ISSUE 32/ Enero 2023
George Orwell
Mecánica de la historia futura:
la utopía como una forma del mal
por Oscar Carballo
El espectador desconoce que lo real, —lo que llamamos realidad— no es algo necesariamente sólido ya que no hay una verdad objetiva para abordarla. La subjetividad, la experiencia y el punto de vista producen un desencuentro, un fuera de foco que hace casi imposible coordinar una perspectiva única.
Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2023
George Orwell tenía una posición muy decidida acerca de los totalitarismos en tanto creía en la verdad objetiva. Muchas veces aclaró que sus novelas no apuntaban a demonizar al régimen estalinista como el germen del mal, sino que su juicio, eminentemente critico, alertaba sobre las dictaduras en general en tanto manipulaban la historia, sesgaban la educación y controlaban la economía. Lo inquietaba, al fin, la posibilidad de un estado dominante capaz de tomar decisiones comunes aunque evaluara realidades opuestas. Su gran aliado, la información pública debía simplemente controlar la opinión tergiversando los sucesos a su antojo. Bajo este panorama, Orwell advirtió una posibilidad horrorífica: reescribir la historia para manipular la verdad.
La novela Rebelión en la granja –una fábula ingeniosa–, se publicó en agosto de 1945. Se trata de una alegoría que ensaya sobre la dimensión de la vigilancia y la propaganda en las sociedades futuras. Su argumento es sencillo: hartos de la realidad productiva impuesta a rajatabla por los humanos, los animales de una granja crean una forma de gobierno bajo un estatuto nuevo, –una cantidad de reglas sorprendentes: «todo aquello que camina en dos pies es enemigo; ningún animal dormirá en una cama, ni usará ropa; etc.»– y despiden sin más al granjero. Todo funciona de maravillas hasta que aparecen los primeros desacuerdos; especialmente en la forma de administrar la comunidad. Realizan enmiendas sutiles; veladas: ya no se habla de prohibiciones sino que se penaliza el exceso. Con el paso del tiempo, la dirección de la granja –al fin un cuerpo de elite– se constituye en una brutal dictadura de cerdos adoptando incluso aquellos modos humanos que consideraban defectuosos al momento de la rebelión.
Mediante un prólogo que no fue incluido en su edición original, Orwell hace algunas advertencias. La primera es de orden político:
«El servilismo con el que la mayor parte de la intelligentsia británica se ha tragado y repetido los tópicos de la propaganda rusa desde 1941 sería sorprendente, si no fuera porque el hecho no es nuevo y ha ocurrido ya en otras ocasiones. Publicación tras publicación, sin controversia alguna, se han ido aceptando y divulgando los puntos de vista soviéticos con un desprecio absoluto hacia la verdad histórica y hacia la seriedad intelectual»
Luego aborda la mendacidad del periodismo –y especialmente la del editor– quienes encuentran en la ficción demasiada similitud con la realidad que evoca. De inmediato expresan temor a una denuncia de impensadas derivas. Para todos, Orwell acusa solapadamente al régimen estalinista señalando las pujas de poder viciadas en el desarrollo de la revolución rusa.
Pero Orwell, en el mismo prólogo, cita un plano aún más profundo: la autocensura. «El hecho más lamentable en relación con la censura literaria en nuestro país ha sido principalmente de carácter voluntario. Las ideas impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas y los hechos desagradables ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial»
En la novela 1984, –quizás su texto más famoso– Orwell describe la lealtad partidaria como la supresión de los derechos; y su deslealtad, una traición penada con castigos humillantes cuando no, con la muerte. En ese estado de situación, los funcionarios y consejeros se dedican a hambrear a las clases proletarias en tanto que les ofrecen diversiones pueriles para impedir rebeliones y eventuales reclamos. En la novela, un tal Big Brother –una presencia adecuadamente sin forma– controla mediante una vigilancia total hecha de temor y respeto la intimidad de toda la sociedad. En un afiche de la época puede leerse: «Big Brother te está observando» pero el rostro que acompaña la gráfica evoca inequívocamente los rasgos de Hitler.
Puede decirse que en la actualidad el ojo global capaz de discernir y desear por nosotros no es otro que Google, una empresa tecnológica especializada en motores de búsqueda. Su plataforma pretendidamente feliz y protectora procesa cientos de millones de peticiones diarias en internet creando una red de vigilancia infinita capaz de asistir y controlar la vida social y privada de los individuos en una suerte de necesidad sin fin. Otro Gran Hermano: como puede verse, los totalitarismos pueden florecer detrás de emprendimientos esperanzadores y ricos de futuro. Algunos gobiernos han limitado el acceso social a estos servicios impidiendo directamente el uso de algunas plataformas. La razón de ese control puede observarse de distintas formas: o por ver amenazado el libre pensamiento, o bien por inmiscuirse en los asuntos privados del estado; un totalitarismo sobre otro. En la novela 1984 puede verse al fin la amenaza del poder represivo manifestado como una Policía del Pensamiento. Como dato curioso, George Orwell, quizás empapado de su época, no definía los aspectos de la libertad tal como podríamos pensarlos en la actualidad. Sus distopías eran también homofóbicas y renuentes a aceptar una política de género abierta e inclusiva.
En el mundo audiovisual, el futuro puede tratarse como una ficción científica o como suele llamarse en el mercado: sic-fi o ciencia-ficción. Sus componentes formales y su discurso técnico responden a una lógica cerrada, en ocasiones autocomplaciente y estructurada fuertemente bajo las condiciones que el mismo género impone, es decir, mediante reglas. Por tanto, el diseño de «un objeto futuro» también queda tácitamente sujeto a las leyes propias del género. Así, los argumentos de la cultura y de la técnica en tanto motores de la invención quedan relegados a un puñado de instrucciones cuyo artificio es funcional de la anécdota científica y no de la coyuntura del futuro mismo. Dicho de otro modo, las categorías de género en el arte –y en el mundo audiovisual lógicamente– no son otra cosa que estándares cuya porosidad permite largas licencias y decisiones.
Hay una cuestión central en diseño que se articula en la tensión entre la repetición y la reinterpretación; al fin instrumentos de la invención. Como variables técnicas, ninguna es ajena a la otra; como discusión cultural, resultan vitales. Se trata de diseñar lo desconocido y rediseñar lo existente. O si se quiere, investigar el pasado, interpretar el presente, discutir el futuro. Aunque todos estos planos de trabajo permiten destacar las estrategias de un diseñador de producción, tanto el pasado como el presente se basan en saberes mas o menos concretos. El futuro, –un universo precioso por lo incomprobable– nos obliga a una mirada cuyo horizonte es materia de la especulación. Ya no se trata de desandar la historia y el tiempo desmenuzando las razones a través de una ciencia arqueológica o desde una perspectiva empírica. Siendo la especulación una forma de la filosofía, avanzamos decididamente mediante la observación crítica.
Una de las grandes dificultades del género ciencia ficción es su envejecimiento. Podría decirse que en acuerdo a establecer formas y tecnologías, el futuro científico pocas veces se anticipa con verosimilitud. En ocasiones, el resultado formal –¿meramente artístico?– queda debilitado bajo una apariencia que apenas puede ser valorada como una serie de lugares comunes claramente alejados de la indagación científica y perfectamente reconocibles en el universo confortable de lo ya establecido como futuro. Los ilustradores, en tanto artistas sostienen invenciones cuyo programa incompleto se rompe críticamente en la coyuntura propia del diseño.
La brecha más importante para definir los modos de trabajo en las producciones audiovisuales se encuentra en la formación misma de los estudiantes. ¿Puede ser una consideración válida especular el futuro desde la mera voluntad de las estéticas? Y una pregunta más: siendo el arte la posibilidad de una contracorriente, un hecho singular en la historia a pesar de su técnica imperfecta, novedosa y lejana a cualquier perfección artesanal: ¿puede llamarse así –arte– a la voluntad caprichosamente estética detrás de un producto de diseño visual?
Aunque puede defender su coherencia –su verosimilitud– mediante la fuerza de una lógica interna propia, la ciencia ficción acuerda principalmente con un mercado antes que con una estética; pacta finalmente con el espectador. Ese es su propio espacio de fe aún cuando propone entretener mediante una visión cuya fantasía, básicamente improbable, no termina por verse verosímil. El futuro, generalmente observado desde una conjetura científica es una compleja paradoja de difícil resolución, incluso pudiéndose probar con el tiempo algún acierto. ¿Pero puede tratarse el futuro como realidad cuando no podríamos hacerlo tampoco con el pasado; dos conjeturas?
Para el espectador realidad y ficción tienden a escindirse en dos campos absolutamente distintos. En primer lugar desconoce que lo real, –lo que llamamos realidad– no es algo necesariamente sólido ya que no hay una verdad objetiva para abordarla. La subjetividad, la experiencia y el punto de vista producen un desencuentro, un fuera de foco que hace casi imposible coordinar una perspectiva única. En todo caso, el mundo audiovisual influye en la vida. Los sueños son materia del cine pero el cine a su vez influye sobre los sueños en una suerte de retroalimentación asombrosa. Los medios audiovisuales deberían coincidir en evitar la imagen mecanizada para despegarla o desfigurarla de un realismo científico acaso ingenuo y tolerante; un mecanismo que se basa en una prefiguración de mercado. ¿Hasta cuándo vamos a soñar con los mismos monstruos, los mismos héroes musculosos, las mismas ciudades sin otra técnica que la fantasía estética?
La curiosidad que anida en las ficciones utópicas y distópicas, –dos conceptos antagónicos–, es que ambas pueden resolverse bajo un mismo plano de conjetura. Siendo la utopía la muestra sensible de un mundo perfecto –una sociedad que entiende el bien común desde un mismo punto de vista–, su paradoja consiste en la anulación de los disensos. Uniformar el pensamiento considera nivelar la conciencia en un grado de automatización horrorífica: toda decisión postula un voto de obediencia. Dicho de otro modo, las utopías no son otra cosa que formas distópicas cuya base negativa es la crisis misma del pensamiento humano en sociedad.
En las distopías, la sedimentación de lo negativo acude bajo las fuentes del universo social y político en donde las ciencias, en todo caso, son una parte de su desarrollo, y no las condiciones y la historia misma. Lo político precede a la historia tecnológica y no al revés. Esa honestidad cumple con la herramienta principal del diseño, que es el propósito. No habrá futuro más verosímil que aquel que establece como antecedente un discurso político y social capaz de refrendar una sociedad a su medida y a sus posibilidades concretas.
Si pudiéramos ver simultáneamente el presente y el futuro, el futuro se convertiría en una suerte de abanico de opciones donde poder establecer un camino por sobre el resto. Tal experiencia podríamos llamarla simulación. Al observar el futuro virtualmente estaríamos en condiciones de discernir lo bueno de lo malo, lo feliz de lo angustiante, la tragedia de la buenaventura. Podríamos decidir a partir de la experiencia de aquella simulación, una realidad mejor, al menos una menos trágica. A eso podría llamarse una experiencia infinita, siendo entonces la realidad la mera observación de posibilidades y evaluaciones de ese futuro de incontables variables. En tanto, si estuviéramos dispuestos a pensar caminos alternativos y acaso secretos, y si nos diéramos ánimo para sugerirlos a nuestra consciencia inquieta, las vivencias de tales escenarios se convertirían en profundas puestas en escena cuya arquitectura analítica nos dejaría perplejos y probablemente desanimados a continuar. ¿Acaso deberíamos postular la abstracción como pensamiento y razón, una teleología fundamental que imponga un orden final?
Quizá las utopías interesen como un foco incandescente, pero su sol es una meta ingenua que solo nos llena de un optimismo eventual. Podríamos entrever que la audacia de los caminos imposibles podrían discutir alternativas más interesantes aún con las pérdidas que estuviéramos dispuestos a aceptar. La perspectiva utópica del bienestar perfecto no es otra cosa que una distopía trágica repleta de malas noticias.
¿Cómo conseguir entonces poner de acuerdo a la humanidad? ¿Acaso la uniformidad no sería un mal que destrozaría inevitablemente las opiniones y las elecciones? Quién podría arrogarse el derecho de imaginar el bien común a partir de una vestimenta o un alimento? Acaso los cuerpos y su sexualidad podrían participar sin desánimo de una misma normalidad? El colapso existencial debería su fuente de razón a una configuración nueva, un humano no humano, sin contradicciones ni crisis, sin criterios analíticos, sin renuncias ni tentaciones.
Finalmente, ¿Qué moral y qué costumbres podrían defenderse en pos de una voz única y acaso razonable? Cuál Dios reinaría entre nosotros, el Dios indiferente que sólo observa los hechos sin intervenir? ¿El de las Ciencias; el de las Artes? ¿Acaso el Dios de la predestinación mediando el bien y el mal para fundirlos en una misma voluntad no humana? ¿Quién reinaría entonces en las ciudades homogéneas? ¿Quién enterraría sus muertos? ¿Quién administraría los bienes públicos? ¿Quién moriría primero?
Oscar Carballo, [Mar de La China], Enero de 2023.