ISSUE 18/ Enero 2021
Luis XVI
Revolucionarios, Indulgentes, Terroristas
Los libros imaginarios de la Ilustración francesa
por Oscar Carballo
De regreso a su celda lo espera una sopa de pollo nada vistosa; el pan, a todas luces se ve gomoso, intragable. Controlar el precio de los granos de trigo no ha permitido otra cosa que deshonrar el pan de nuestra Francia. El cocinero cada día degrada mas los condimentos. Los agitadores que discuten los aspectos de la cultura dicen pensar desde la economía y la educación; incluso desde las artes y las ciencias creyendo que expresan fundamentalmente un discurso social sobre la realidad, la cual puede interpretarse desde una libertad y una felicidad por completo improbables.
Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2021
Es enero de 1793 y Luis XVI lleva algo mas de seis meses en reclusión. Está detenido en el confín de la torre mas alta del Temple, la fortaleza de París que lo tiene ocupado en esperar. Ya no habita las dependencias del templario Jaques de Molay: ha sido separado de su familia y duerme en soledad en una celda mas pequeña que ingrata. Sabe que faltan pocos días para que su cabeza sea ofrecida sangrante a la sociedad francesa hambrienta. En tanto va y viene por un corredor oscuro que lo lleva a observar su reino desde un estrecho balcón almenado. Han construido un muro alrededor de la terraza pero ese detalle siniestro tampoco le impide escuchar los gritos alrededor de la prisión. Lleva constantemente unos libros indistintos que devora y renueva todos los días. Los cuentos de terror franceses no lo entusiasman particularmente. Lee que un tal Voltaire, –un ilustrado– ha explicado su experiencia británica leyendo a sus vecinos. En todo caso, la ilustración francesa está consiguiendo despabilar a la sociedad en todo sentido. No se trata de investigaciones a propósito de la moda ni de las ciencias de la tecnología; ni mucho menos noticias del arte. La realidad británica y su parlamento –capaces de dirimir cuestiones de orden público mediante votos y discusiones públicas– le presenta a Locke, y Locke y sus ciencias sociales lo impulsan a escribir Cartas sobre los ingleses y de una vez por todas indicarle a la sociedad francesa un camino donde pueda asumir la realidad antagónica de sus vecinos en contraste con el poder absoluto francés: los británicos se muestran plenos de un espíritu crítico y liberal. En estos términos La enciclopedia –y Voltaire será uno de sus hijos dilectos––, reunirá los discursos políticos sobre la realidad individual de los pueblos; esto es, la realidad económica, industrial, social y religiosa de Francia.
Mientras las colonias alrededor del mundo van devolviendo algo de las inversiones iniciadas por los papas en el siglo XVII, la burguesía se entretiene viajando y explorando el mundo desde la perspectiva de las ciencias y el arte, esto es, llevando a sus artistas a documentar el mundo desconocido bajo la palabra de naturalistas e ilustrados. Esto va a suponer también que aristócratas y burgueses lean profusamente; incluidos los reyes. Y no van a leer otra cosa que ensayística; teoría, ya que los viajes y las ediciones están fuertemente marcadas por la educación y los avances de la técnica y la investigación científica. Voltaire, que en tanto mas escribe vuelve a ser detenido por sus críticas a la monarquía, ofrece desde sus propios viajes una serie de novedades distintas.
El monarca lee las razones y los caprichos del poder papal en el mundo Barroco: el esplendor artificial que sus iglesias concentran en sus fachadas. Pero Roma necesita defender sus principios especialmente de la incursión europea de la Reforma religiosa de Lutero y Calvino. La mística del catolicismo como imperio, el lujo excéntrico y la exaltación de sus santos y figuras buscan reordenar esas milicias en la fe del mismo modo que a las multitudes hambreadas. Europa, ahora es dominio de los Luises; una monarquía absoluta y puede decirse feudal, que responde a la nobleza francesa.
Luis XVI le indica a su celador que va a salir a la torre a leer. El suizo apenas se inclina. El monarca pasa delante de su armamento y ni uno ni otro siente resquemor. El regente deja sobre el vano de una almena una pila de libros nuevos. La tarde declina y es un momento ideal para leer ciencias. Pero el libro que aparece primero es un texto de Jean Jaques Rousseau, un hombre que lo ha denostado desde siempre, especialmente para denunciarlo por la decadencia moral de su país, al fin y al cabo, el derrumbe también de su reinado.
Rousseau escribe Cartas Morales y no sólo ofende a la familia Real, sino que denigra a toda la vasta ascendencia de reyes que lo preceden. El monarca de todos modos lee sus libros, lee los pensamientos de un hombre que ha muerto en 1788, un año antes del comienzo de la revolución. Abre el capítulo XVI: lee de inmediato que en todo contrato quien tiene mas poder se convierte en árbitro de la situación y equivaldría a decir: «Le doy todo lo que poseo a condición de que usted me devuelva lo que le plazca» Han pasado cinco años y desde entonces la voz de Rousseau vive en las páginas y en la rebeldía escrita en los periódicos, papeles éstos que por el contrario no llegan nunca a sus manos: Las noticias periódicas se mezclan ordinariamente en la voz de sus soldados quienes en todo caso se dirigen a su investidura con vulgaridad.
Eso que cuenta Voltaire de Inglaterra, –el parlamento actuando con decisión frente a sus monarcas–, no ha hecho otra cosa que enfrentar una vez mas a Europa con sus hijos. Italia, puede verse, pierde poder mientras se atomiza en pequeños Estados débiles. ¿Y Francia? Hemos tratado de limarle poder a España, pero España ha decidido su predominio político ocupando Italia.
Pero el campesinado pobre se subleva una vez mas. Roma es ante todo el poder absoluto del Catolicismo. Se defiende mientras enfrenta la reforma protestante, que ante todo, es hereje. ¿Qué posición debería tomar él al respecto? Los escritores celebran los acontecimientos políticos. El fin de la monarquía es la médula espinal de la tan añorada República. El trigo y los acaparadores empiezan a ser guillotinados sin demora. La ley de precios máximos en los alimentos no ha hecho otra cosa que darle una cálida bienvenida al mercado negro y a todas luces beneficiar los saqueos.
El monarca viste sencillo. Algo del esplendor del siglo XVII se apaga en su ropaje que luce antiguo. Le han comentado que el panorama de las artes se apoya estéticamente en la razón y la sociedad culta se reconforta en la expansión del conocimiento como ciencia. De eso tratan los cuadros ahora. Lástima ese Robespierre que ha imaginado el progreso como una ideología social. Darle derechos a los indigentes y asistirlos en sus casas va a crearle a la República una feroz demanda que nadie conseguirá detener en el futuro. ¿No están contentos con las confiscaciones, con los impuestos a la fortuna? ¿Porque llamar a los banqueros enemigos del pueblo?
Luis XVI pide a su guardia que le traiga papel y pluma; necesita apuntar lo que lee. El suizo se hace el desentendido. Aunque se trata de un movimiento meramente europeo cuyo modelo se prolongará finalmente hasta el siglo XIX y llegará a toda América con la conquista, La Enciclopedia define un concepto de apertura que no es parejo en el vasto mundo. En acuerdo al lugar de Europa donde suceda, bien puede guiar a la sociedad mediante la razón de los derechos, –como expresa el intolerante Robespierre «para enfrentar la oscuridad del absolutismo, la tiranía y la ignorancia»– o bien, como está sucediendo en Alemania o en Italia, un ideal que puede sentenciar la noche de la voluntad espiritual.
A falta de noticias frescas Luis XVI busca intuir en los comentarios del Regente, una decisión de la Convención Nacional que lo disculpe y lo deje con vida. ¿Qué pensar de todo esto, cuando una nueva acordada en el reparto igualitario de las herencias suprime los privilegios de los primogénitos? Reflexiona que una eventual expulsión de Francia y al fin la perdida de sus privilegios monárquicos podría ser un mal menor habida cuenta que no solo es Delfín y Rey de Francia y Navarra, sino copríncipe de Andorra. Esto consideraría que sus vecinos bien podrían aliviar sus desvelos monárquicos recibiéndolo y así prepararlo para una nueva oportunidad.
El monarca lee, y lee en francés naturalmente, pero lo que aprende, si puede decirse que esto sucede al fin, es paradójicamente la palabra misma de la Ilustración; la voz iluminada que ocupa el momento de la historia. La literatura del día. ¿Alguien podrá traducirle unos poemas de Hölderlin y también los Cantos de un joven que se hace llamar Novalis?
De regreso a su celda lo espera una sopa de pollo nada vistosa; el pan, a todas luces se ve gomoso, intragable. Controlar el precio de los granos de trigo no ha permitido otra cosa que deshonrar el pan de nuestra Francia. El cocinero cada día degrada mas los condimentos. Los agitadores que discuten los aspectos de la cultura dicen pensar desde la economía y la educación; incluso desde las artes y las ciencias creyendo que expresan fundamentalmente un discurso social sobre la realidad, la cual puede interpretarse desde una libertad y una felicidad por completo improbables. Señalan sin ambages el concepto progreso, pero han suprimido todas las congregaciones religiosas y me han comentado que las Academias y las Universidades ya no tienen lugar entre nosotros. He apoyado el devenir de los tiempos modernos e impulsado la libertad de comercio; y la de la industria ya es un hecho. ¿Acaso no corresponde a un reinado tales enmiendas? Pero la sociedad inquieta menciona la libertad de trabajo mientras reparte los bienes comunales. Es inconcebible. Hasta el mismo cardenal Richelieu ha puesto bajo consideración especial elaborar algún tipo de pauta para acceder a la distribución de la riqueza.
Los agitadores están en los libros que está leyendo: Voltaire, Rousseau y Montesquieu.
Hasta el comienzo de la Ilustración, Francia hace tiempo que domina territorialmente Europa central. Pero mientras Inglaterra y Francia discuten la hegemonía de la política y sus formas, –entre el parlamento inglés o la monarquía absoluta–, la revolución francesa arrebata la vida de propios y ajenos sin escuchar ni atender ninguna consideración intermedia. En medio de hambrunas y desaguisados monárquicos, la sociedad francesa considera que las suturas que el Rey Luis XVI aplica a las finanzas –francesas, especialmente– son meros paliativos sin carácter. A cambio, oye las voces alrededor de la fortaleza; los comentarios de un pueblo que sale decididamente a celebrar la palabra de sus líderes, hombres y mujeres que preparan desde hace rato una revolución total.
Los sonidos fuera del Temple se intuyen en agitaciones. Luis XVI no puede dormir. Se levanta a las 5 y aún es noche cerrada en la Torre. Lee historia. Hay un argumento que se le parece a su propia circunstancia al fin y al cabo. Una lucha de poder que sucede en el siglo XVII. El guardia suizo se acerca para preguntarle si piensa desayunar. Se dirige con vulgaridad. El monarca ya ha aceptado los cambios en el trato pero le cuesta tolerarlo. Necesita un té, desde luego, pero le indica que no, que solo va a leer.
La historia es esta: Tras desconocer al Papa como símbolo gregario, los reformistas del siglo XVII empujan al papado a una suerte de gobernación en Roma. Al Papa lo transforman en un simple obispo cuyas decisiones o políticas son indicadas como ideas marginales. Con esta medida, la reforma religiosa se enfrenta a Roma y esa diferencia enciende definitivamente Europa impulsando las guerras que se vuelven una puja definitivamente entre monarcas e iglesia. Se dice que la sociedad europea sólo destina sus impuestos para financiar los intereses de las grandes obras de la propaganda eclesiástica. No parece incorrecto, piensa el monarca. En todo caso deberían aumentar los impuestos; la Iglesia solo necesita controlar los intereses del reino, el arbitrio de la tierra y los nombramientos políticos. ¿Que otra cosa puede hacer un reinado?
Luis XVI lee las vueltas y revueltas de la historia que muestran las luchas internas de un poder que exhibe lo espiritual y la condición de sus libros sagrados como base de sus costumbres. Su época en todo caso parece exhibir las cuestiones de la razón. En uno u otro caso, una sociedad moderna debe considerarlas como propias. Para el siglo anterior, volver a una iglesia primitiva aseguraba por un lado limpiar la doctrina para acercarla a sus valores tradicionales, vale decir a las Sagradas Escrituras cuyo Evangelio estaba corrupto. ¿Cuáles textos podían ser considerados tradicionales y que pudieran enmendar el enojo de la Ilustración? Pero el papado renacentista profundizó en el pasado las diferencias entre Roma y el Imperio Germánico y la Iglesia católica se ha dividido en dos: una bajo la voluntad del papa y la otra en acuerdo a numerosas congregaciones disidentes, una de ellas guiada por Martín Lutero, una doctrina idealizada, pura y enfrentada al mundo medieval.
Luis XVI piensa en Voltaire, en Rousseau; en Montesquieu. En tal caso, del mismo modo que sucedió con la reforma del siglo XVII, la discusión insiste en la libre interpretación de las Escrituras. Luis XVI devora un libro tras otro. Está interesado en el fin de la historia que aprende. María Antonieta pide verlo, pero el monarca considera la situación inconveniente. Todo puede enfurecer a los patriotas. ¿Acaso no cerraron los teatros? El Rey le escribe a cambio una pequeña esquela recordándole una vez mas los errores de la fuga de 1789. María Antonieta le contesta. El guardia va y viene. ¿Había mas opciones que no fuera escapar de noche disfrazados de extranjeros? Luis XVI contesta que unos simples burgueses retornando de viaje no podía contemplar una comitiva con peluqueros. Ese detalle desmantela el ardid, mi señora; mientras Bruselas nos esperaba como inmigrantesdebimos regresar a Francia abucheados y apenas escoltados por la Guardia Nacional. La guerra de la reforma se parece demasiado al mundo que protagonizamos. Y esto es desde hace mucho tiempo.
Luis XVI pide salir a la terraza; es de noche. El guardia lo ignora. El monarca arranca uno de los tantos botones inútiles de su chaqueta y se lo entrega, pero el suizo lo rechaza. Sin embargo, deja al lado de la mesa y junto a la lámpara de noche, un periódico. Se trata de un ejemplar de Le Vieux Cordelier, las páginas revolucionarias de Robespierre. Camille Desmoulins escribe allí un artículo para anunciar que se acaba de unir al grupo de los Indulgentes siguiendo a un hombre de infinito carisma y enorme orador: Dantón que ya es parte del comité de la Salvación Pública. El monarca sabe que ese apoyo ha considerado en su momento haber ocupado un lugar como diputado en la Convención Nacional, votando incluso a favor de su ejecución. No obstante, las noticias que oye de boca en boca comentan las diferencias de los Indulgentes con el resto de los revolucionarios. Y eso se vuelve medular. ¿Sólo la muerte puede impulsar la República Francesa? El paradigma de los sucesos de la revolución es la sangre. Ya se cuentan en decenas de miles las ejecuciones públicas.
Las protestas junto a Robespierre en la Asamblea Constituyente terminan en los luctuosos episodios del campo de Marte y el enfrentamiento profundo entre moderados y revolucionarios. Desmoulins se opone a tanta barbarie. Abolir la monarquía absoluta conduce a una masacre en medio de una reunión pública. ¿Esta es la razón que esgrime la sociedad francesa? ¿Dónde ocultan las armas los Cordeliers, en los petitorios y en las proclamas? ¿En los calendarios de las nuevas fiestas republicanas? Él no recuerda haber cargado las armas contra el pueblo. La hostilidad hacia la familia Real, dicen los artesanos, es una pulsión que brota de las entrañas mismas del hambre. El monarca anota en su libreta que quien se manifiesta sistemáticamente mediante el Terror no es otra institución que la Asamblea Constituyente. Son ellos quienes en el intento de apagar la manifestación, otorgan poderes militares al alcalde que dispara contra el pueblo indefenso.
En el periódico, las matanzas ya se nombran como «El terror». Luis XVI, en un alto de su lectura escucha las conversaciones de los artesanos bajo la Torre. Dantón ha encendido sus diatribas entre ellos pero esta vez para morigerar tanta barbarie. Entre la fuga de la familia Real y la captura en Varennes puede verse no solo una ingrata decisión de anular la monarquía absoluta para designarla monarquía constitucional. Robespierre lo ha visto siempre como un monarca débil, pero por lo visto no es él el único indeciso. Dantón ha propuesto su destierro antes que la muerte por ejecución. Pero Robespierre no tolera la indulgencia y acusa a Danton y a Desmoulins de traidores. El monarca intuye el desenlace y al fin es lo que sucederá: Desmoulins va a terminar en la guillotina, junto a su esposa, del mismo modo que le sucederá a Dantón y la acusación no deja lugar a imaginar ninguna injusticia. La revolución no va a tolerar indulgentes ni misericordiosos con los enemigos de la Revolución.
Luis XVI lee historias de templarios y un tomo de los hermanos Grimm. Se entretiene con cuentos de terror que se le ocurren ingeniosos. Tal vez esté sugestionado pero insiste en pensar que su celda o bien es el calabozo de Jacques de Molay o el angustiante Cuarto de Reflexiones de la Orden. Lo cierto es que no recuerda en qué volumen reciente leyó la historia de unos brujos desquiciados a quienes llamaban anabaptistas. Una horda sin modales que puso un punto de ruptura y debilidad en la posición de Martín Lutero en Alemania. Al fin de cuentas, la posición del reformista al lado de los ideales de los anabaptistas no se percibía irracional. Pero esos revolucionarios que enfrentaban a un mismo tiempo a Lutero y a la burguesía de Mühlhausen, exigían abolir la propiedad privada y repartir los bienes de la iglesia. ¿Acaso Robespierre y los suyos son una fraternidad radicalizada?
Luis XVI siente una molestia entre el paladar y la garganta, una suerte de dolor punzante. Quizá sea muscular de tanto estirar el cuello en busca de buena luz. Súbitamente recuerda que entre las correcciones que ha dejado firmadas mucho antes de ser confinado y destituido, ha establecido el tipo de cuchilla de la guillotina y una enmienda de igualdad ante la ley. Se acaban los privilegios pero especialmente en lo que refiere al reparto del dolor. La sociedad pobre tiene derecho a una muerte justa e indolora. El filo diagonal mejora además las ejecuciones. El corte sesgado es profundo y rápido; la muerte, instantánea. El artículo 2º que el propio Luis XVI acepta discute el concepto: La pena de muerte consistirá en la simple privación de la vida, sin que nunca se pueda ejercer ninguna tortura hacia los condenados. El artículo 3º expresa la técnica: «A todo condenado se le cortará el cuello». Pide un vaso de agua pero la guardia no parece escucharlo.
Se hace de noche lentamente en el balcón del Temple. Luis XVI lee, acaso ya sin luz, que los bárbaros anabaptistas propiciaron la quema de obras de arte y de imágenes religiosas, las que piden cambiar por otras. ¿Quién los guiaba en ese momento? ¿Se trató de otro Savonarola? El monarca continúa leyendo y se alivia. La nobleza alemana que ya había aceptado la reforma luterana se niega a promover la imposición de las nuevas medidas anabaptistas. Los pequeños burgueses de Mühlhausen no dudan un minuto; se organizan y aplastan sin inconvenientes la sublevación, asesinando a los partidarios radicales. El monarca reflexiona que probablemente no se trató de una batalla sino de una matanza, pero considera de igual modo que había que exterminarlos a toda costa. Equivoca Calvino el sentido al ver ahí el germen de la modernidad. Se pregunta entonces si tiene escapatoria. A su reinado lo ha ahogado la diatriba impar de sus intelectuales. ¿Podrían Robespierre y Danton ser tan despiadados?
A la mañana siguiente, un texto le enseña que Calvino fue uno de los reformistas mas polémicos del siglo XVII. Incluso tanto o mas que Martín Lutero. Se pregunta que sucederá con Francia si los revolucionarios logran terminar para siempre los reinados. ¿Van a promulgar a la holandesa Atrech como nueva sede del pensamiento, como hicieron los calvinistas señalando a Ginebra como la nueva sede del cristianismo?
El monarca pide mas libros. Calvino había impuesto un régimen ciudadano basado en la oración y la fe cristianas, pero alejando toda actividad de júbilo social: prohibe bailes y canciones, salvo que sean alabanzas a Dios. La vida pública, piensa Luis XVI, es el germen de la modernidad. ¿Cuánto de la ilustración se pudo haber formado con los inocentes entretenimientos teatrales o en las tabernas repletas de indigencia? ¿Cuanto colaboró la ópera bufa con sus groserías permanentes? El Terror, reflexiona, no es solo francés. No.
Calvino consigue enviar a la hoguera por hereje a un humanista español, un tal Miguel Servet que sólo había intentado enfrentar la doctrina católica tradicional. Desde luego, ni Calvino ni la nobleza, ni las autoridades eclesiásticas de la Contrareforma, así como tampoco la Inquisición Católica, podían tolerar las ideas de un científico que postulaba que Jesús no había sido otra cosa que un hombre común y silvestre. En ese sentido, Montesquieu ha sido igual de irrespetuoso. El terror que en nombre de la igualdad y la República está enviando a la horca a toda Francia, tiene unos antecedentes igualmente despiadados. Su reinado no ha hecho ni la mitad de lo que está leyendo y a todas luces la familia Real ha debido soportar la subordinación del Clero al Estado.
Que curioso, piensa el monarca: La Bastilla, en medio de la proclama revolucionaria, tenía al momento de la toma seis soldados algo dormidos y al regente –quizá Barthélemy– de vacaciones. Dentro, detenidos, media docena de viejos disidentes y un proxeneta descartable. Luis XVI toma nota que La Eterna Liga de Dios, la milicia armada del controversial teólogo alemán Thomas Muntzer iba a luchar contra el ejercito formidable de Príncipes de la aristocracia europea, una guarnición de mercenarios profesionales que trabajaron al fin y al cabo por una paga tan sustanciosa como su armamento.
Muntzer es decapitado junto al campesinado. La razón de su muerte señala su lucha por devolverles derechos y un espacio social mas digno. Luis XVI se pregunta si Muntzer podría entenderse desde una perspectiva teológica ya que el fondo de la cuestión no deja de ser una interpretación diferencial de los textos sagrados. Eso alcanza para mostrar al evangélico como un revolucionario, un mártir luchando codo a codo para abolir los feudos remanentes en Alemania entre 1524 y 1525. El rey Luis XVI entiende que la exhibición de la cabeza de Muntzer durante años en las puertas del ciudad de Mühlhausen, fue mas que un logro, una forma de advertencia. ¿Qué logró con tanto Lutero? ¿Qué otro tanto hizo Calvino? ¿Sembrar muerte bajo la palabra de Dios?
Luis XVI opina que el Concilio de Trento solo va a conseguir mostrar una iglesia endurecida y una serie de medidas que no necesitaban reafirmación. ¿Quién sino Dios puede salvar mediante la fe? ¿Acaso el antiguo dogma basado en el pan en tanto cuerpo de Cristo y el vino en tanto su sangre, no confirmaban a Jesucristo en la cruz? ¿Si la veneración de los símbolos religiosos acrecienta la cantidad de figuras, Juana de Arco podría regresar santificada? ¿Dios podría enviar a toda la revolución al purgatorio?
María Antonieta permanece muda pero en otra estancia. Juega a las cartas. Se aburre. En poco tiempo deberá asearse delante de los guardias que dentro de su propia celda la van a espiar impunemente. Cada tanto el regente le acerca al monarca algún recado. ¿Podrá insistir ante las nuevas autoridades para volver a contar con su peluquero? Luis XVI parece absorto en algo que puede acercarse a una forma de redención. Dios puede perdonarlo. Entiende que si tiene que ofrecer su vida a cambio de tanta muerte lo hará con entereza, pero la elevará a Dios. Solo a él. Y a su debido tiempo se encargará de hacérselo saber al pueblo. Están equivocados, dice con vehemencia señalando a los guardias. Les hablará con calma. Robespierre y toda esa caterva de Cordeliers solo agitan y confunden a la sociedad con mentiras. ¿Acaso no han escuchado que han detenido a Dantón, el mismo hombre que a votado por su ejecución y luego se ha disculpado en un discurso lastimoso?
Para la revolución, las medidas sociales del rey, –la revisión de mantener la servidumbre sin paga, por ejemplo–, son vergonzantes. Otras enmiendas sólo han concedido alivianar algunos impuestos; algo insuficiente si se lo piensa en relación a la crisis del trigo. Pero un comentario al margen deshonra sus esfuerzos: Los indigentes, dicen los ilustrados, siguen al momento trabajando sin percibir salario, o si se quiere, si no interpreta mal, lo siguen haciendo para acrecentar las ganancias de su señor feudal. Es cierto; lo admite, pero esto nunca ha dependido enteramente de él. El monarca sabe que quienes pugnaron siempre por impedir estos cambios no han sido otros que sus amigos, la nobleza francesa que no está dispuesta a ceder mas prerrogativas frente a los reclamos enardecidos de una sociedad de zaparrastrosos y sans-culottes. Un pueblo empobrecido, es cierto, pero sumamente insolente, le dice al regente. La educación del pequeño delfín Louis-Charles de France, todavía un niño, no lo inquieta. Confinado a una torre distinta junto a su madre, María Antonieta, está por el momento a salvo. No quiere pensar en él. Cuando crezca quizá pueda ocupar el trono que injustamente le han quitando a su padre.
Luis XVI sabe que la palabra y los discursos parecen expandirse como antes se expandieron las sucesiones nobiliarias, los tronos papales y los reinos absolutos que ocuparon sus familias con naturalidad. Acaso entiende mientras lee, que la ilustración ha encendido las ideas de la revolución, mientras él es acusado de vivir absorto en una realidad aparente que busca con indolencia una débil reforma administrativa. La desigualdad social, un tema que el monarca conoce mientras recorre la historia en los libros, ha terminado por crear derrumbes y descontentos que acepta como cada vez mas profundos, pero la intolerancia a su reinado, una conducta que se vuelve tan dura como el acero de la guillotina que lo espera, es producto de la época: la diversidad de opiniones y la literatura que lo acusa.
Jamás sabrá que su pequeño delfín muere en 1795, abandonado en una habitación del Temple y enfermo de gripe, una pena desproporcionada para un aristócrata. Luis XVI es ejecutado a las 10 de la mañana del 21 de enero de 1793. Dos verdugos lo arrodillan sobre la plancha de la guillotina. Uno le corta el pelo para despejar el cuello. Otro recibe el propio pañuelo real. Amarrado en el cepo de medialunas, los tambores tapan su discurso. No carga ningún libro y esa distracción le permite a sus verdugos atar sus manos a la espalda, vendar sus ojos al pueblo y descargar la cuchilla limpia que cae silbando sobre su cabeza.
Oscar Carballo, Mar de la China, Enero de 2021