ISSUE 39/ Agosto 2023
Hayao Miyazaki
Mono no aware:
Tránsito y finitud de la belleza
por Oscar Carballo
Miyazaki parece pintar sus proyectos como estampas del siglo XVIII: se vuelve grabador, colorista e impresor a un mismo tiempo. Es por eso que se fastidia; acaso se conmueve frente al detalle transitorio de los gestos, las conductas circunstanciales y los movimientos corporales en cambio perpetuo. La impermanencia empuja al fin la transitoriedad de sus dibujos: al volverse película, nada jamás podrá corregirse; tampoco morir.
Ilustración: Hayao Miyazaki [宮崎 駿] – El Viaje de Chihiro, (千と千尋の神隠し Sen to Chihiro no kamikakushi), 2001) + [Inteligencia Artificial & Oscar Carballo, 2023]
«Las cosas más importantes en la vida, –dice Hayao Miyazaki– son molestas; si desaparecieran querrías recuperarlas; te hace pensar que no puedes desperdiciar la vida».
Cuando Miyazaki dibuja, también fuma, piensa, borra y corrige obsesivamente. En una animación, el guión visual –de eso se trata–, es la madre de todo proyecto. El lápiz viaja subrepticiamente sobre el papel deteniéndose aquí y allá en algún trazo definitivo. En ocasiones la linea se vuelve invisible y probablemente lo sea. Al levantar la mano no hay trazo alguno, aunque no se trata sólo de una metáfora. El grafito se desprende del lápiz y se vuelve materia en tránsito. Ésa es la técnica. El artista extiende grafito sin tocar el papel: el aire entre el trazo y la lámina es el medio que permite respirar al dibujo para que no se empaste. Miyazaki constantemente descarta. Lo que corrige –del latín correctus: sin errores– no es una línea sino la observación completa de un planteo. Los papeles, de tal modo, viajan de su mano a un bote de basura donde se acumulan cientos de versiones inservibles: jamás vuelve sobre esos deshechos.
No es novedad que los artistas japoneses, y Miyazaki en particular, hayan abrevado en la cultura europea. Durante el siglo XVI, una nave comercial portuguesa se desvía hasta las islas y descubren para Europa un mundo particularmente extraño: distinta la escritura, la alimentación, la arquitectura, el mobiliario. Distinta su perspectiva y el concepto de naturaleza. No obstante, tales cuestiones tratan apenas de la peripheria de una cultura. Para Japón, un espacio –Ma– no es una dimensión física, sino espiritual; de allí podría entenderse el fracaso de las misiones españolas buscando una domesticación cristiana. El mundo espiritual japonés establece la existencia como una realidad transitoria, una expectación que considera el tiempo como un ciclo capaz de otorgarle a las cosas un cambio perpetuo. Plena de condiciones, la vida de tales cosas no registra otra realidad que un breve estadio en el tiempo de gran intensidad y belleza: un tránsito efímero.
Ya en el siglo XVII, la llegada de la delegación japonesa a la Exposición Universal de París de 1867, –el mismo evento que erige en 1889 la torre del ingeniero Gustave Eiffel como una obra provisoria–, impulsa un vínculo apasionado e inmediato: El japonismo, una curiosidad acaso inesperada, aún cuando el intercambio cultural con Europa mostraba un tráfico permeable mediante una cantidad de objetos exóticos –fundamentalmente porcelanas, abanicos y biombos pintados– artículos que la aristocracia local consideraba dentro del extravagante pensamiento modernista.
El complejo sistema de adopciones y contaminaciones va a despertar el interés de la sociedad artística europea. La elite burguesa que ya curioseaba con interés los oleos de viaje de sus propios artistas por Oriente –los oleos de Gericault, por ejemplo–, se detiene en la obra misma de los orientales: escritores, pintores impresionistas, cartelistas y arquitectos incorporan temas, técnicas y conceptos llamando la atención el breve Haiku, el teatro erótico y el Ukiyo-e, el grabado japonés del siglo XVII y cuya técnica alude misteriosamente a lo «efímero, fugaz o transitorio».
Las estampas, fuertemente coloridas y asimétricas, se muestran poderosamente sensuales. De inmediato, la perspectiva oriental, las impresiones de Hokusai e Hiroshige, –y los Souvenirs of Travels de Hasui Kawase–, relevan de algún modo el tráfico de viñetas que Europa supo ofrecer a sus ricos turistas regionales mediante el Rococó de Canaletto –las Vedutas– y el neoclasicismo arqueológico de los grabados de Piranesi. En tanto el siglo XIX impulsa el modernismo hacia la sensualidad, los artistas –como Gustave Klimt– pintan y se expresan como los orientales buscando sus recursos, técnicas, temas, materia, sensualidad. La curiosidad comercial y exótica llega entonces a la teoría del diseño.
El europeo observa con fascinación que oriente incorpora a la arquitectura el paisaje natural que el barroco había negado mediante escenografías. El cerezo en su espacio natural –el bosque– habitará por siempre la casa en un mismo paisaje. No hay ventana alguna sino un portal que desaparece al plegarse y disolverse en una pared contigua. Tal conexión –interior-exterior– establece la casa como una continuidad natural del jardín: un espacio común sagrado. Esta revelación se volverá central para el diseño moderno, aún poniendo en crisis el resultado debido a las cuestiones del clima y los materiales occidentales. Pronto, el arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright, –también un apasionado coleccionista de arte japonés– será quien incorpore desde principios del siglo XX todos los recursos posibles de la cultura nipona en sus diseños. También recibe un encargo a espejo de ese interés: proyecta y construye en piedra volcánica el Gran Hotel Imperial de Tokio, –obra demolida en 1968–, pero que paradójicamente soporta los embates del Gran Terremoto del año 1923.
El proceso del animé, tal como puede observarse hoy día durante las jornadas del Studio Ghibli, recuerda la compleja técnica del Ukiyo-e: una estrecha colaboración entre diseñador, grabador e impresor. Un sutil camino crítico que no podría alterarse dada la responsabilidad en cada una de las etapas de trabajo. Los bocetos del Ukiyo-e, –al fin dibujos y acuarelas únicas y efímeras–, se destruyen en el proceso: primero como base inicial del grabado en madera, y luego en la sucesión de planchas necesarias para el coloreado final. En tal sentido, la sociedad artística y comercial japonesa se ha preguntado oportunamente: ¿Quién es el autor de tales obras? ¿Quién impulsa y dirige el proceso creativo? ¿El dibujante, el grabador o el impresor? El Japón del siglo XVII sugiere que «la creatividad» es una disciplina más importante que el proceso artesanal para conseguir la obra. Algo de esto puede explicarse al respecto del animé –y el cine todo– como disciplina y técnica de diseño: es el director, –eventualmente autor del guión–, quién guía el proceso de trabajo bajo una dirección única e indiscutible; no obstante se trata de un producto orgánico mediante la suma de departamentos y directores asociados a tal fin.
Todas las historias pueden resumirse en unas pocas: la historia de la vida y de la muerte es una de ellas. La técnica que diferencia el episodio social cotidiano de aquella experiencia artística y existencial que llamamos ficción, es el control sobre la realidad personal. La ficción es una suerte de ritual; una experiencia continua sobre la realidad común de los individuos. La industria la produce llenando los intersticios de lo desconocido con arquetipos y ocasionalmente formas y símbolos potencialmente ausentes. En este sentido, observar la destreza de un semejante en la tierra postula una serie de aprendizajes alrededor del tiempo, vale decir en torno al dolor y los sueños y sin dudas, una observación curiosa de la vida mediante el progreso hacia la muerte; ese espacio desconocido que se llena una y otra vez de expectación sin que podamos evitarlo.
Aún cuando a historias se refiere, la industria pone de relieve la vida heroica, –quién o quienes ganarán una batalla–, pero se trata apenas de dos opciones dentro de la compleja condición humana. Si Miyazaki prescinde de inmediato de tales arquetipos es porque abreva en la condición humana antes que en su concepto comercial: el escritor y guionista Raymond Chandler decía que en todo caso, un personaje de ficción no podría ser sino el desarrollo temporal de todas aquellas personas que lo habrían formado, incluidos los aspectos despreciables.
Miyazaki es sensual: abreva secreta y dualmente en las mieles del folclore vernáculo del Japón –su origen concreto– del mismo modo que lo hace indagando y retroalimentándose en el folclore europeo del siglo XVIII: el modernismo exótico, las pasiones espirituales y la locura del individuo aislado en su inconformidad. Ese influjo, –el romanticismo– va a alimentar al siglo XX de apasionada locura y de sangre: los nacionalismos empujados por las tradiciones y el pasado honorable de los pueblos. La modernización del Japón enfrenta acaso una consideración lógica: su occidentalización es la búsqueda desesperada de un progreso urgente que le permita igualarse a las potencias europeas y abandonar el imperio feudal que aún subsiste en la sociedad japonesa. Los modos de producción, la militarización y hasta los modos de relacionamiento institucional convierten a Japón en una potencia temible atacando incluso a China en busca de un expansionismo desquiciado. Miyazaki, quien nace en 1941 durante el cenit nacionalista japonés, –es decir durante los bombardeos de la armada nipona a la base norteamericana de Pearl Harbor–, se aparta de aquel pasado «estúpidamente trágico» de la guerra, precisamente hablando de ella en sus películas.
Miyazaki maneja a la perfección la diferencia entre marco y contexto, una variable que establece al segundo como el pormenor histórico al momento de los hechos, y al primero, la ficción a propósito de aquello que narra arbitrariamente: la historia. Como puede verse, todo contexto es una excusa; la gracia artística radica profundamente en la elección del marco y Miyazaki lo hace de maravillas. En el film El viento se levanta, Miyazaki articula su historia mediante dos sucesos, el ingreso de Japón a la guerra mundial –«la guerra no fue una decisión de la gente», dice– y los avatares inhumanos del Gran terremoto de Kanto de 1923: ambos hechos forman el contexto del film. El Marco, en tanto, será apenas un viaje en ferrocarril; la historia, queda sujeta al encuentro azaroso entre dos jóvenes en un vagón de tren durante el sismo.
Miyazaki dibuja con precisión rostros y gestos corporales. La escena del Gran Terremoto de Kanto busca el límite mismo de la desesperación humana medida en contingentes que corren confusamente en busca de sus seres queridos. En tanto, entre esas muchedumbres detalladas, abre la historia de amor de su argumento: Jiro, un joven diseñador asiste a Nahoko, una joven enferma que apenas puede caminar entre el desastre ferroviario. Jiro, luego de ponerla a salvo, regresa a sus ocupaciones sin precaverse de anotar su nombre. La joven, en cambio, lo buscará años después para agradecerle e iniciar un amor de enorme belleza: no podrán evitar la muerte, pero sí acompañarse en sus sueños.
La insignificante historia de costumbres –aquella que se repite de generación en generación– se vuelve relevante a lo largo de una vida de recuerdos lejanos e implicancias personales. La historia de Jiro –aún cuando se trata del creador del temible caza Zero– postula la extraordinaria potencia de trabajo de un diseñador japonés de entreguerras, al fin, un guerrero pasivo del mismo modo que lo fue su padre trabajando para la industria armamentista de la segunda guerra mundial. La enfermedad de Nahoko –el amor de Jiro– condiciona la épica de tal esfuerzo: la voluntad de luchar hasta el fin reemplaza la condición trágica y sangrienta de los héroes populares japoneses, incluida la elite más importante que dominó el Japón durante siglos: la vida de los samurais.
El bosque nipón del film Mi vecino Totoro –el cuarto largometraje animado de Miyazaki– es una postal de costumbres; en ese marco, –el bosque rural– dos niñas y un padre se mudan a una casa que habrá que poner en condiciones para habitarla; en tanto, esperan por la recuperación hospitalaria de una mujer, la madre de las niñas. Las cercanías muestran el paisaje de la cosecha y el campesinado al sol, pero también el trazado del ferrocarril, la conexión cierta con la vida urbana y la vida de insectos y especies inquietas que habitan el bosque profundo nipón. Miyazaki no necesita ningún mecanismo oculto para presentarnos un mundo de fantasía: todo sucede a la vista de todos: los seres que habitan la casa abandonada son presencias espirituales que el Sintoísmo –la religión y práctica más importante del Japón junto al Budismo– señala necesarios para la existencia misma: en tanto sobrenaturales, habitan en toda naturaleza. Ésta es evidentemente la enorme diferencia entre las obras de Miyazaki y la ficción mágica de una saga como Narnia donde unos niños inquietos acceden a un país misterioso mediante la puerta oculta en un armario.
En El Increíble Castillo Vagabundo, Sophie, una humilde vendedora de sombreros es víctima de la cólera de una bruja arrogante. Lo fantástico en Miyazaki jamás desconecta al personaje de su realidad espiritual, al fin aquella que forma parte su cultura. La maldición que pesa sobre la joven –La bruja del Páramo la convierte en una anciana decrépita– no la aparta de su propia naturaleza ni de sus emociones y conductas: estar al servicio de sus semejantes. La maldición es apenas una pátina sobre las apariencias, una advertencia sobre la finitud y el paso del tiempo como expresiones tangibles sobre la belleza y la salud: una voz quebradiza, un andar trabajoso. Pero la maldición solo anticipa futuro y previene al del espectador. La vejez puede discutir la cercanía con la muerte pero también la condición efímera de la juventud. ¿Acaso un interior anciano no puede discernir las mismas emociones y experiencias que uno joven? En tanto anciano, ¿Debería un individuo volverse malvado, huraño y obcecado? Podría decirse que al momento de los hechos, para Miyazaki siempre hay un entorno cultural anclado al presente espiritual y esa profundidad vuelve prodigioso al cuento y verosímil su posibilidad mágica: Sophie habitará una casa que mediante la vida de Howl –un mago– y Cálcifer –el Demonio del Fuego y al fin el corazón del propio mago– conectarán sincrónicamente sucesos y épocas del pasado para recuperar una vida detenida en la adolescencia.
Desde luego se ha escrito mucho en referencia al origen de las historias de autor, tal como si fuera una precondición. A propósito, Miyazaki ha revelado la enfermedad de su madre y la participación de su padre como productor de armas durante la guerra mundial: dos hechos que se conectan permanentemente en sus producciones. En todo caso ningún autor podría ignorar los avatares de su vida y su folclore por el simple hecho que forma parte de su propia naturaleza humana y cultural. Pero Miyazaki ha dicho alguna vez que no sabe por qué hace películas y tal cosa suena saludable. Apenas, –dice– lo impulsa a ser mejor persona. No podríamos imaginar lo contrario aún observando las condiciones financieras de una industria cultural tan importante como el medio audiovisual.
Puede recordarse a propósito, la experiencia del cineasta y autor francés Jacques Tati con su film Play Time en 1967, como un maravilloso viaje a la bancarrota; sin embargo, esta coyuntura –perderlo todo en pos de una ilusión vaga y caprichosa– vive y vivirá por siempre en la condición de todo autor. Eso que nos ocupa –la obra– es materia indescifrable y de ahí puede buscarse alguna pregunta ligada al arte. Lo velado responde a la sinrazón y ese es el fruto prohibido que alimenta [el arte y] a sus artistas. Mientras tanto, el tamiz de la opinión pública, las tesis universitarias y aún la crítica especializada seguirán empecinándose en buscar debajo de la alfombra los datos que el autor en todo caso esconde para sí; –la infancia intangible, los padres ejemplares, el primer desamor, la guerra y la libertad, la enfermedad y el abandono, etc.– una serie de argumentos que se vuelven artificio y que cualquier artista defiende como una búsqueda a propósito de su condición enigmática: la obra final.
Los primeros trabajos de Miyazaki buscan argumentos en el pasado ancestral del Japón. En ese acuerdo de dioses-animales, demonios mágicos y aldeas hechizadas, laPrincesa Mononoke atraviesa junto a Ashitaka –un guerrero y príncipe emishi– el profundo bosque encantado del pasado mitológico japonés. Sin embargo, Miyazaki no busca expresamente una narrativa histórica. Los sucesos de la humanidad son ciclos cuyo panorama es común a su propia condición. Al fin se trata de jóvenes que buscan defender la vida y la de su pueblo: una existencia natural. Pero además, esto debería sucederle a cualquier individuo en cualquier momento de la historia. Acaso el background –el marco– conceda una referencia cierta donde comprender que la historia de los pueblos son ciclos cuya potencia responde a orígenes propios: sus guerreros no se extinguen ni a través de la cólera de un Dios irreverente, ni mediante la inequidad de un emperador trastornado. Curiosamente, durante 1923, el entonces emperador del Japón, –Taishō Tennō– se salva del Terremoto de Kanto mientras viaja en tren a su Palacio de Verano, en Nikko. Luego del desastre regresa con premura a Tokio: quiere agradecerle al arquitecto Frank Lloyd Wright que el Hotel Imperial haya quedado en pie en medio del infinito y desolador derrumbe.
Con el correr del tiempo y acaso con la observación de cierta meta cumplida –narrar dentro del pasado histórico– la obsesión de Miyazaki queda centrada en un universo complementario: la perspectiva artística de los niños y sus rituales. En ese contexto de infancias, la capacidad de volar –una condición sine quanon de muchos de sus personajes– no parece acercarse a priori a mito alguno. Una de las restricciones principales de la vida en la tierra es el peso de los cuerpos y las leyes gravitatorias, y la presencia eventual de alas para sustentarse en el aire. Miyazaki va a considerar la primera condición –vencer la gravedad– como una capacidad extra de sus personajes acaso humanos, mientras que va a prescindir prácticamente de la segunda. Tanto como los samurais, quienes parecieran vencer toda contingencia a través de su fortaleza mental, las alas van a borrarse casi por completo en el discurso visual de sus trabajos posteriores. Por caso, será Howl, quién se convierta eventualmente en pájaro, aunque vuele por si mismo; Totoro quien se eleve sin inconvenientes por el bosque del mismo modo que el inquieto Gatobús, la espléndida Nausicaä y la bella aprendiz de bruja Kiki, lo hagan mediante objetos alternativos y clásicos de los cuentos de hadas europeos.
Los personajes de Miyazaki disfrutan del vuelo como una condición que se lee mágica aunque subrepticiamente relacionan el mundo natural –los insectos del bosque japonés– y las divinidades del mundo natural. Sin embargo, los objetos podrían volar o mostrarse volando. Por caso, todos los paraguas de Miyazaki vuelan admirablemente: lo fantástico no postula otra realidad que la capacidad propia de un diseño que en sí mismo es un paracaídas. Miyazaki no busca sorprender con fantasías que suceden mediante acuerdos técnicos, –Harry Potter, Narnia, etc.– sino que lo mágico responde a fortalezas y temores que habitan en la vida común de la gente, su cultura, sus recuerdos y su razón espiritual. Aún frente a la fascinación por las batallas del pasado, vistas en las formaciones aéreas que compone y filma en sus esplendorosos cielos, –recordemos que el futurista Marinetti postulaba la belleza de la guerra como un espectáculo fascinante– el universo visual de las historias de Miyazaki están repletos de articuladores secretos al mismo tiempo que argumenta la composición desde una perspectiva culturalmente amplia. ¿Acaso el cielo puede solamente considerar un complemento visual de aquello que sucede primordialmente en la tierra?
La composición de Miyazaki –cuya geometría abunda en perspectivas naturalistas–, concede asimismo un espesor diferencial: indaga el desarrollo gestual del personaje en torno a un montaje preciso, cuya puesta en escena barroca establece la preferencia ineludible para controlar objetivamente las emociones de la historia. «No sé; nunca he vivido un amor así», dice Miyazaki sobre la historia de Jiro y Nahoko. El proceso de convertir sus ideas en películas lleva años, pero la revelación de sus lágrimas tardan toda una vida de trabajo. Luego del visionado final de El Viento se levanta, Miyazaki habla de pie frente a una sala de cine repleta de colaboradores: «Me voy a retirar: ésta es mi última película», dice. Es septiembre de 2013. Toshio Suzuki, –el fiel productor– y los experimentados dibujantes encargados de la animación cuadro a cuadro se mantienen en silencio; los detalles de tamaña emoción quedarán ocultos para siempre dentro de la mente artística de su autor. «Vive tus diez años de creatividad al máximo», ha dicho alguna vez. Quizá exagere, pero a Miyazaki pareciera interesarle la continuidad de la vida en el transcurso de sus películas. El presente inquieto y transitorio. Por eso revisa una y otra vez los dibujos, –los propios y los ajenos–, los iniciales y todos aquellos que le dan continuidad a la animación. En orden diverso vuelve a fumar, pensar, borrar y dibujar con obsesión. Se trata de líneas imperceptibles, trazos efímeros. Miyazaki parece pintar sus proyectos como estampas del siglo XVIII: se vuelve grabador, colorista e impresor a un mismo tiempo. Es por eso que se fastidia: lo perturba el detalle temporal de los gestos, las conductas circunstanciales y los movimientos corporales en cambio perpetuo. La impermanencia empuja al fin la transitoriedad de sus dibujos: al volverse película, nada jamás podrá corregirse; tampoco morir.
Nadie se mueve en la sala; Miyazaki se muestra conmovido: «Por primera vez puedo llorar frente a un trabajo mío», –dice. Quizá su equipo no espera esa certeza. Acaso haya sorprendido también al propio director: para Miyazaki el día después trata siempre un asunto de enorme incertidumbre. En esa crisis, la razón empuja sus proyectos con el mismo asombro que traza inexorablemente con palabras. El día después parece quedar lejos: ha vivido cada día ocupado en su propio trabajo. Pero la vitalidad del inquieto presente no será más que un episodio desconocido para todos: «La creatividad sólo dura diez años»
NOTA: «Kimitachi wa Do Ikiru ka» es el nuevo film de Miyazaki –el duodécimo segundo–. Está basado en un libro homónimo del autor de literatura infantil Genzaburo Yoshino. Se estrenará en el transcurso de 2023.
Oscar Carballo, [Mar de La China], Agosto de 2023.