente los aprendizajes escolares de Roald Dahl–, los niños no recibían otra cosa que manuales de instrucción moral y cívica mientras que de noche, especialmente para que obedecieran la hora del sueño y el descanso, las abuelas relataban cuentos medievales repletos de crueldad. Resulta natural que los textos posteriores de Dahl también hayan considerado abordar lo cruel y lo espantoso ¿Al fin de cuentas no se trataba de relatos para niños? Al respecto Aira considera que «La literatura está brotando siempre de su fuente primigenia, la infancia, y toda separación es nefasta»

Pero entre lo raro y el espanto, hay un abismo de significados. Lo raro no necesariamente debe darnos miedo; el surrealismo provocó satisfacción apelando al inconsciente y a la fascinación de lo extraño. Los dobles borgianos no producen miedo sino incertidumbre y especialmente embeleso; en todo caso, como teoriza Mark Fisher, lo raro impide ver el interior si lo hacemos desde su perspectiva externa, y ese mecanismo, al fin, es el que regula la normalidad. El concepto freudiano unheimlich significa sentir extrañamiento dentro del mundo conocido; sentirse extraño en la propia casa.

Para los años de escritura de Dahl, los manuales escolares en Argentina establecían desde un Prefacio los fundamentos del aprendizaje y el método a utilizar: «La educación, –cita un autor anónimo– es el paso de lo consciente al inconsciente (…) mediante su repetición (…) hasta llegar al hábito». En alguna página dos niños de clase alta pasean por una calle idílica montados en un camello arropado con oropeles; los guía un niño humilde seguramente sin derechos laborales. Leyendo al azar, este manual de primer grado incluye esta frase: «María llama a su sirvienta» Al respecto, nada de esto pareciera escapar a la lógica que Maupassant establece en Bola de Sebo: la cortesana debe su vida y trabajo al servicio de las clases que la emplean; dicho esto bajo todo sentido.

 Así las cosas, Elizabeth Rousset no es ni rara ni su vida  espeluznante; simplemente es obesa y cortesana, pero fundamentalmente, y aquí debería centrarse la observación cívica de Maupassant, se trata de una mujer sin derechos. Al momento de la narración, la presencia de una cortesana fuera de los burdeles considera primordialmente un ataque a la moral pública. Pero es el relato de costumbres y no la obra de Maupassant, quien permite que la ingratitud –incluso desde el humor procaz–, forme parte del corpus de instrucción en los valores morales futuros.

En La revolución de las flâneuses, Anna María Iglesia (1986) cita a Rebecca Solnit (1961): “La mujer camina no para ver, sino para ser vistas” (…) «La figura de la prostituta resume en gran medida, esta idea de la mujer como espectáculo y como mercancía, sin embargo, volviendo a Buck-Morse, la prostituta es aquella que por necesidad, transgrede los convencionalismos y las normas, una transgresión impuesta por el contexto, una transgresión por la cual pagará un alto precio desde la marginación social hasta la prisión.

A propósito de establecer idénticas virtudes y defectos que la sociedad postula para ingresar o quedar afuera del escalafón social, la moral pública reclama constantemente el bien y el mal como metáforas consagratorias y expresivas fabulas sociales. Para hacerlo reduce a personajes la realidad concreta que observa. La mujer vulgar, el ladronzuelo y el mendigo, señalan no sólo la vergüenza social de la que aludía Maupassant. Bola de Sebo camina las calles de la sociedad francesa narrando la crudeza del siglo XIX pero exponiéndose también al escarnio –paradójicamente al deseo– y a la cárcel. De tal modo, poco importa que Bola de Sebo pudiera ser nodriza o bien, estar excedida en peso. En caso de  reeditarse la narración de Maupassant, ¿Qué debería reconsiderarse? ¿El peso físico de la joven, el abuso del militar prusiano, o la burla social de sus aristocráticos vecinos de carruaje?

Mas allá del recambio estilístico y de adjetivos, de las enmiendas sobre la estética y las apariencias, los pobres de espíritu seguirán abandonados sin remedio. En todo caso un hombre ya no podrá ser feo, quizá raro; una mujer no podrá ser obesa; tal vez solitaria y ansiosa. Un niño podrá ser humilde, sí, pero fundamentalmente tierno y vivaz. ¿Será tiempo otra vez de reemplazar a la madre malvada de Hansel y Gretel, para volver a señalarla como una concubina inmoral? En todo caso queda un brecha sutil: ¿Podrán los editores considerar inconveniente lo espeluznante de este cambio, tratándose de un espacio de percepción intangible? En una entrevista de Alejandro Zambra en 2003, César Aira ironiza al respecto: «El argumento que yo usaba contra la literatura infantil es que los niños no se merecen esos libros tan lindos que hacen para ellos. Esos libros son los que querríamos nosotros y a nosotros no nos hacen esos libros, nos hacen unos libros todos llenos de letras»

Bolaño se refería a la salud artística de los escritores adultos, pero lo que podría estar en peligro es la ficción social. ¿Qué tipo de realidad artística podría construirse mediada de tantos ocultamientos y enmiendas? Ningún artista ha dejado jamás de discutir la realidad, especialmente imaginando o postulando sobre aquello de lo cual esta hecha; al fin, una cuestión que para cualquier autor coincide dramáticamente con su percepción. Tratándose de un universo orgánico el autor descarta de la realidad todo aquello que no inquiete su propio desarrollo artístico. Podría decirse que los artistas sólo se conmueven con su propia inconformidad, la cual puede ser rara, espeluznante, o ambas a la vez.

Cuando Baudelaire se decide a la escritura crítica visitando los salones artísticos de mitad del siglo XIX, observa las pinturas como acontecimientos de la sociedad de su tiempo; una perspectiva que conoce en profundidad en carne propia y puede verla ocasionalmente retratada en sus vecinos: las criadas y los aprendizajes mundanos, el amor leal con prostitutas, la melancolía social, el delirio del progreso esclavo, las drogas como modos de evasión y placer. ¿Puede el arte conceder un campo de restricción tal que anule el discurso estético en pos de un ideal moral? En estos términos, ¿Qué tipo de importancia tiene para el desarrollo social si la obra artística fuera el resultado de la maquinación perversa de Pasolini y Haneke, el trauma feroz de Frida Kahlo, los trastornos psiquiátricos de Antonine Artaud, o la obsesión melancólica de Tarkovski? ¿Habría algo más tedioso que aceptar la condición del arte desde una rutina indolente? César Aira refiere en su pequeño libro Sobre el arte contemporáneo, que René Magritte, en su afán de provocar a la sociedad francesa, llega desde Bélgica con un plan artístico peculiar: hacer una exposición cuyas obras fueran cualquier cosa, entendiéndose por tal concepto, la cuestión central del arte y quizá su objetivo oculto: el arte postula lo nuevo separando su mundo irreflexivo de la dedicación artesanal del diseño y sus objetos funcionales.

Las costumbres, al fin el modelo donde la sociedad distingue sus propios límites morales, no son un asunto del arte. Mucho menos deberían incluir su virtud. El arte no corrige moral alguna. Tampoco es probo ni justo; señala su discurso como un circunloquio, un espacio donde presentar el envés de las cosas, las conexiones y circuitos que quedan ocultos definitivamente bajo la opacidad de aquello que la sociedad prohibe pero permite solapadamente. El Festival Internacional de Cine de Venecia ha anunciado la premiere de La maravillosa historia de Henry Sugar, un corto cuya historia original –tal como la reciente Matilda estrenada en 2022–, pertenece al cuestionado Roald Dahl: financiada por Netflix, estará disponible en Octubre de este año.

 «Razonando mi propia aversión a la literatura infantil, –apunta César Aira–, yo agregaría que lo que la hace subliteratura es que no inventa a su lector, operación definitoria de la genuina literatura, sino que lo da por inventado y concluido, con rasgos determinados por la sospechosa raza de los psicopedagogos: de 3 a 5 años, de 5 a 8, de 8 a 12, para preadolescentes, adolescentes, varones, niñas; sus intereses se dan por sabidos, sus reacciones están calculadas. Queda obstruida de entrada la gran libertad creativa de la literatura, que es en primer lugar la libertad de crear al lector, y hacerlo niño y adulto al mismo tiempo, hombre y mujer, uno y muchos»

El arte ha tenido siempre permiso para señalar lo feo, lo secreto, lo desproporcionado, lo perverso, lo desagradable; todos argumentos expresivos, formales, estructurales. No se trata de admoniciones. El arte no pareciera haber buscado una provocación per sé, aunque lo haya hecho muchas veces como Pasolini en Saló, film donde señala lo prohibido, lo abominable y lo perverso sin intermediarios ni discursos aclaratorios. Quizá la literatura para niños no deba considerarse dentro del campo artístico debiéndose confinar al de la mera contención y formación moral. ¿Acaso podría tratarse de un subgénero literario? ¿Quién podría dominar ese arbitrio? ¿Quién se haría cargo de esa cancelación? En caso de abolir la imaginación de Roald Dahl, ¿podrían adecuarse las reglas morales de Miss Trunchbull, la despiadada Directora del internado de Matilda?

Oscar Carballo [Mar de la China] Octubre de 2023.