ISSUE 9/ Agosto 2021
Charles Baudelaire
la aristocracia satánica en los Salones
Hogarth, el cómic y el tiempo spleen
por Oscar Carballo
Baudelaire aprecia enormemente los caminos sinuosos.
Formado por esas mismas letras que cuestiona, enfrenta la
pasividad de la sociedad francesa arrodillada de romanticismo. Es en 1844 cuando comienza a escribir y publicar sus críticas de arte; sus Salones. En tanto escapa de las deudas que ya acumula inquietantemente apenas pasados los veinte años. Súbitamente la revolución bonapartista de 1848 lo agita hasta movilizarlo a las calles.
Creditos: Fotografía: Juan Martín Carballo / Diseño Oscar Carballo / Buenos Aires, 2021
La recomendación de M., –el director de la Revue Française– a Baudelaire es franca: «Sea breve, no compile un catálogo, sino denos una impresión general, algo así como el relato de un rápido paseo filosófico por entre las pinturas»
Baudelaire le contesta en forma de carta. Va a cumplirle el deseo, en parte porque piensa igual: escribir la sección pintura en los salones de arte es aburrido, pero le aclara que aunque la brevedad exige pericia, en el caso que se le encomienda no hay otra posibilidad: no hay admiración ni necesidad alguna de crear nuevas categorías de lenguaje crítico para enfrentar esos trabajos franceses, absolutamente sin genio, absurdamente clásicos, previsiblemente antiguos: «No se sorprenda pues, que la banalidad del pintor haya engendrado el ‘lugar común’ en el escritor»
Seamos concisos entonces, tal como M. le recomienda al artista para su crítica De Salón de 1859; texto que Baudelaire llamó El pintor de la vida moderna.
En 1840 Baudelaire, con apenas veinte años ya es un pez extraño nadando en una sociedad que destaca a sus artistas bajo las costumbres burguesas de la época. La vida domestica francesa se hace eco de la estructura rigurosa y estilística del romanticismo; los artistas en tanto, observan con suma cautela las bondades del pensamiento civil. La escritura ocupa una gran influencia como lo muestran los textos de Lamartine y Hugo: épicos, convenientemente políticos y decididamente clericales. Aún cuando la mayoría de los poetas franceses escriben mediante la experiencia de la pasión, –siempre privada y luctuosa–, la escritura romántica no se aparta jamás de un refinamiento histórico, una tradición que no puede tener fisuras ni estilísticas ni sintácticas. En tanto el ideal de la época se comprende desde una virtud de naturaleza ingenua: el individuo bondadoso que actúa optimista en una sociedad que crece radiante bajo un progreso edificante. Pero para Baudelaire esos no son los motores incuestionables que dan sentido a la existencia. Baudelaire aprecia enormemente los caminos sinuosos. Formado por esas mismas letras que cuestiona enfrenta la pasividad de la sociedad francesa arrodillada de romanticismo.
Es entonces en 1844 cuando comienza a escribir y publicar sus críticas de arte; sus Salones. Intenta de este modo una utilidad moral y escapar de las deudas que ya acumula en forma inquietante apenas pasados los veinte años. Súbitamente la revolución bonapartista de 1848 lo agita hasta movilizarlo a las calles. El sobrino de Napoleón, apoyado por las clases populares se erige presidente de la Segunda República con la velada idea de perpetuarse indefinidamente. Victor Hugo entiende que se trata de una suerte de trampa «No es un príncipe el que vuelve: es una idea»: el verdadero Napoleón ya no existe. Baudelaire –al igual que los proletarios y la iglesia– apoya el nuevo imperio dinástico mientras reparte panfletos y algunas balas.
Durante la revuelta edita «Le Salut Public». Se convierte en periodista, en crítico; en escritor que vive de su trabajo. Estudia profundamente el idioma inglés y traduce a Poe a quien admira y refiere estilísticamente en su propia escritura temprana. De todos modos, hace por lo menos 10 años que ha empezado a darle forma a Las flores del mal, que verá la luz con sucesivos agregados y supresiones veinte años después por gracia de Poulett-Malassis, su editor, cuando publica la edición definitiva en 1868.
Su escritura se agita. Escribe «Reflexiones críticas sobre algunos de mis contemporáneos» mientras que en Los Paraísos artificiales acusa su experiencia con las drogas y el alcohol.En 1857,una nota de Le Figaro advierte sobre el carácter inmoral de Las flores del mal y la publicación sufre la omisión de algunos poemas –entre ellos «Lesbos» y «A la que es demasiado alegre» y una serie de multas que empobrecen aún mas al artista.
Víctor Hugo le envía una carta donde le advierte que una persecución no es otra cosa que el camino de la grandeza y le expresa que siga teniendo coraje: El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles es lo inalcanzable. Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes es la oportunidad. Baudelaire no parece necesitar de esos límites ya que sufre la hostilidad de la vida misma en su cotidiano: se siente inútil y encerrado en sus errores políticos de la misma manera que no ve posible independizarse de su madre que lo envía a Calcuta primero y luego le impone un notario judicial para controlar los despilfarros de una vida bohemia y lujuriosa.
La escritura lo lleva a producir copiosamente pero apenas retiene una paga igualmente exigua. La ruptura literaria al momento es esencialmente temática, escribe dentro del mundo que conoce y para ese mundo en decadencia. Un mundo obsceno que la burguesía conservadora detesta. Escribe para sus amores que no son otra cosa que alternativas desesperadas; enfrentamientos y tensiones entre su evidencia pública y su vida privada, los viajes exóticos, la infancia de los placeres inocentes. Baudelaire se convierte en un Dandy abyecto que percibe una suma trimestral lastimosa. Baudelaire se vuelve crítico, mordaz; atroz.
Su padre, a quién ama incondicionalmente muere a los 67 años. Su madre deviene su primer amor. Tiene seis años. El pequeño Charles se apasiona. Se trata de un idilio obsesivo que dura un puñado de meses, precisamente hasta la llegada de otro hombre: el detestable Coronel Aupick. Charles no podrá olvidar esa pasión y tras la muerte del militar le escribirá a su madre ya anciana una confesión ardiente. A los 20 años se relaciona con una prostituta judía, –Sarah– a quién conoce en un lupanar, quizá refugiándose en rebeldía por la intrusión inesperada de un padrastro militar que reemplaza autoritariamente la posición familiar de su padre muerto. ¿Será para Sarah el texto «Una noche que estaba junto a una horrible judía»? O quizás «Meterías al universo entero en tu callejuela»? Su criada de infancias recibe un poema sensible.
Para la época, la función de una nodriza era nutrir a sus amos burgueses de saberes mundanos, correctivos morales e iniciación sexual. Así le escribe a Mariette: “A la sirvienta de gran corazón que te daba celos”. Luego es el turno de Jeanne Duval, una bella mulata coja y acaso tuerta que escandaliza convenientemente el ambiente de los refinados salones franceses. A ella probablemente le escribe “Te adoro igual que a la bóveda nocturna” y «Remordimiento póstumo». Mas tarde, es el turno de una actriz teatral: Marie Daubrun; y por último, Madame Sabatier, una mujer amante de amantes, que vive holgadamente mientras atrae al poeta en los ambientes de letras en un salón literario propio.
Quizás todos estos movimientos y pasiones hayan sido también aletas propulsoras para separarse del romanticismo. El sentido de su discurso profundamente provocador y despiadado proyectará su vida artística a la modernidad aún cuando sus textos puedan considerarse en sus comienzos simplemente en progreso y estilísticamente dentro del clasicismo. En ese tránsito inquieto, Baudelaire escribe siendo protagonista de las experiencias que vive, ya no desde la mirada del romanticismo autobiográfico ––que deplora–– sino desde la de un espectador conscientemente organizado por él mismo en una suerte de ciencia exacta.
Baudelaire pulsa el destino de su camino a sabiendas de lo que hace: «El sabio no ríe, sino temerosamente», escribe.Así introduce a Wagner en Francia mientras profundiza lentamente en sus Salones; una escritura que puede leerse dualmente como ensayo o poemas en prosa. Francia lo ignora y viaja a Bélgica pero con el mismo resultado. Abandona Bruselas no sin antes dedicarles un trabajo al respecto: ¡Pobre Bélgica! Salvo sus acreedores, nadie parece interesarse en su vida y menos en su escritura: curiosamente desdeñan una vez mas sus Poemas en prosa, que puede decirse sin error, se tratará de su obra cumbre.
Pero Verlaine y Mallarmé, jóvenes aún, valoran su poesía. Baudelaire piensa que aún falta un paso para dejar atrás el lirismo clásico. Cuestionando el parnasianismo, los tres se vuelven simbolistas. Técnicamente, ambos movimientos son derivas de la crítica del clasicismo desde estéticas complementarias: unos proclaman el arte por el arte mismo, mientras que los simbolistas se enfrentan al realismo mediante la metáfora y el hermetismo de la ambigüedad. La sinestesia es el instrumento novedoso asociando colores a números, o sonidos a sabores. Pero Baudelaire además no se aparta de lo satánico, de la ironía. Robert Seymour, el gran caricaturista de humor negro inglés e ilustrador se suicida luego de una pelea con Dickens a propósito de las ilustraciones que el artista hace para uno de sus libros: The Pickwick Papers. Baudelaire escribe sobre Seymour, cuya personalidad –a la manera inglesa– no se aparta de las formas brutales de explicar un tema: la violencia y amor de lo excesivo.
Baudelaire, no obstante escribe El jugador generoso donde es el propio artista quien tiene un diálogo personal con el mismísimo Diablo. Charlan acerca del futuro, de la vida de la muerte: le pedí novedades de Dios y le pregunté si lo había visto recientemente. También hablan de la realidad del universo. Se acerca entonces a la ambigüedad y a los sentimientos extrañados del alma ciudadana: la depresión que acomete como el enfrentamiento devastador de lo espiritual con el universo material inmediato. Baudelaire finalmente intuye la musicalidad de los objetos en las palabras. Luego describe la ciudad de París poniendo énfasis en las emociones utilizando desarrollos armónicamente complejos. Así las cosas, el fuerte ideal de aspiración bascula contra la depresión existencial; al fin el spleen, la angustia vital que merodea entre la sensualidad y la muerte; en medio de la inspiración y el dolor. Los instrumentos literarios son la ruptura del verso clásico y la unción a la paradoja. Baudelaire concentra sin dudas la fuerza artística que determinará el estallido del lenguaje poético del siglo XIX al empujar la poesía ––Rimbaud mediante–– a la luz del siglo XX.
La crisis de Baudelaire es constante. Al referirse a lo bello postula una relación de dos factores. Una invariable, la eternidad imposible –el alma–, y otra relativa y circunstancial determinada –por turnos o en conjunto– por la moda, la época y la pasión, es decir, el cuerpo mismo. Dirá de Sthendal que es un espíritu impertinente, pero en su Salón del 1859 cita una frase suya que empuja el núcleo de la cuestión estética: Lo bello no es sino la promesa de la felicidad.
Para Baudelaire, la incomodidad de la frase es elocuente: Sthendal no termina de despojar a lo bello de su carácter aristocrático. En este sentido, el artista buscará por todos lo medios horrorizar al burgués mediante la profundidad satánica de la locura y el desenfreno. El desprecio por lo bello aceptado incluye una obsesión indetenible con la muerte donde sus vampiros y cadáveres permanecen como sujetos y marco de las contingencias mas repugnantes pero lejos de la posibilidad de encontrar ahí su propia experiencia, la cual teme profundamente.
Su escritura busca en la penumbra, indaga en la forma borrosa del espectador frente a la noche, los estremecimientos y el suplicio que sustituyen toda realidad conocida. Ese es el procedimiento de Baudelaire.
Esa oscuridad, aprendida de Poe –a la muerte se la toma de frente con valor y después se la invita a una copa– y modificada en su madurez artística es la fuente misteriosa para desbordar los acontecimientos paganos en una moral esquiva y decididamente atonal pero completa de matices tan inesperados como inspirados: la palabra perfecta que sugestiona.
En Las muchedumbres escribe así: No a todos les es permitido tomar un baño de multitud; disfrutar de la muchedumbre es un arte; […] Disfruta el poeta el derecho de ser él y ser otros. Como las almas errantes en busca de cuerpo, entra cuando quiere en la persona de cada cual. Sólo para él está todo vacante; y si determinados lugares parecen cerrarse, será que a sus ojos no valen la pena de una visita.
En el salón de 1859, Baudelaire se detiene en una autor clave cuya obra limita entre el comentario moral, la crítica social, la política y la alegoría de lo siniestro. Se trata de William Hogarth de quién celebra su talento como una impostura tan fría como fúnebre pero que dispone frente al espectador una elocuente agudeza de manual. Las pinturas de Hogarth son inquietantes; abundan en lo moral. En ocasiones desarrolla sus trabajos en serie; escenarios que pueden verse como si se trataran de cuadros teatrales. La profusión de detalles, expresiones y ambiente hace perfectamente comprensible el conflicto desde una psicología y una moral que se presenta crítica siempre. Aún cuando Baudelaire piensa que Hogarth eventualmente tiende a embrollar las cosas, las obras son transparentes y en su elocuencia gráfica parecieran una suerte de protocomics donde en todo caso no harían falta globos de diálogo ni textos auxiliares. Sugiero ver las pinturas seriadas que el propio Baudelaire observa para sus críticas: las escenas de La carrera de prostituta, La carrera de libertino, Matrimonio a la moda y Campaña electoral.
Aún cuando se dedica a su última traducción de Poe: Historias grotescas y serias, escribe en su diario: «Hoy, 23 de enero de 1862 he sentido una advertencia singular, he sentido pasar sobre mí el viento del ala de la imbecilidad»
Pronto, vencido por un camino de reconocimientos que la historia parece negarle una y otra vez, Baudelaire se derrumba.Essu amigo, el excéntrico fotógrafo Felix Nadar quién lo retrata en el desconsuelo de sus últimos años. Se trata de incontables sesiones en su ambiente, la bohemia francesa. Una copia de «Charles Baudelaire en el sillón», cuyo negativo está perdido, puede verse hoy en el Musée d’Orsay en Paris: el artista en una pose típica decimonónica, su mano derecha descansando en una pierna; la mano izquierda que sostiene la cabeza convulsionada, contingente de ideas y enfrentamientos; alrededor, inasible pero presente, el spleen de la vida parisina en la mirada perdida y paradójicamente ausente.
Baudelaire, enferma de sífilis en 1860, una enfermedad común en la época. Muere en 1867 luego de desvanecerse en la Iglesia de Saint-Loup de Namur. Durante un largo año de convalecencia en un hospicio belga pierde contacto con su mente primero, y luego con la palabra: su madre lo lleva a Paris para rodearlo de sus colegas. En esa resistencia crítica, fugaz y desesperada jamás volverá a recuperar la voz salvo para blasfemar. A propósito del poeta muerto en brazos de su madre, Andreu Jaume escribe bellamente sobre ese escenario: La imagen es una pietà moderna, casi inverosímil de tan perfecta.
En el prólogo de La narración objeto, Juan José Saer advierte que La crítica es en la actualidad mas necesaria que nunca. Luego agrega que no intenta derrumbar falsas reputaciones: suelen derrumbarse solas con el tiempo, […] renunciar a la crítica es dejarles el campo libre a los vándalos que, al final del segundo milenio de nuestra era, pretenden reducir el arte a su valor comercial.
Oscar Carballo/ Mar de la China, 26 de Marzo de 2021