ISSUE 2/ Abril 2021

Fiódor Dostoievski

y la tradición decimonónica

el asesino moral

por Oscar Carballo

Raskolnikov es un animal furioso que acorralado por sus propios miedos ataca para comprender, para detener su desasosiego, para explicarse mediante preguntas sin respuesta No es otra que su conciencia atormentada quien habla a su oído derrumbando su razón en miedos irreconciliables con estupor. ¿Puede un avaro ser útil a la sociedad?

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2021

En 1983, el director y guionista de cine finlandés Aki Kaurismäki filma en apenas 93 minutos «Rikos ja rangaistus». Se trata de una adaptación libre de la compleja novela Crimen y Castigo de Fiodor Dostoievski, pero ambientada en la Helsinki contemporánea. La última escena consiste en un diálogo. El marco es la sala de comunicaciones de un penal. Divididos por una valla metálica, Eva visita a Rahikainen, un ex estudiante de derecho sentenciado a prisión por el crimen de un hombre. 

¿Por qué viniste? 

Para decirte que te voy a esperar. 

¿Ocho años? ¿Me vas a esperar ocho años? Te voy a decir algo. El hombre que maté no es importante. Maté un piojo y yo mismo me convertí en uno. Y el número de piojos se ha mantenido constante a menos que lo haya sido desde el principio. Quería matar un principio, no a un hombre. Matar a un hombre puede haber sido un error, pero ahora todos están satisfechos. Incluso yo, y el aislamiento no es nada para mí. ¿Sabes porque? Porque siempre he estado solo. ¿Sabes lo que eso significa? Todos tenemos que morir algún día. Y entonces no habrá cielo, solo algo más. 

¿Que cosa más? 

Arañas. Quien sabe. ¿Cómo puedo saberlo? 

Tanto en el arte como en el diseño las decisiones formales dominan y estructuran el concepto. En literatura la forma es una determinación anterior a la escritura. En su Teoría de la prosa, el historiador ruso Boris Eichelbaum señala que el cuento proviene de la anécdota; la novela, en cambio, de la historia, del relato de viajes, de las costumbres.Por tanto es una forma sincrética sin importar si su desarrollo colecciona cuentos o tradiciones. A tal fin, su construcción es una técnica de montaje: necesita articuladores, diversidad de episodios, intrigas y un epílogo, que según Eichelbaum, es una falsa conclusión pero necesaria: una suerte de balance que establece una perspectiva nueva. 

En literatura, el narrador construye la historia alimentándola de contingencias en un espacio concreto, aún sin precisarlo. Así la palabra se subordina a la estructura porque es estratégica. El tiempo narrativo domina los episodios y las causas mediante la tensión entre los personajes y sus razones, y a eso lo llamamos argumento. Cuando el texto se desprende del autor y se convierte en libro, los tiempos literarios se independizan sorprendentemente para volverse en el lector su propio espacio presente; su continuidad. El texto, con independencia de su forma, se sostiene siempre por el interés de lo literario, lo literario se construye alrededor de la palabra y la historia se resuelve por la pesquisa del argumento. En tal caso, —la forma—, es una discusión de planeamiento y en tanto, depende de la posición y la táctica del autor. Luego, la escritura remonta en una suerte de libertad que las disciplinas de diseño no puede permitirse por tantas razones que al fin son el núcleo de su especialidad: el modo de producción, la inversión económica y los escenarios construidos, pero también la tensión del tiempo narrativo, los personajes y los interpretes. En definitiva invariables a propósito de su técnica y su lenguaje. 

Roland Barthes[1] ha argumentado siempre que un texto no muere en el autor. Es una estructura viva donde cada lector postula un diálogo propio y personal entre la escritura y su lectura. Desde luego no trata de una relación en tanto intérprete o pesquisa de un texto único que deba ser ejecutado, sino como parte de una estructura indisoluble y orgánica a tal fin: el texto en tanto texto. Siendo que una —la escritura— produce la otra —la lectura—, no se trata sino de una retroalimentación perpetua. Por lo tanto la lectura es un concepto: el lector no completa nada, ni resuelve una posición, ni ofrece al autor una opinión válida: la lectura es ante todo una versión alternativa en tanto autor y en tanto texto que lee otro. Así nunca habrá dos lecturas idénticas, del mismo modo que no hay dos lectores idénticos. Esa libertad es la cuestión del arte en si mismo. Una libertad compartida entre el autor y el lector cuya apropiación intencionada produce riqueza toda vez que se ejerce el derecho del pensamiento crítico por sobre la obra. Quizás el error más apreciable sea pensar en una suerte de complicidad entre lector y escritura. La lectura produce por sí misma sentido sin que medie intencionalidad del autor, quien no espera de esa lectura una dirección preestablecida. De hecho aunque leemos en acuerdo a una subjetividad —una realidad personal—, al regresar a un texto volvemos a leerlo de forma diversa. Incluso un texto propio. Vale decir que no hay texto cerrado ni terminado por la razón de que  la palabra dispara nuevos abordajes y discursos cada vez. 

Texto y lector no son dos piezas de un engranaje sino una potencia en tanto motor de una enorme e impredecible complejidad. La narrativa decimononica estableció en su momento una posición muy clara al respecto de esa relación. Bajo el realismo como expectación, la herramienta indeclinable fue la narración en una tercera persona omnisciente para buscar por todos los medios ofrecer una opinión curiosa y profunda que pueda reflejar el juicio sin resquebrajamientos. Salvo en ocasiones, ese orador siempre fue neutral, básicamente porque su trabajo consistió en ofrecer una suerte de didáctica aplicada, un universo de explicaciones de tal modo que los lectores pudieran anticipar los sucesos de la mano y la confianza del narrador en una formula indisoluble. El lenguaje escrito, ensaya Eichelbaum, a diferencia de la tradición oral, «se dirige al lector y no al oyente […] se construyen a partir de los signos escritos y no a la voz» En Crimen y castigo Dostoievski presenta un problema cuyos límites son sociales. Rodión Raskolnikov es un estudiante lúcido e inquieto pero no puede costearse los estudios. Desconsidera la ayuda familiar  al vislumbrar una inequidad mayor. Sin dinero se plantea una solución ideal para resolver la contingencia. Vive en tanto en San Petersburgo, una ciudad que bajo el Imperio luce  empobrecida y desigual. Febril, Raskolnikov da vueltas en su departamento. No puede dejar de pensar en el destino de la humanidad bajo el pronunciamiento de sus héroes tallados a fuerza de voluntad, pero también de temeridad y coraje. Su verdad es presentada al lector como exaltación, sin objetividad alguna. Dostoievski, como todo autor del siglo XIX que narra desde su propia contemporaneidad, contempla acongojado el corazón de la sociedad burguesa plagada de afanes cuya moneda de cambio circula entre el sexo, la riqueza y el poder. Técnicamente, escuchamos los argumentos y los pesares de Raskolnikov —y de todos los personajes en conjunto— porque el narrador conoce todos los vericuetos y contornos mentales, sus desdichas y sus indecisiones. En medio de una larga diatriba Raskolnikov decide resolver el conflicto acercándose a una usurera, la anciana Aliona Ivánovna; después de todo, piensa, su función es social. La prestamista pertenece a ese margen inhóspito donde la vida no enfrenta otra cosa que la necesidad mediante la crueldad. En esa tensión su desamparo se cristaliza en una curiosidad:  todavía puede y debe defender su futuro; uno que ya tiene ganado por derecho, derecho que se argumenta en una condición ética: la sociedad se desarrolla entre individuos superiores e inferiores. Ese convencimiento es moral. Luego enciende esta pregunta: ¿Puede un avaro ser útil a la sociedad? 

Dostoievski narra en paralelo el contexto del Imperio ruso y sus miserias contingentes. Para la época, la representación del paisaje no fue otra que la descripción de ese cotidiano caracterizado. Vale decir que la moral de los sujetos —los puntos de vista en tanto personas narrativas— y el apego a las costumbres consideran posiciones comunes y tan definitivas como el discurso contemporáneo de sus escritores. En tanto, una pata fundamental articula tamaña construcción: la confianza en las ciencias para progresar en la vida social. En ese marco los personajes avanzan en su propia cercanía y la voz de Raskolnikov consigue aturdir la conciencia del lector quién no puede interpelar sino con su propia conciencia ese sufrimiento. No hay una jurisprudencia que indague al respecto del dolor pero Raskolnikov contesta sin piedad matando a la anciana. Cada individuo tiene una imagen propia de Dios, única y distinta cada vez. Una suerte de dimensión. Se presenta bajo el arbitrio de una justicia condenada al parteaguas del bien y el mal, escrita en una serie de mandamientos comunes cuyos límites, lo humano permanentemente desconoce. Los mandamientos, indistinguibles, son la moral escrita por los hombres la cual conocen perfectamente aunque se hagan los distraídos. Luego del crimen, Raskolnikov huye con el dinero pero atormentado sólo decide esconderlo. Rápidamente el mundo se convierte en un guijarro pequeño. Delira. La justicia lo interpela y declara en tal estado de desvarío que durante dos o tres indagatorias casi logran arrebatarle la confesión. 

La novela se empecina en una trama diversa y compleja aventurándose sin descanso en el ensayo moral. Personajes que deambulan entre la traición y la abnegación, entre el crimen y el castigo en un universo de cuestionamientos sin fin. ¿Acaso se trata de una forma de redención? ¿Se puede prescindir de la moral en favor de un porvenir que justifique sus actos? El propio Dostoievski conoce la prisión en 1846 cuando acusado de conspirar contra el Zar, es recluido durante una década junto a presos comunes. Raskolnikov sufre el tormento de su crimen jugando una batalla particular con el remordimiento al que cree vencer mas de una vez. Mientras tanto, hace todo lo posible para ser descubierto. La emergencia de Sonia —el amor irreductible— en la vida de Raskolnikov, una joven honrada martirizada en su abnegación, ofrece la interlocución precisa para la confesión final. Raskolnikov cae preso y cumple su pena en Siberia. Los sueños del pasado se vuelven delirios ejemplares y antagónicos. Raskolnikov es un animal furioso que acorralado por sus propios miedos ataca para comprender, para detener su desasosiego, para explicarse mediante preguntas sin respuesta No es otra que su conciencia atormentada quien habla a su oído derrumbando su razón en miedos irreconciliables con su estupor. No obstante, ocho años de trabajos forzados cumplirán con el cometido del arrepentimiento. Los sueños de Raskolnikov son también los sueños existenciales de Dostoievski y de la humanidad toda. La didáctica decimonónica de Dostoievski incluirá en el final un epílogo bajo la forma de una redención ejemplar, una que pueda vencer la forma inaceptable de una pesadilla moral que ajusta su medida alrededor de la vida misma. La realidad se alimenta de sueños también y la influencia de la literatura es definitiva. La soledad del libro ofrecerá al lector una condición confesional, una manifestación que quizás lo obligue inevitablemente a hablar también de si mismo. 

Oscar Carballo, Buenos Aires, Abril 2021 


[1] Semiólogo y escritor francés