ISSUE 1/ Abril 2021

Paul Auster

El sol lunar en el laberinto

el Palacio de los aprendizajes

por Oscar Carballo

En el Hacedor, —un libro de conjeturas, tramas y laberintos—, Borges ensaya una noción inquietante sobre la existencia del tiempo. La historia del Emperador y su palacio es impactante: un poeta lee su obra frente al Soberano, retrata su palacio, la materialidad entre sus penumbras y detalles; cita por medio de la palabra y la memoria. El Emperador se conmueve: cree que el poeta le ha arrebatado el palacio y lo manda a matar de inmediato.

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2021

En El Hacedor, —un libro de conjeturas, tramas y laberintos—, Borges construye mediante ensayos breves una noción inquietante sobre la existencia del tiempo. La historia del Emperador y su palacio es impactante: un poeta lee su obra frente al Soberano. El texto retrata su palacio, la materialidad, las luces, las penumbras y los detalles; los avatares de su dinastía por medio de la palabra y la memoria. El texto, aún perdido para siempre, podría constar de una sola palabra. El Emperador se conmueve: cree que el poeta le ha arrebatado el palacio y lo manda a matar de inmediato.  

En ese punto, el palacio desaparece: «En el mundo no puede haber dos cosas iguales» escribe Borges.  

La condición inicial de un laberinto es perderse. La segunda es una regla: encontrar la salida. El juego es fascinante. Quizá el único inconveniente pueda encontrarse en la eventual facilidad del mecanismo, en su descubrimiento, si es que lo hubiera y poner fin a la diversión.  

Un video juego propone entre tantas cuestiones esa característica. El mapa completo del espacio ordena al jugador para tomar decisiones, pero no todas las opciones muestran un camino ideal, cuando de hecho depende de la pericia del jugador encontrar el modo de sortear los inconvenientes. Pero el laberinto en si mismo no es exactamente un juego en los términos que conocemos. Vale decir, ganar o perder. Salir del nodo, desatar el nudo, romper la bolsa y respirar implica una coyuntura mayor que la recompensa de la vida. El riesgo en si mismo, haya vida o no.  

Pero la cuestión del laberinto no refiere necesariamente a un trazado bidimensional. No podemos entender la cuestión misma de su física como si se tratara de una dimensión plana; euclidiana. El laberinto es un objeto múltiple que revela discursos simultáneos. Su espesor manifiesta la densidad física, mientras que la profundidad atañe a la realidad espiritual del suceso.  

Quien atraviesa el laberinto postula un cosmos acorde a su visión estética. Quién lo construye solo aporta la contingencia y la razón de las alternativas de uso. La pérdida de noción espacial entonces no trata de su física, sino de su metafísica.  

En su ensayo El contexto de un Jardín,  Alexander Kluge, cita un texto apócrifo de un tal Arno Schmidt sobre las convenciones de representación de un laberinto. El párrafo discute el objeto como gruta: «Observamos la construcción desde arriba y esto nos permite ver sus caminos y sus muros. Miramos desde arriba como controladores, Sin embargo, nadie que está atraído en un laberinto lo percibe de esta manera.» El concepto de profundidad suele utilizarse normalmente para indicar las dimensiones de un objeto y hasta las características de un espacio,  pero también como sucedáneo del mero espesor, una cuestión opuesta a la proyección espiritual, o vivencia estética, el afán de Einfühlung que cita Worringer. en Naturaleza y abstracción

En una charla de Kluge con el artista alemán Anselm Kieffer, éste le reveló que de niño, —explica que se trata de esa época donde la escuela todavía no ha burlado la vida con sus caminos estructurados y definitivos— se dedicaba a jugar en su jardín cavando túneles. Construyéndolos. Los califica de refugios, naturalmente. ¿Cómo llamarlos sino? La palabra experiencia concierne a la discusión mas profunda de lo humano, en tanto la vida misma es un transito experimental. Cada paso descubre y oculta lecturas distintas; nuevos nodos donde poder decidir ingresar o no a es nueva alternativa. El artista Kiefer le confía a Kluge que un metro y medio debajo de la tierra lo comunicaría mas certeramente con el conocimiento y la diversión. De este modo llevaba sus revistas Kosmos para leerlas en completa soledad.  Pero no era todo.  Fundamentalmente, —dice—, el túnel lo acercaba significativamente  al centro de la tierra.  

En la década del sesenta, el británico Norman Foster, quizás revelando una vez mas la vida privada del pensamiento y sus deleites —una cuestión que los arquitectos consiguen hacer cada tanto entre líneas—, construye The Retreat (Cockpit), una obra firmada en realidad con sus socios: Norman Foster & Partners, arquitectos, en el año 1963.  Se trata del mismo juego—sistema que Anselm Kiefer le cuenta a Alexander Kluge a propósito de sus divertimentos de niño.  

Ampliamente documentada en precisos dibujos y detalles, The Retreat es literalmente una estricta cueva cuya geometría facetada armoniza con la idea de nave: en su interior hay un espacio para descansar, para cocinar, para leer; pero la cubierta, completamente acristalada, remeda la carlinga de un caza bombardero de la aviación de guerra. El laberinto es una cueva donde construir la soledad como un principio de fortaleza y sugestión.  

La obra está en medio de un bosque a la orilla de un río, —Pill Crek, y el descenso a esa nave de crudo hormigón es breve: no dura mas de dos escalones. Adentro, menos descarnado, una persona puede permanecer también de pie asumiendo que esa es la medida final del lugar. Hay también un sillón y una lámpara que vuelve faro al objeto. Todo lo que vemos a lo lejos es cristal. La visión es unidireccional: bajo la densa fronda de un bosque, la nave enfoca hacia las estrellas. Ésta fue la primer obra de Norman Foster como arquitecto y la construyó para si mismo, para sus indagaciones, sus memorias y sus desasosiegos.    

Continua Kluge —bajo la voz de Schmidt—: «En efecto, el laberinto no es una construcción horizontal. Esto resulta de fuentes egipcias. Los laberintos mas bien se construyen en profundidad. Eso es justamente lo que conmociona a quienes se adentran en el laberinto» 

Una construcción egipcia contiene innumerables laberintos internos. La gran mayoría conduce naturalmente a trampas y desde luego no se trata de maldiciones sino de un estudiado juego de lógica donde el ladrón funerario debe optar por varias alternativas para llegar a la tumba del Faraón y su riqueza. Una riqueza preciada en cualquier época pero que fue considerada no para generaciones de un futuro incierto, sino de un presente concreto: los profanadores de tumbas que ansiaban quedarse con la memoria del Imperio. El descanso de los príncipes debía contemplar un sueño eterno junto a sus objetos queridos y ese resguardo estaba dirigido a su época inmediata. Las construcciones funerarias perfectas no fueron otras que decidir esconder los cuerpos directamente en la montaña. Un paisaje indiferente e imposible de recordar. Ese laberinto ha sido el mas eficaz y aún no han sido hallados muchos de esos cuerpos amortajados de betún, descendientes del linaje egipcio mas profundo conocido hasta hoy. Esconder mediante el engaño es una forma de laberinto. Las piedras son distintas entre si pero la particularidad de sus facetas describen una geometría de difícil recuerdo. El tiempo hace el resto. En Fargo, la película de los hermanos Coen, un delincuente esconde una valija de dinero en una páramo nevado cuyo paisaje —a la vera de una ruta indistinta—, será a la postre imposible de recordar. 

Ingresar a un juego implica una convención. En tanto acceder, —empezar—  considera un derecho antes que un juego. Por lo tanto la crisis del juego quizás se instale en la dificultad antes que en la imposibilidad. El diseño está preparado para poder ser cumplido. De lo contrario no podría clasificarse como tal. Una buena parte de la adrenalina que implica el tránsito de la experiencia es el deseo de conseguir vencer el desafío, antes que desarrollar un conocimiento que nos sumerja en la experiencia en si. La suma de factores y alternativas crean un universo de atracción capaz de vincular la felicidad superlativa del juego con una alta probabilidad de fracaso.  

¿De que valdría jugar sin aceptar la condición misma de pérdida? Los ludópatas, —me refiero a jugadores de toda laya y condición—, sienten el juego en si mismo como una pulsión irrefrenable. No hay especulación alguna ni posibilidad de convertir la pérdida en un límite; esto es, los recursos, la dignidad, la vida misma. Digamos que para un jugador la gracia del juego está puesta ahí, en la posibilidad de perder tanto como de ganar. Parece muy duro, pero las experiencias en si —y así lo considera radicalmente el Profesor M.— deben modificar las partes y el todo, de lo contrario, —una experiencia sin crisis— no representa sino la distinción misma de lo inútil.  

«Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías»  

En Los espejos velados Borges cuenta que «Hacia 1927, conocí una chica sombría: primero por teléfono (porque Julia empezó siendo una voz sin nombre y sin cara); después, en una esquina al atardecer. Tenía los ojos alarmantes de grandes, el pelo renegrido y lacio, el cuerpo estricto» No obstante, los encuentros y las caminatas van desdibujando el sentido que los une y los dispersa: «Entre nosotros no hubo amor ni ficción de amor: yo adivinaba en ella una intensidad que era del todo extraña a la erótica, y la temía» El laberinto borgiano se desarrolla en la habitación de Julia quién de un momento a otro ve reemplazado su propio rostro por el de Borges. El horror de ese traspaso tiene para Borges un comienzo preciso: «El Islam asevera que el día inapelable del juicio, todo perpetrador de la imagen de una cosa viviente resucitará con sus obras, y le será ordenado que las anime, y fracasará, y será entregado con ellas al fuego del castigo»  

Borges considera la relación del tiempo infinito y el recuerdo como un descenso interminable a la memoria. ¿Qué se pierde y que se olvida en el devenir del tiempo? La muerte no hace otra cosa que poner fin a los recuerdos para ocultarlos y reducirlos a un secreto menor  «[] una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos. 

En tal caso, un juego específico consigue cierto nivel de atracción cuando el jugador es quién encuentra su propia capacidad para comprenderlo y transitarlo. Quienes no pueden acceder a estas condiciones ofrecen en realidad una resistencia que claramente se relaciona con el escepticismo  y mas aún con una personalidad que invoca el triunfo sobre el juego como una afrenta personal.  En la práctica, los argumentos y la razón de un juego se expresan mediante una lógica capaz de rodear y entender el problema y solucionarlo.  

Paul Auster controla la actividad interna del laberinto imaginando no tanto la salida sino la posibilidad misma de crearla aún en un límite metafísico.  Volvamos: si un laberinto propone una salida y las alternativas están dentro de su propia lógica, lograrlo es una cuestión de tiempo. Vale decir, una experiencia lógica, razonada. Otra cosa sucede si las condiciones del mundo y su coherencia interna ofrecen un panorama cuya razón está oculta a nuestra comprensión. En tanto los accidentes y las contingencias son episodios eventuales, ninguna lógica comprende la alternativa del daño. Una alternativa que puede entenderse como un incidente aislado pero que puede cambiar el curso de los acontecimientos y por consiguiente el resultado mismo de las cosas. 

El desafío del aprendizaje concierne a esa valentía: vemos la salida pero desconocemos las alternativas y los caminos que se presentan enrevesados y críticos de nuestra propia ignorancia. Un laberinto propone entonces una dirección única, aún cuando no podamos verla.  

Marco Fogg el protagonista de El Palacio de la Luna empieza lentamente a perderse en una serie de contingencias que apenas logra entender. Vive en un departamento de Nueva York intentando terminar sus estudios. En algún momento su economía diezmada comienza a tocar fondo. Su único capital son mas de mil libros que su tío le entrega a modo de legado y despedida. Aunque los lee primero, los vende para sobrevivir. La indigencia no tarda en llegar pero el verdadero dilema de Fogg, devenido en Phileas Fogg —un personaje de ficción aprendido en los libros—, es naturalmente espiritual. Este es el paisaje desierto que Auster presenta como alternativa y límite: un espejo opaco frente a un destino tan incierto como inevitable.  Phileas comienza a desaparecer en otro mundo. En esos días, la televisión muestra la llegada a la luna. Una conversación entre escépticos le revela la posibilidad de un truco: «La gente está dispuesta a creerse cualquier cosa que le digan» 

Un empleo enfrenta Phileas con una salida. Sin embargo concierne la entrada a un laberinto de varias salidas, todas probablemente válidas, pero extremadamente diversas y extrañas. El frío, la soledad, las decisiones de la juventud implican una mirada endurecida sobre la realidad, cierto escepticismo valioso, una indiferencia capaz de sostener el rumbo del camino aún cuando percibe que está yendo en sentido contrario. La lucha de esas alternativas se vuelven críticas pero también necesarias. En ese límite vital, Phileas comienza a entender la materia; la sustancia misma de las cosas pero mediante un aprendizaje obligado: la observación cegada de su instructor, una paradoja que concierne nuevamente a la noción de laberinto.  

Al respecto de los objetos y el espacio aún queda un velo por descorrer. La escala no concierne a los tamaños específicamente, sino a un fenómeno paralelo y  concreto que presenta la observación aumentada: la información. En tal sentido objetos y espacio mantienen una relación arbitraria. Es bajo estas condiciones específicas donde podemos subvertir un objeto y tornarlo inidentificable. Los libros que desaparecen se disuelven en un mundo nuevo, e incorporados definitivamente como experiencia: poco da igual si Phileas  los ha vendido para pagar la cuenta de la luz o los ha invertido como combustible para encender la chimenea.  

Melancólico y muy joven aún, Borges describe así el concepto de límite , versos que articulan todo el sentido de sus conjeturas: «Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar, hay una calle próxima que está vedada a mis pasos, hay un espejo que me ha visto por última vez, hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo. Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) hay alguno que ya nunca abriré» 

Oscar Carballo,  Buenos Aire, Abril 2021