ISSUE 20/ Febrero 2022

Claude Cahun

Representación e identidad

Arte y moral: la revolución de las costumbres

por Oscar Carballo

Cahun detenida, espera su ejecución. Resiste brillantemente pero en todo caso, a la manera baudeleriana. Esa es su herencia: el espíritu exótico, los placeres inocentes, la autoexpulsión del romanticismo. Claude Cahun es su propia conciencia en crisis, su identidad de género abierta, valiente, multiforme y apasionada; la suerte esquiva de la vida humana en la tierra.

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2022

El uruguayo Isidore Lucien Ducasse muere en Paris en 1870. Tenía 24 años. El dato preciso del día, –un 24 de Noviembre–, el lugar, –la calle del Faubourg-Montmartre, nº 7– y el nombre de los testigos firmantes del acta de defunción –el Sr. Jules-François Dupuis, hotelero, y el camarero Antoine Milleret– contrastan con la opacidad que envuelve una vida tan efímera y extraña como su literatura, salvo claro, para un puñado de intelectuales que aún pujan por rescatarlo del olvido.

Durante 1868, dos años antes de su muerte, unos pocos ejemplares sin firma de Los Cantos de Maldoror ven la luz. Se trata del legado literario de Ducasse concentrado en una suerte de poema en prosa que el joven escritor desarrolla durante cuatro años. El anonimato puede rastrearse en el mismo texto. Oscuro, deforme y maldito, lleva una corrección en la edición completa realizada en Bélgica por Albert Lacroix. La tirada que no supera la docena de ejemplares es costeada por el propio Ducasse quien paga la impresión a Lacroix, sólo que esta vez y solo a los efectos de distraer una acusación moral que no tardará en llegar, la obra lleva una firma de autor: un tal Conde de Lautréamont.

Tanto la desaparición física de Ducasse como la evaporación final de los ejemplares de los Cantos de Maldoror pudo haber sido mayor sin la ayuda inesperada del escritor Leon Bloy, un católico converso que dedicó una parte de su vida a multiplicar una suerte de diatriba clerical contra todo aquel que no comulgara dentro de sus convicciones, –«Mi ira es la efervescencia de mi piedad»– no dudó en lapidar a quién se interpusiera en su crítica moral; se llamara Emile Zola, Maupassant, o Víctor Hugo. El Conde de Lautréamont no necesitó demasiados textos para convertir sus inquietudes artísticas en mera basura oscurantista.

¿Puede una obra señalar con su influencia un punto de giro capaz de poner en marcha un período histórico? El campo del arte no desarrolla mapas conceptuales ni proporciona preguntas principales como si se tratara de una transmisión metacognitiva; vale decir, no hay una respuesta a una pregunta central así como tampoco la búsqueda de una idea nueva a partir de conceptos previos. Se trata en todo caso de rupturas y desalientos; de desprecio.

Puede decirse en todo caso que será el futuro de una comunidad de artistas quienes verán en los Cantos de Maldoror un vaso comunicante necesario con el surrealismo del siglo XX; un período cultural cuya abundancia desarrollarán sin tregua André Bretón y René Magritte, Salvador Dalí, Henri Michaux y Man Ray. 

Una de las primeras constancias del espíritu dadá es el trasvasamiento natural entre artistas visuales y escritores.  Fundado en 1916 en un cabaret en Zúrich; un altillo sin muchas reglas formales. En ese espacio, el dadaísmo busca enfrentar el pensamiento racionalista mediante una lucha pertinaz capaz de despegar la posición del artista de la dura razón académica. La experiencia alrededor del arte visual y la literatura; los objetos-poemas, o los poemas-objetos, –al fin obras múltiples– se exhiben como intervenciones a propósito de la profundidad misma de lo superreal: el inconsciente.

Pero las categorías técnicas que los dadaístas proponen derrumbar son permisos en relación a los alcances que los lenguajes pueden desarrollar. Reglas y otorgamientos a propósito de su campo restrictivo. Para derrumbar la pintura académica, y mas precisamente el academicismo como filosofía, el arte ha atravesado unas cuantas etapas discursivas: desde la mera perspectiva lineal hasta las rígidas herramientas de trabajo; mercado, pinceles, soportes, preparados, etc.

En tal caso, la técnica suele pasar también factura en pos de apropiaciones, vale decir los modos de decir y hacer. En tanto campos técnicos, la liberación expresa de esas fronteras consideradas propias desde el mismo lenguaje de las disciplinas crea una suerte de mixtura atractiva pero que finalmente no deja de mostrarse como una cuestión de estilo –hoy sería absurdo ser un artista dadá–; algo bastante menor a las consideraciones volcadas en el manifiesto. El posible adocenamiento de los contenidos y la interpretación vulgar de un objetivo que se había pensado como definitivo –así proceden las vanguardias– acaba siempre con el discurso creativo.

Ese sitio, –el Cabaret Voltaire, se postula al fin la casa de las vanguardias  de la época reuniendo exhibiciones y acciones donde burlarse indefinidamente del acartonamiento burgués de principio de siglo XX.

¿Pero qué duda cabe que un poema es un objeto; que la palabra lo es? No obstante la energía técnica del artificio dadá, la experiencia acaba probándose un traje demasiado ajustado: si todas las artes son una misma disciplina, al fin pareciera mostrar una dependencia antes que una libertad. ¿Acaso las palabras por si mismas no producen artisticidad tanto o igual que las imágenes por separado?

La poesía puede entenderse como el primer lenguaje del arte; la médula y el esqueleto de la cosa artística. La luz que emite la palabra es anterior a todo movimiento visual organizado. Los poemas de Paul Éluard, o los objetos literarios de Breton son experiencias en el campo del lenguaje, pero también consideraciones acerca de la sociedad y la moral. Vale decir, una necesidad expresa de articular la libertad del objeto con la autonomía de la palabra.

Los surrealistas, una corriente que sintió por los dadaístas una profunda afinidad, –el movimiento dadá dura apenas unos meses, manifiesto incluido–  ocupa el Cabaret Voltaire de inmediato. El surrealismo postula entonces un sutil cambio de dirección: la emergencia del subconsciente sobre la imposición de la realidad, una realidad social y política enmarcada en el racionalismo burgués europeo. Así, el superréalisme, explora el inconsciente como una forma extrema de lenguaje que descartando la razón y los acuerdos morales, carga su desinhibición sobre las estructuras aprendidas para expresarlas por medio del absurdo, la imaginación fantástica y la ironía: automatismo psíquico puro, o si se quiere, espíritu dadá.

Durante 1930, Henry Michaux escribe Un bárbaro en Asia. En tanto ya ha publicado el libro de poemas Ecuador. Vale decir ya ha paseado su insolencia poética por Sudamérica y prestado una audición profunda en tensión al mundo europeo que lo ha formado. Sus viajes por India, China, Malasia y Japón producen una obra literaria que ya desde su prólogo, el propio Michaux desconoce como estudio; sin embargo su acidez es analítica y su percepción tan fina como sarcástica. Los textos preceden en muchos años a su experiencia con alucinógenos –la mezcalina en particular–, pero el surrealismo como movimiento ya combate en los espacios culturales su nueva y poderosa realidad artística. 

La labor poética busca por si misma independizarse de toda moral. No como una meta sino como un estatus propio que la desconoce. No interviene en su razón y mucho menos en su discurso secular. Acaso metafísica, se desliza sin otra condición que su mundo privado y en la gratitud de la palabra.

En ocasiones sucede, –como si se tratara de un labor suprema– que la sociedad considera un derecho –y lo es de todos modos– advertir la obra poética; y aun el pensamiento, como inconveniente. Probablemente los artistas se presenten socialmente como la voz de aquello que no quisiéramos oír; la forma final que se cuela en nuestras convicciones para hacernos dudar de nuestro propio paso en el mundo.

Claude Cahun nace en 1894 en el seno de una familia acomodada judía de Nantes. Artista y sobrina del genial escritor Marcel Schwob, logra presentar sus obras en sociedad recién en 1936. Sus objetos en exhibición son autorretratos performáticos, pero secretamente presenta además sus textos y poemas tal como ya ha publicado en Contre Attaque, la revista que funda junto a André Breton un año antes. De todos modos hay dos puntos de relevancia. Primero se trata de la Primera Exposición Surrealista donde participa una mujer –diez años atrás las revistas culturales habían incluido sus trabajos sin demasiada atención–, segundo, la posición política del surrealismo es expresamente misógina y homofóbica. Liza Foreman en su artículo «Claude Cahun, the Lesbian Surrealist Who Defied the Nazis» escribe al respecto»:

 “Como uno de los primeros miembros del grupo surrealista, ––dijo Pucill de Cahun–– su contribución intelectual como escritora y artista es su cuestionamiento de todas las formas de autoritarismo, fascista, estalinista o autoritarismo artístico”, junto con “su cuestionamiento del patriarcado y actitudes homofóbicas, xenófobas y antisemitas en la cultura en general y dentro de su círculo artístico inmediato”.

Los surrealistas franceses observan en los intersticios de su obra una turbación que excede el discurso de sus propios manifiestos. La existencia misma de Cahun en tanto artista, se torna una cuestión basal: su obra está  lanzada en secreto y a pesar del movimiento que la agrega.

En La mujer pintada, –su reciente trabajo– Teresa Arijón escribe a propósito de ese enfrentamiento: «Las surrealistas se autorretratan de manera compulsiva y combativa. Son adelantadas en negar no solo la biología, sino la biografía como destino. Transitan hacia el animal no humano, hacia los objetos, hacia los líquidos. No cumplen el mandato bretoniano del movimiento suspendido, son sediciosas. Entran y salen por donde quieren»

Esa inquietud en Cahun ––esa forma de límite y de razón–– propone una voz dualmente silente y voraz en relación a los enigmas que percibe la época. Cahun hace rato que ha cambiado su identidad original –Lucy Schwob– por Claude  Cahun, un nombre cuyo género es ambiguo.

En 1929 trabaja junto a Marcel Moore –Suzanne Malherbe, su alma gemela, medio hermana y amante a un mismo tiempo, ––¿Una operación estética entre Byron y Baudelaire?–– a quien conoce desde finales de la Belle Epoque parisina. Publican juntas un libro de imágenes: Aveux non avenus, una título que podría traducirse como ‘Confesiones nulas’. En ese volumen reúnen fotografías, montajes y textos. Muchas de las imágenes son de Marcel; Claude escribe los textos mientras es la modelo. El periodista Joseph Treaster, cita en un articulo del New York Times, un comentario de Claude Cahun: «Mi rol, fue encarnar mi propia revuelta y aceptar, en el momento adecuado, mi destino, cualquiera que sea» Pero Claude Cahun reúne sus argumentos sin escapar a las ideologías: en 1932 se acerca al partido comunista. Esa circunstancia la contacta con André Breton, también un hombre de la resistencia.

Durante la segunda guerra, quizá como una forma de reclusión se instala en St. Brelade’s una bahía de arena y sol en la isla británica de Jersey. Para esos años los nazis han sometido Francia pero controlan también las islas del Canal de la Mancha. Claude no está sola. La acompaña Marcel Moore.

 Claude y Marcel desafían a las tropas nazis vistiendo sus personajes performáticos por la ciudad, pero también produciendo panfletos y  propaganda antinazi escrita en perfecto alemán. Las misiones, siempre valientes, consisten en deslizar manifiestos de resistencia en las mismas narices de los soldados alemanes; más precisamente dentro de las chaquetas de los uniformes. Los papeles van firmados y en todo caso no se trata sino de la sangre que la conciencia de la guerra derrama abiertamente en la sociedad: el soldado sin nombre. Judías, artistas y lesbianas, una vez más Claude desafía con su identidad el corazón mismo de la moral europea. La pequeña sociedad británica de la isla de Jersey apenas las considera en tanto sonríe presurosa para atender a los jerarcas nazis. Frente a estas evidencias, quizá no haya sido otro que el dueño del Hotel St. Brelade’s quien las denuncia. Tras innumerables misiones en la Bahía, Claude y Marcel son detenidas en 1944 acusadas de sedición. Los 50 años de Claude lucen cansados. Detenida quedan atrás sus fotomontajes, sus autoretratos, sus encuentros con André Bretón, su puesta en escena permanente, su vida teatral en le Plateau, sus instalaciones, ––cuando aún esa palabra no existe en el vocabulario artístico de la época–– sus objetos.

La obra de Cahun parece encontrar un lugar diferencial en sus objetos que reconstruyen por separado una identidad posible de si misma. Mientras sus autorretratos discuten el concepto de apariencia, los panfletos acuerdan una resistencia política cuya sociedad enfrenta en disidencia. Aquello por lo cual se interroga a sí misma difiere de la posición del resto del movimiento. En la Exposition Internationale du Surréalisme de Londres parece explicar que no es otra que ella misma la causa de la ficción que desafía: ¿Acaso no es la máscara una de las tantas posibilidades de un espejo?

Para la misma época, el productor Roland Penrose y el artista Man Ray están fascinados con Lee Miller, una modelo y artista, quien en tanto posa bajo los estrictos estándares de las revistas de moda, produce su propia obra surrealista dentro de una marcha unísona e histórica.

Cahun, en cambio, fotografía su propio cuerpo siendo ella misma una suerte de crisálida en constante metamorfosis. En ocasiones retrata a Marcel y Marcel ocupa el rol de fotógrafa desvaneciéndose el límite entre una y otra artista. Se cortan el pelo, se disfrazan, se dibujan los rostros. Cahun pinta la mueca de una feminidad que discute al fin como impropia. Sus disfraces navegan en la ambigüedad y ese desconcierto cuya potencia sexual no declina, son el alimento de su discurso. «Neutro es la definición de género que más me interesa» 

El género se vuelve parodia y teatro. Sus modos navegan en la caricatura desdoblando el concepto mismo de lo femenino y lo masculino. Al fin, la puesta es andrógina, un discurso sobre la apariencia cuyos personajes potencian al tiempo que crean una nueva identidad aún sin nombre, el transgénero. En ese tránsito revolucionario vuelve a quedar en duda el concepto de realidad y ficción. Sus múltiples personajes abandonan una posición de alter ego para declarar una igualdad reveladora: no hay una identidad que pueda establecerse como verdadera ni otra como falsa. 

Cahun es ella misma objeto ¿Surreal?: Bañista, dandy, muñeca, artista de circo; levantadora de pesas: «Estoy entrenando. No me beses» frase que lleva pintada en su camiseta en 1927.

Cuando en 1945 Michaux finalmente se decide a publicar los borradores de Un bárbaro en Asia, –¿Diario de viaje, revelación cultural, trabajo de campo?–, admite que aunque doce años lo separan de ese viaje «Tampoco voy a corregirlo» En todo caso, su profundidad reclamará otra atención en el pensamiento artístico de posguerra: la visibilidad de los credos orientales.

El sentimiento religioso que observa Michaux en los viajes propone un enfrentamiento entre los comportamientos sagrados: discute al fin una ética a propósito de sus credos: el cristianismo para Michaux, parece conducir a sus fieles por un abismo moral oscuro. «Cuando se entra a la Catedral de Colonia, inmediatamente se está en el fondo del océano, y sólo arriba, muy arriba, está la puerta de vida: ‘De profundis’, apenas entra uno, se pierde»  Pero el concepto de profundidad –de indisimulable opacidad– queda asociado al de pérdida y al del miedo: «No se es mas que una laucha, la humildad, la plegaria gótica. […] ¡Señor, piedad!» Su lectura del hinduísmo no es compasiva tampoco, sin embargo escribe sólidamente: «Las religiones hindúes, al contrario, no extraen la debilidad del hombre, sino su fuerza» 

Cahun, detenida, espera su ejecución. Resiste brillantemente, pero en todo caso a la manera baudeleriana. Esa es su herencia: el espíritu exótico, los placeres inocentes, la autoexpulsión del romanticismo. Claude Cahun es su propia conciencia en crisis, su identidad de género abierta, valiente, multiforme y apasionada.  La suerte esquiva de la vida humana en la tierra. Tal como Víctor Hugo le recomienda a Baudelaire, Cahun no desprecia el futuro; al fin esa desconsideración no trata sino de una enorme debilidad. Mientras Kandinsky también habla de sinestesia, ella pareciera rehuir de las operaciones del surrealismo. ¿Dónde radica lo espiritual? ¿Qué destino al fin reúne el frenesí de la palabra con el cuerpo apasionado?

Sus máscaras confrontan la debilidad de las normas cuya moral es un cadáver aristocrático que pisotea. La identidad que Cahun postula con insistencia es una nación nueva, inclasificable por aquel momento, salvo desde la noción misma de surrealismo, período que no alcanza a definir su postura. El juego de identidades y sexualidades, –la experiencia que Cahun propone–, es un mar extenso que baña políticamente con su propia imagen.

Aunque sus autorretratos mantienen la soledad del formato, Marcel retrata a Claude con sus gatos. Desnuda y abrazándolos, caminando o  descansando en su ventana. El camino de los gatos, reúne los últimos trabajos de Cahun. Se trata de una exhibición de 2011 en el Museo de Arte Moderno de París y curada por el filósofo François Leperlier y Juan Vicente Aliaga. Entre las fotografías resalta una en particular: –«Le chemin des chats»– precisamente.

Fechada en 1948, se trata de una puesta en escena en el Cementerio de Mont a l’A’bbe. Cahun transita un sendero de la necrópolis con sus ojos cegados con un antifaz. Mediante una correa, quien la guía como un lazarillo es un gato; un animal cuya ferocidad se esconde detrás de su inteligencia. La senda es simple y llana, salvo que a los costados no hay mas que precipicio. Detrás pueden verse tumbas, cruces y lápidas. La perspectiva del camino culmina con dos edificios monásticos y una fronda exuberante que ciega el paisaje exterior en una suerte de telón escenográfico. Cahun camina descalza. Su ropa liviana y su manera distante semejan una turista de paseo. Acaso como una divinidad, la correa es solo un puente entre una vida y otra. En todo caso el gato es quien la guía hacia el futuro; un viaje de una curiosidad  indetenible.

Años después de su muerte, un enorme desinterés se apropia de su visibilidad artística. Su desaparición podría decirse que comienza con el fin de la segunda guerra, como si todo el influjo de sus modos, su tratamiento artístico y su fortaleza espiritual ya no tuvieran sentido. La propia Claude Cahun había enfrentado al partido comunista de Francia en tanto buscaba diferenciar su lenguaje de cualquier realismo social. Cahun muere en 1953. Moore, su compañera total, en 1972. Descansan juntas en ese mismo  cementerio de la isla de Jersey, en el otro extremo de la bahía y el hotel Hotel St. Brelade’s, los sitios que las reunió viviendo y explorando la libertad de costumbres, al fin una moral, en una experiencia inédita, valiente y futura.

Oscar Carballo, Mar de la China, Febrero de 2022