ISSUE 4/ Mayo 2021

Beatrice d’Este

El pudin de Mosquito Blanco

Banquetes para degustar entornos imaginarios.

por Oscar Carballo

El Pudin de mosquito ausenta sin pudor su ingrediente principal: el insecto. La conjetura ofrece una perspectiva imaginaria y otra real. En una, el mosquito se ha empequeñecido hasta desaparecer: ¿Puede un insecto diminuto entremezclado con el resto de los ingredientes hacerse visible? ¿Podría tratarse de un confuso recuerdo, la rémora de un sabor renacentista olvidado?

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2021.

Ludovico el Moro reinó Milán seis años, es decir hasta que los franceses aliados con el ejército de las tres Venecias y un batallón de mercenarios suizos le arrebataron el ducado en el 1500. Murió príncipe y desterrado en la prisión de Loches, y quizás sin otra fortuna que sus recuerdos. Lejos quedaban sus numerosas amantes, sus hijos legítimos, algunos otros reconocidos por su fe y el mismísimo ducado de Milán, una estirpe fundada por su padre y recuperada por su hijo Maximiliano, 15 años después. Quizás el recuerdo mas firme estuviera enredado en la memoria de Beatrice D’Este, su esposa legítima y duquesa de Milán.  

Para la historia, el capital de Ludovico  fue la educación. En el renacimiento educadores y artistas viajaban a bordo de su fama y eran codiciados por gobiernos distintos. Quién fue elegido para educarlo fue un intelectual humanista: el poeta y traductor Francesco Filelfo. Con él, Ludovico aprendió las cuestiones morales de la vida suntuosa y desbordada, el orgullo y al menos las artes escultóricas. No obstante, entre las lecciones de griego y francés, y las advertencias del intercambio epistolar, fue el mismo príncipe quién forjó la cautela para enfrentar el futuro. No tenía mas que observar el mundo que lo rodeaba, el de la extravagancia y el de la inconveniencia: Filelfo vivía de rodillas y de favor en favor para afrontar sus desaguisados financieros. Ludovico, al fin y al cabo, concluyó en convertirse él mismo en mecenas. Ese aprendizaje medular lo llevó a emprender obras tan valiosas como singulares y distintas: la guerra, las bellas artes y la ingeniería. El orgullo lo empujó a dirimir y ganar el ducado de Milán frente a una disputa familiar. Un Luis francés reclamaba su parte como familia. Su vehemencia instruida por Filelfo lo llevó a conducir con suerte dispar las guerras italianas; quizás por eso haya previsto poner énfasis en terminar la catedral de Milán y darle impulso a la educación en Pavía. Pero Ludovico antes de gobernar Milán fue también un capitán mercenario. Y de esa experiencia de condottieri aprendió a negociar, a especular y a pelear codo a codo con el bando mas conveniente. Aún cuando las fiestas y banquetes llegaron al ducado con la necesidad de afianzar el poder de los Sforza, su gobierno no logró mantenerse en pié. Beatrice, la esposa de Ludovico fue en cambio la pata extravagante para sostener y diseñar los protocolos. Las reuniones se sucedieron no tanto como una costumbre sino como una necesidad adoptada luego en la época: las misiones diplomáticas. Para fines del Quattrocento, la corte y las fiestas de Ludovico reunían tanto a intelectuales valiosos como arrogantes militares. No eran sino variantes ocupadas en garantizar la gobernabilidad frente a la avasallante República de Venecia en tanto que proponían una visión artística como una nueva inflexión del poder milanés frente al resto del mundo. Mientras, los Borgia, los d’Este y los Gonzaga —las familias sobresalientes de la nobleza italiana— mantenían relaciones vinculares construyendo convenientes casamientos que garantizaran herederos. Tanto Beatrice d’Este como su hermana Isabel, deslumbraron en la época: refinadas, brillantes, bellas y diplomáticas. Su visión estética consiguió favorecer las celebraciones e imponer las ideas principales como necesarias e ineludibles. Solo necesitaban una cohorte de escenógrafos, ambientadores y desde luego, maestros de banquetes. Así como Bianca eligió a Filelfo para formar a Ludovico, Beatrice se encargó de elegir a sus artistas.  

Para entonces, y lejos de Vinci, su pueblo, el inquieto Leonardo ya había fracasado en la Taberna Florentina Los Tres Caracoles. Aún así, empecinado en acertar en el oficio, no dejaba de escribir y pensar. En sus notas gastronómicas no solo apuntaba a la excelencia en el arte del buen comer. Durante su estadía en el palacio de los Sforza, Ludovico el Moro observó con atención la elección de Beatrice e inmediatamente confió en su manera de proceder —un evidente criterio humanista— y en su ingenio como diseñador de la vida doméstica; pero además pudo entrever sin esfuerzo la particular sensibilidad del florentino en el arte de la cocina. Y ese era un dato que necesitaba de una revisión urgente.  

Las recetas de Leonardo, acaso salvadas bajo documento testamentario por su asistente Francesco Melzi y llamadas eventualmente Codex Romanoff, son derivas dispersas de sus muchos escritos heterodoxos. Precisos tiempos de cocción, humoradas, advertencias medicinales, propiedades de los alimentos minuciosamente detallados, sensibilidad regia y reglas morales. Las recetas de cocina parecen fórmulas escritas con cierta ingenuidad pero con la vehemencia indeclinable de la honestidad y el gusto por la sencillez. Es así como podríamos entender la preparación de su distinguido «Pastel de abeja» o las capitulaciones estéticas informadas bajo el tópico «La tristeza de la polenta» 

No fue todo desde luego. Leonardo también impulsó condiciones excluyentes para una correcta disposición de los comensales enfermos en la mesa y sugirió brutales recetas para inquietos luchadores de Taberna: los «Nabos incomestibles» En el Renacimiento las costumbres y la moral social presentaban dificultades que la sociedad florentina ya preveía como norma futura: la higiene. La gastronomía cortesana buscó regular la pantagruélica moral del medioevo para convertirla en placeres y refinamiento diverso. Acaso Ludovico apreciara los buenos modales de las hermanas d’Este pero también las observaciones de disgusto de sus amantes y cortesanas mas educadas. Los banquetes necesitaban perentoriamente de un protocolo de higiene estricto. Ludovico quedaba exhausto frente al paisaje de manteles manchados y destrozados de bizarra festiva y diversa. Beatrice destacó los disgustos y encomendó a Leonardo una solución inaplazable para su mecenas. No era posible que una mesa se pareciera a una contienda, o mas precisamente «[…] a los despojos de un campo de batalla»  Para Ludovico era prioritario; para el artista, una nueva prueba de ingenio frente a su benefactor. No dudó demasiado. Pensó una solución perspicaz e inédita hasta el momento: una pieza de paño individual para cada comensal de modo que cada uno y cada cual pudiera degradarlo a su gusto mediante sus cubiertos y sus manos para finalmente esconderlo plegado sin presentar desagrado. La primera inquietud del diseñador fueron dos preguntas basales: «¿Cómo habré de llamar a estos paños?[1] ¿Cómo habré de presentarlos?» 

 Paralelamente y frente a los hechos, los comensales observaron esos pequeños rectángulos, estupefactos, decidiéndose algunos por sonarse las narices con ellos, otros utilizándolos para guardar las vituallas sobrantes —algo expresamente prohibido— o directamente sentarse sobre ellos a falta de una función mas reveladora. Ludovico estaba satisfecho. Para Beatrice aún faltaba algo. El maestro de banquetes completó su idea original, tal como procedía siempre, con una maquinaria que ofreciera un paso posterior al espectáculo de la celebración: un gigantesco mecanismo para lavar y secar las servilletas.  

El diseño puede verse como el camino crítico mas razonable hacia la solución de un conflicto de época. En el mismo recetario, el «Pudin de Mosquito Blanco» de Leonardo completa una idea fabulosa acerca de la realidad de los objetos imaginarios frente a la realidad de la historia. La receta es la siguiente: «Trocead almendras bien peladas con una pizca de flores de sauco y pasadlas por el colador.  Calentadlas lentamente sobre el fuego durante media hora, añadid miel, una pechuga de capón hervida y machacarlo todo. Rociadlo con agua de rosas y servidlo inmediatamente. Este plato precisa una larga digestión y no es bueno para las personas que sufren de cólico o de gripe . Pero es beneficioso para los que tienen la peste»  

Hasta aquí la receta completa paso a paso. No obstante, el artista cierra la nota con una advertencia: «Y a aquellos que me pregunten porqué es así llamado, no podré darles razón»  

El Pudin de mosquito ausenta sin pudor su ingrediente principal: el insecto. La conjetura ofrece una perspectiva imaginaria y otra real. En una, el mosquito se ha empequeñecido hasta desaparecer: ¿Puede un insecto diminuto entremezclado con el resto de los ingredientes hacerse visible? ¿Podría tratarse de un confuso recuerdo, la rémora de un sabor renacentista olvidado? 

Los objetos poseen una escala propia solo que dependiendo del medio y la cultura a la cual pertenecen. Así las cosas, deben su comprensión visual a una relatividad histórica y tecnológica tanto como a su percepción geométrica y espacial. Podrá considerarse pequeño o inmenso en relación a otros semejantes y dentro de un contexto determinado; difícilmente medidos sobre si mismos. En todo caso un objeto es pequeño en relación a otro similar al cual se lo ha rediseñado reduciéndolo a tal fin. En oposición, un objeto sin referencia alguna puede observarse ambiguamente. ¿El insecto es pequeño o el Pudin inmenso? ¿Cuál es la diferencia entonces entre un objeto real y uno imaginario? La pregunta no aplica a los favores del mundo virtual, sino a los pormenores de la mente. ¿En que consiste la imaginación y el asombro que aparentemente define uno y otro? En principio deberíamos considerar los aspectos de la cultura cuyos rasgos particulares solo son comprensibles desde su propio entorno. Esta inquieta noticia, —las costumbres y los modos; la moral y las normas— fueron y seguirán siendo fundamentales para convertir un objeto sin nombre en algo mas que una cosa identificada como tal. Un objeto diseñado se transforma en una función concreta e identificable. La necesidad de nombrar comienza a ser prioritaria frente al avance del mundo moderno cosa que resolvería dos siglos después el naturalista Linneo, creando una forma de clasificación normativa. La así llamada taxonomía quedó establecida en una nomenclatura binaria cuya eficiencia sigue aplicándose hasta el día de hoy para nombrar todos los procesos naturales conocidos.  

La noción de lo identificable parte de un hecho contrastable: Identificar es una tensión que convierte lo extraño en propio. Lo hace mediante un acuerdo tácito que admite las creencias generales como propias. Del mismo modo, lo identificable y lo irreconocible establecen una de las relaciones mas certeras, no la única pero si primordial, para controlar y producir terror en las artes y el espectáculo. Nos asusta aquello que no podemos nombrar. Si por lo tanto conocer, en lo inmediato, acuerda a percibir, el resultado es muy simple.  Nos asusta la intemperie porque el vasto cosmos, llamado en su cercanía visual —la naturaleza— es en si mismo indescifrable solo relativizado por la presencia de un Dios eventual que pueda ampararnos de un infinito incognoscible. El Pudin de mosquito, aunque sabemos perfectamente su clasificación: —Mosquito comúnCulex pipiensLinnaeus, 1758, hoy nos llena de incertidumbre. 

Ludovico perdió las guerras italianas mientras cenaba los recuerdos de su festín inteligible. Luego merendó una leche agria que Beatrice colmó de lágrimas al verlo huir. Quizá en prisión se mantuvo en ayunas regulares porque su plato únicamente mostraba el ingrediente secreto, ausente y delicioso. La mesa era gigante en su celda vacía. El insecto que proporcionalmente a nuestro mundo conocido debía medir una longitud de un centímetro, en la representación de la memoria de Ludovico habrá quedado fuera de escala, podría ser mayor o igual que la mesa donde se acababa de posar. La única forma de representar esa deformidad no habrá sido de otra forma que manteniendo la relación de la mesa con la estancia, la estancia con la ventana y la ventana con la mesa a su vez, mecanismo circular que relacionara los tamaños relativos de cada unos de los objetos que componían la escena en escala. El insecto pudo haberse convertido entonces en una monstruosidad aún cuando su escala era correcta ya que representaba una rara biología que lo aterraba.  

Quizá el escarabajo kafkiano de La Metamorfosis o a La mosca de Cronenberg, fueran insectos imaginarios de Ludovico el Moro, un deleite preso de su leve exoesqueleto; un humano completo en crisis. Ludovico, febril, recuerda en prisión su vida en la corte. Sus diálogos con Beatrice, las celebraciones fatuas, los encargos a Leonardo. ¿Dónde habrá quedado su pimentero? El artista consiguió diseñar un artefacto que Beatrice necesitaba  para la molienda de especias y evitar los destrozos de los comensales sobre la mesa de su Señor, una respuesta técnica que hasta el día de hoy mantiene su mismo aspecto y funcionalidad: el molinillo de pimienta fue inspirado en la curiosa gracia y en la debida importancia de un objeto icónico: el Faro de Spezia 

Queda claro: El diseño siempre fue una necesidad de la cultura. ¿Acaso Ludovico pidió ocultar su ingrediente principal para seducir a sus invitados? Los cuerpos son tangibles en tanto la mente se pregunte por ellos. 

La percepción de un objeto de diseño dentro de un período histórico —el pudin lo es— no necesita eventualmente de mayores explicaciones. El pasado reporta dócilmente sus normas y su tecnología, su discurso social y su devenir político. Una de sus evidencias es la cuestión de la escala y la materialidad. La lavadora de servilletas de Leonardo es una maquinaria tan compleja que su aspecto no revelaría de inmediato su razón: cuesta entender no solo el proceso, sino su destino. ¿Dónde habrá quedado el magnífico «Ingenio para eliminar las ranas de los barriles de agua de beber», un mecanismo que hoy puede asociarse sin pudor a las tácticas de tortura de Tomy y Daly, (Itchy & Scratchy) las viñetas que divierten a Bart y Lisa Simpson en la TV? 

El presente continuo del trabajo creador define la actualidad cuya permanencia efímera e inestable determina el objeto creado. Lo contemporáneo no es otra cosa que una instancia en tránsito hecha de memorias irreductibles, de conceptos —el ingenio de Beatrice d’Este—; el instante mismo donde el objeto nuevo es aún pensamiento. Lo futuro, en cambio es una construcción ambigua, meramente especulativa, cuya debilidad es una forma que no alcanza a medir las consecuencias de su destino. En todos los casos, la imaginación es congruente con el pasado, tercamente inalcanzable ante un presente inacabado para suponer el futuro como una conjetura decorativa. De este modo los objetos reales tanto como los imaginarios necesitan una discusión plausible aún dentro de los límites de su propia ficción.  

Oscar Carballo/ Buenos Aires/ Mayo 2021 


[1]Notas de cocina de Leonardo Da Vinci, Ediciones Temas de Hoy, Madrid: 2005. compilación y edición de Shelag y Jonathan Ro