ISSUE 31/ Diciembre 2022
César Aira
La escritura feliz;
la experiencia interminable
por Oscar Carballo
Las historias de Aira pueden ser leídas como argumentos bajo sucesos lógicos –y aún advertencias– antes que las consumadas fantasías de un escritor imaginativo. Se considera una suerte de surrealista: su narrativa apoyada sin malabarismos por su amigable inconsciente, mantiene la forma clásica y técnica que empujó aquel período histórico: es a él mismo a quien busca expulsar de la realidad primero.
Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2022
Lo creativo, y César Aira lo sostiene en su narrativa, no descansa únicamente en la fuente estética: la naturaleza literaria, el oficio de escritor, disfruta plenamente de un goce quizá imperfecto, pero cuya naturaleza dispar, hecha de poderoso oficio e inconformidad artística, establece el plano poroso que contiene aquello que narra: una larga meditación en las palabras; una cuidadosa elección de la forma, una necesidad de origen inclasificable. Esa urdimbre autobiográfica, –la red que finalmente crea el oficio literario: leer y escribir–, ya no busca recordar la vida como una biografía sorprendente. Tampoco reconocimiento. En esa libertad inquietante observa la necesidad de los jóvenes escritores en buscar aquellos mismos premios que el autor consagrado transitó alguna vez. Hoy mismo, dice Aira, tal circunstancia –la acumulación de premios y distinciones– no explicaría ninguna trayectoria. Ni la de él ni la de cualquiera que los haya acaparado. En todo caso la obra, pero fundamentalmente la vida del escritor y sus avatares más insospechados, son los que terminan por darle importancia a una serie de textos, que sin esa referencia, podrían volverse vulgares y acaso innecesarios. Los premios, muchas veces en metálico, son una buena posibilidad para sobrevivir. El dinero es fundamental, dice, pero ante la vida de un escritor, lo va a necesitar antes un joven, que un viejo. La ironía tiene una base cierta. La respalda un sistema orgánico de decisiones que se forman mediante los argumentos de la literatura.
Por momentos su personalidad frágil y asustadiza recuerda a Borges, un autor que para Aira, se separa cada día más del resto de la sociedad de escritores. De él acepta «las influencias sin angustias»: su escritura seguirá sorprendiendo con el paso del tiempo. Esta realidad literaria es un alerta sobre sus viejos enfrentamientos –especialmente con otros autores– colegas a los que detesta, pero con amabilidad. Ya no es necesario indicarlo a la sociedad. ¿Porqué debería ser él quién insista en una didáctica corrosiva sobre la escritura de la cofrade? No son enemigos ni adversarios. No debe considerarlos camaradas, tampoco. Aira prefiere pensar que al fin de cuentas es una necesidad de los autores en su conjunto haber buscado un camino con su obra y en tal sentido, falsamente exitosos o, disimulados amistosamente en sus fracasos, sólo debiera importarnos su existencia literaria como mera humanidad; buena o mala pero vidas literarias que aún podrían ser valiosas si dejáramos de indicarlas con soberbia y severidad.
Aira parece decir que un autor, (como si se tratara de un organismo con muchas y distintas patas funcionales independientes) va perdiendo con el tiempo alguna de sus capacidades; por ejemplo las ganas de desarrollar ideas, la inutilidad de forjar un final adecuado, la reducción elocuente en la extensión de los textos, la persecución de los premios y la fama, la rutina en busca de una aventura nueva. No obstante, ese poderoso campo de restricciones postula un límite más dificultoso. Aira no utiliza el ingenio como mecanismo. No es un ilusionista; es un escritor. No hay especulación en las formas de la imaginación salvo como memorias y tensiones sobre los recuerdos. La frontera es claramente el goce en la escritura, la capacidad para inventar argumentando. Aira lo hace sin profusión ni desbordes, en dosis diarias, tal como lo haría un biólogo en un laboratorio y aún como un guionista que detiene la escritura de la escena antes que culmine, para continuarla felizmente al siguiente día.
El particular edificio donde vive y obra la narrativa de Aira es una estructura sólida y transparente. Parece regular y lo es. Una serie de tabicados y columnas ordenan el futuro de las losas y ventanas que limpiamente se suceden sin interrupciones. El orden de tamaña simpleza comienza a distorsionarse al acercarse al remate. En esa deconstrucción, por así decir, al mirar hacia abajo o hacia adentro los pisos ya no parecen simples plataformas funcionales. Aquello que resistía en la noble práctica constructiva del buen hacer sorprende en un desarrollo enrevesado, una forma que conmueve sin admitir más que una edificio nuevo sobre aquel que construía. En esa trama no habría modo de distribuir nuevos pisos. No obstante sucede; la altura, aunque puede verse a simple vista, definitivamente es imaginaria. Las variaciones se han desarrollado sin que mediara ningún tipo de ampulosidad técnica. En esa economía, todo se ve pleno y honesto; armonioso. El material, aunque diverso se muestra espléndido: no hay combinaciones ni discursos extravagantes: al fin persiste en una composición seria y razonable. Todos estos argumentos permiten a un tiempo considerar la sutil elección de los detalles. Mínimos pero exactos. Lo superfluo ha sido quitado sin dolor ni otro inconveniente que la necesidad de mostrar una obra sin retórica alguna. Si alguna vez cierto cálculo obligó a trabajar bajo pretensiones, la piel sobre la carne, se ha mostrado finalmente respetuosa sin apelar a lo decorativo. No hay nada gratuito. Solo nos conmueven los modos elegidos que rechazan la vanidad del desarrollo como si alguien propusiera agregar un nuevo e inútil castigo al infierno del Dante: «cien páginas son suficientes para no abrumar al lector»
Si Wilcock, Gombrowicz, Saer o Lamborghini revelaron a su tiempo la prosa como un artefacto estético extraño, el worldbuilding de Aira puede ser considerado el más extraordinario verosímil ficcional que haya dado la literatura argentina en su conjunto. Este comentario no busca crear una trampa alrededor de sus textos, ni una mirada canónica sobre su obra: «Uno se pasa toda la vida esperando que pase algo extraordinario, –dice– pero la literatura es convertir esa nada en algo; es un recurso de aquellos que piensan que no les va a pasar nada importante en su vida»
Al momento, a sus 73 años, su escepticismo es elocuente. Pareciera además que nada lo sorprende. Lee poco –poesía, algún ensayo; biografías– pero en realidad Aira se refiere al mundo literario como una batalla de ambiciones. En esa realidad sobresalen las metas perdidas: una ciudad lejana de escritores y escrituras que observa con desdén. En esos barruntamientos y memorias acaso ya no vale la pena discutir con otros autores, salvo a modo de ligeros comentarios-recuerdos en sus libretas que prefiere ocultar. Pero hay otro instrumento –uno mas díscolo e invisible– que aún lo conmociona: la observación de la mera credulidad. Aira, en sus textos, pareciera retratar constantemente La extracción de la piedra de la locura. Tal como lo hiciera El Bosco en su obra, vale decir, reproduciendo la estafa de los sabios al intentar extirpar la necedad y la locura, Aira logra convertir todo suceso insignificante en una nueva realidad asombrosa; una nueva arquitectura donde fundar su escritura tan sencilla como febril.
Podría decirse que Aira, invierte los climas del gótico –una operación kafkiana–, evitando referir la noche –los altillos y desvanes, las puertas chirriantes, las telarañas– como un elemento extraño. Las cosas suceden e inquietan a plena luz del día, pero lo raro y excepcional es, por antonomasia, la operación literaria en sí misma.
El comienzo de la novela El santo es por momentos hilarante. En estos términos, para muchos lectores, Aira roza las consideraciones del Teatro del absurdo. La observación apela a ciertos aspectos del humor –innegables– y una propensión a desarrollar las tramas en eventuales disparates apelando incluso a la incoherencia. Si en Jean Cocteau la tensión de la obra se manifestaba como una alarma persistente, (un mecanismo que en La Voz Humana descansa en las intermitencias de un teléfono y una voz que discute sin descanso: «Es sólo que, compréndelo, hablamos y hablamos… (Llora) Escucha, amor mío. Yo no te he mentido nunca… Sí, lo sé, lo sé, te creo, estoy convencida… No, no es eso, es porque acabo de mentirte, aquí, por teléfono, hace un cuarto de hora que te estoy mintiendo… Sé que no puedo esperar nada, que mentir no sirve de nada y, además, no me gusta mentirte, no puedo, no quiero mentirte, ni siquiera por tu bien», Aira ubica sus personajes en un campo de discurso sumamente lento y razonado; una vorágine plena de argumentación. Independientemente de la hondura del abismo, Aira empuja la angustia de sus personajes para volverlos expectación en el lector. En su narración Lugones, Aira sitúa al escritor argentino en un recreo del Tigre, el mismo sitio donde se quitará la vida: «Una tarde a fines del verano pasado llegó a nuestra isla el más grande escritor argentino, Leopoldo Lugones, sin equipaje, de incógnito, y con un revólver en el bolsillo. Qué venía a hacer, no lo sabía el personal del recreo y en realidad no llegó a saberlo nunca nadie» Mas tarde lo plantará tomando un baño privado en una tina para hacernos examinar ciertos modos del escritor modernista para ocultar un patito de goma bajo el culo para que no emerja a la superficie. El espacio airano se vuelve entonces inexorablemente imprevisible, caótico como gusta señalar la crítica para encontrar alguna palabra que defina los acontecimientos que se narran, pero sin que hayamos encontrado el mecanismo para que tamaña situación haya aparecido entre nosotros.
Las historias de Aira pueden ser leídas como argumentos lógicos –y aún advertencias– antes que las consumadas fantasías de un escritor imaginativo. Se considera una suerte de surrealista: su narrativa, apoyada sin malabarismos ni condiciones por su amigable inconsciente, mantiene la forma clásica y técnica que empujó aquel período histórico: es a él mismo a quien busca expulsar de la realidad primero. Por eso en su narrativa, postula a Leopoldo Lugones discutiendo ingeniosamente gramática con un yacaré para luego enseñarle a escribir; hablar ya sabe y lo hace muy bien:
«¿Qué fue ese ruido a fritura? dijo Lugones (…) en un movimiento de atención. Un cigarro apagándose en el agua de una pecera, le dijo el yacaré, ¿por?»
La lectura curiosa que abreva en las narraciones de Aira, hechas de hadas y paradojas; de fantasmas a la luz del día y yacarés parlantes, descansa de todos modos en un artefacto literario perfecto: la atención. Aira oculta el mecanismo, ese y otros; –el ojo con el cual ve aquello que narra– en tanto asombrosamente los abre cuidadosamente en el lector para distribuir la curiosidad infinita de ambos.
Aira jamás se muestra ocioso con las palabras. Tamiza aquí y allá aquello que considera innecesario. En la dicotomía literaria convención-experimentación, Aira elige mostrarse distraído de esas categorías. La invención no trata de algo cuya finalidad es el asombro por el asombro mismo, sino lecturas personales desde la profundidad de la visión ingenua y cuidadosa de los niños. La tarea enfrenta la dificultad de establecer un equilibrio poderoso entre la inmadurez expresa de las infancias y las virtudes manifiestas en la escritura de un autor consagrado. Quizá allí se encuentre el poder de su narrativa, en ocultar los mecanismos o hacer invisible el método que en principio, revelarlo, sólo llevaría –como siempre– a la desilusión. La narrativa de Aira se asemeja a un océano infinito: las partículas apenas pueden diferenciarse unas de otras, pero sabemos perfectamente que son distintas.
La opacidad social de Aira es ejemplar y se agradece. Evita la exposición fácil de los programas de TV con la habilidad de un gato que sabe que cualquier movimiento en falso lo va a convertir en un perro de paja. Aira es en todo caso, quien llega con el fósforo para acabar con el discurso: los filósofos –Aira nunca deja de citarlos– son una suerte de extravagantes incorregibles; sus conjeturas nunca encuentran amparo salvo en nuevas inferencias que derrumban sospechas anteriores y en ese mecanismo –la charlatanería– podríamos estar perdiendo tiempo: la seriedad de las posiciones y los enfrentamientos en ciclos que la historia clasificó para el bien de las bibliotecas no dejan demasiado espacio para la felicidad. La hondura es muchísimo más simple y fundamentalmente silenciosa. En medio, Aira advierte que la búsqueda de la novedad artística corre siempre el serio riesgo de hundirse en un pantano irreversible: toda experiencia en el límite presta un señalamiento en la propia frontera de la experiencia y en esos términos, trata de una especulación: la obra inicialmente se muestra poderosa para caer como un castillo de naipes indefectiblemente mediante su reiteración técnica. No valdría la pena volver sobre esos pasos donde el asombro al fin, no fue otra cosa que la búsqueda del asombro por el asombro mismo. A tal efecto, tal como indicaba Juan José Saer, podríamos incluir a los autores del Oulipo francés, con Georges Perec a la cabeza. La imaginación no es tampoco un discurso técnico. Quizá como en Romeo y Julieta, donde Shakespeare consuma la fórmula del amor eterno mediante la muerte de sus jóvenes protagonistas, Aira señala a Lautréamont –no fue humano, dice– bajo dos vertientes: su culto inocente, –su fuerza que desembocará en el surrealismo y a pesar de él–, y la forma literaria que condensa en pocos años de vida en sus Cantos de Maldoror, una obra que cancela su experiencia literaria con su muerte prematura.
Aira funda la experiencia de la escritura con la lectura. Al fin se trata de la misma cosa: leer y escribir es una función articulada. Pero el oficio literario es arduo y le concierne tanto a lectores como escritores. En tal sentido siempre expone una cita de Stendhal: el placer denso y profundo de la escritura frente al placer poroso y superficial de la lectura. Mientras que la lectura propone un trabajo si se quiere ligero y que «corre en la superficie del papel, en la escritura, cada palabra y cada oración, dice, construye inexorablemente un placer vertical y profundo que va hacia uno mismo, un ir hacia ese fondo y sacar algo de ahí»
La timidez de Aira es su salvoconducto, o quizá su perfecta armadura. Sus vacilaciones no son otra cosa que una forma más de su poder de encantamiento: «el escritor escribe mucho y no puede sostener todo lo que escribió», dice. Y es cierto. La contradicción es una fuente inagotable en sí misma y en todo caso es una argumentación de la literatura.
Detrás de su voz, ligeramente entrecortada, basculan sus cuadernos manuscritos que con el fin de su escritura sólo admiten luego un destino ejemplar en la basura. Un derecho propio, desde luego: son sus cuadernos. La cocina del escritor está en todos lados, pero el texto deberá lidiar con los impresos. En una suerte de mecanismo de muñecas rusas, o aún dentro del modo usual que configura el boceto de artista, mientras la literatura es un soporte para opinar del mundo, Aira elige eliminar indolentemente el canvas original que lo sostuvo. ¿Para qué dejar una prueba más de sus hallazgos; sus paradojas y declinaciones? No valdría la pena develar aspectos autobiográficos.
En Seis cartas a las humanidades científicas, Bruno Latour revela una serie de notas al pie encontradas en unos manuscritos de Galileo: mientras calcula la sombra de los cráteres de la luna mediante complejas triangulaciones matemáticas, desarrolla el horóscopo de su mecenas. Esto, con el mismo grado de persistencia y dedicación.
Aira soporta los reproches: los museos reclamarían con gusto uno solo de sus manuscritos para que el público tomara contacto con el perfume del papel, el color de la tinta del bolígrafo y especialmente sus tachaduras eventuales y algún teléfono anotado en cualquier margen de la página; imaginar, tal como puede verse hoy en una libreta de Miguel Ángel o Leonardo da Vinci expuestas en la vitrina de un museo, su respiración artística.
Aira no relee. También evita la primera persona y el uso del tiempo presente. Los libros, dice, estuvieron desde siempre escritos en pasado. Paradójicamente los usuarios de celulares filman los goles en vivo, los momentos culmines del show de sus cantantes preferidos del mismo modo que lo hacen fotografiando los actos escolares de sus hijos: salteándose la experiencia directa, o al menos perturbándola anteponiendo el registro del video para un goce futuro. Se trata del mismo problema que Aira postula acerca de la lectura: el lector pasea rápidamente la vista sobre el papel, fundamentalmente para avanzar en la trama, esto es, sin haber profundizado demasiado en aquello que lo ha movilizado previamente. Aira descarta sus manuscritos pero sus textos ya son patrimonio universal. Habría que ir ahí las veces necesarias para sumar la experiencia de una vida detrás de una pila interminable de buenos textos, escritos, traducidos y leídos. En la década del sesenta, Jimi Hendrix –luego de un sólo hipnótico con su guitarra– sublima su instrumento sacrificándolo en un escenario. Tal cosa debería tomarse con naturalidad. No hay extravagancia en ese gesto. La experiencia no puede repetirse bajo ninguna forma. El instrumento, el escenario, las notas, y paradójicamente el público, ya no forman parte de este mundo, salvo como recuerdo e imaginación de todos.
Oscar Carballo, Mar de la China, Diciembre de 2022.