ISSUE 38/ Julio 2023

Pablo Katchadjian

Crónicas mesiánicas

Sloterdijk y las incubadoras de cría

por Oscar Carballo

Los cuentos espirituales de Katchadjian parecen mostrar el instante concreto donde una comunidad arcaica, apenas motivada por modos espontáneos y técnicas basadas en la necesidad, se convierte en una cultura del poder. Se trata al fin de un espacio temporal estrecho, una suerte de embudo donde la sumisión espiritual, de naturaleza generosa e ingenua, conecta la naturaleza peculiar de los sentimientos con el dominio de las dotes intelectuales.

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2023

Peter Sloterdijk llama al homo sapiens, un marginado biológico: una experiencia de elite cuya sobrevida consistió en haberse protegido de las hordas primitivas emergiendo de sus incubadoras de cría; una esfera psicoacústica autosuficiente. En ese cúmulo orgánico de olores y ruidos específicos –una burbuja de escucha, aprendizaje y control–, un grupo nuevo separa su esencia de otras sociedades primitivas para resistir paradójicamente su propia naturaleza. El resultado, –advierte  Sloterdijk–, son nuestras pieles delgadas, una sexualidad crónica, el lenguaje articulado, y además de las expresas cualidades de belleza física proporcional, advierte una capacidad humana voluntaria y excepcional: la de recordar con insistencia a sus muertos. En otro orden y expresada en la revelación de una naturaleza indisciplinada, la vida humana debió también discutir necesidades, modos de uso, libertades e inconveniencias. La matriz de ese amparo consistió en una suerte de útero imaginario capaz de alimentar, transmitir y al fin, revelar secretos y de tal modo darle coherencia funcional al desarrollo humano. 

Pero la vida es un bien escaso y merece recordarse a propósito de aquellos que la abandonaron prematuramente: ¿Dónde acuerda entonces lo espiritual dentro de la espesa maquinaria funcional que nos da vida? ¿Dónde establecer la frontera de su naturaleza biológica y escindirla de otra imperfecta, rara y aún, aterradora? Dentro de ese modelado tecnoplástico no habría lugar para una existencia sin Dios. Tampoco una vida prudente si la consideráramos socialmente fuera de la religión, –sus reglas y símbolos, sus rituales y normas–: el pacto con Dios establece una pertenencia por completo ineludible. Sloterdijk la llama con dureza membresía. Bajo esa cofrade violenta, la desobediencia a Dios concierne innumerables peligros; una realidad temeraria que las religiones señalan mediante advertencias devastadoras.

Acaso sea el derrumbe de la espiritualidad –la creencia de los pueblos en una existencia divina inmaterial– a manos del mesianismo –la creencia ingenua en un sólo hombre capaz de devolver felicidad a futuro–, el agujero de gusano donde los pueblos introducen dramáticamente sus fundamentalismos. De una u otra forma, la membresía religiosa –en su estado plural y opcional a la que alude Sloterdijk– parece estar definitivamente en crisis; los miembros podrían abandonar las religiones de pertenencia mediante una simple emigración –el derecho a dejar– basándose en una convicción crítica:  la Modernidad es quién puebla de derechos su juicio íntimo para otorgarle una salida limpia y no punitiva a su estructura violenta.

Tres cuentos espirituales, obra del escritor argentino Pablo Katchadjian, puede circunscribirse en esta discusión. Mediante un prólogo ingenioso, el propio Katchadjian pone en duda que se trate de cuentos; no obstante establece para los tres textos reunidos en el volumen, una relación entre mesianismo y misticismo. El mesianismo, como la historia que mira hacia afuera los sucesos; el misticismo como la búsqueda de todo fin mediante la contemplación del interior. Lo escribe así: «No soy yo el místico, pero pienso que los tres cuentos sí, al menos en un aspecto: van de afuera hacia adentro. Son como telarañas. (…) Si se alejan debe ser para poder acercarse». (…) Misticismo y mesianismo no serían una oposición, sino una tensión o apenas distintos aspectos de un mismo movimiento que va hacia adentro para ir hacia afuera»

La primera narración del volumen –«Informe sobre la muerte del poeta»– se ocupa de un grupo de matones: persiguen a un hombre que ha escapado del pueblo. Los sabios consideran que su peligrosidad es fruto de una simulación: no se trata de un verdadero poeta. Castigarlo de inmediato es también un acuerdo con la pequeña comunidad donde viven. El grupo enviado en su búsqueda –quien narra el cuento jamás dejará de expresarse en forma grupal– tiene la obligación de encontrarlo y entregarlo sin otra mediación que la muerte. Las autoridades, –los sabios– mantienen sus mandatos como un enigma; el grupo les teme. Acaso ancianos, representan una membresía poderosa. Se trata de una forma de control punitivo; la policía del pensamiento.

En Fobocracia, Sloterdijk se ocupa de los sistemas religiosos como fundaciones sociales: «El fenómeno de la religión, (al menos en la era previa a su diferenciación individualista en la Modernidad) parece estar, en principio, vinculado por completo a las funciones tradicionales de la síntesis grupal» Al fin de cuentas, la comunión de las historias que recrean los pueblos; –las tradiciones medidas en fracasos y progresos a lo largo del tiempo–, no son otra cosa que integraciones religiosas, –ensaya Sloterdijk. Contenedora de toda realidad cultural, las religiones postulan el origen ineludible y creativo de los pueblos, una voluntad cuya potencia se establece alrededor de una figura sagrada capaz de guiar la supervivencia, la reproducción y la muerte; la salvación o la exclusión. La Teología, –dice Sloterdijk– es un terreno demoníaco.

El lugar del relato de Katchadjian es desconocido, la fecha sin importancia; la razón, acaso el argumento principal del informe, es detener una existencia falsa, la existencia de una voz entre otras voces verdaderas que en tanto podrían poblar sin inconvenientes la comunidad del cuento. La aventura de la existencia –la historia natural– suele condensar en las costumbres su discurso más visible. La costumbre del poeta es la palabra y esa argucia pone patas para arriba la fábula: el poeta, –en el cuento de Katchadjian– no habla. En esa moral, la palabra, igual que un hacha o un laúd no ha sido otra cosa que un instrumento cuyo valor principal fue el de resolver dificultades, expresar acuerdos y encaminar infortunios. La esfera de protección queda abierta finalmente para derramarse en otras burbujas semejantes pero también antagónicas.

Ninguna cultura ha escapado jamás de la noción de liderazgo. Ningún grupo podría formarse como colectivo sin una guía expresa capaz de ordenar y establecer –mediante dispositivos materiales, religiosos y filosóficos– un ordenamiento político y espiritual. Dado por una profunda capacidad de creencia o también  por una lectura mayestática de la autoridad que guía, los colectivos encomiendan su propia relevancia y sentido a partir de las incumbencias y jerarquías del lenguaje de sus jefes sociales. Al fin toda noción espiritual se convierte en origen y tradición. La comunidad del cuento de Katchadjian es genuina, aún cuando esconde un origen tan lejano como inclasificable. Las curiosas observaciones que recubren los sucesos alrededor de la búsqueda del poeta podrían incluirse en el hallazgo de cualquier meta espiritual, un cuento cuya maravilla reserva para todos el secreto de la vida y de la muerte. Dice Sloterdijk: «el enigma de la región no radica tanto en su transmisión horizontal a través de la oleada de generaciones, sino que se esconde más bien, en el comienzo inobservable, casi vertical de la etnogénesis» –cuyos pueblos, –según Herder–, indistintamente y «a través de la escucha de su gran melodía,  deben ser entendidos como ideas genuinas de Dios»

La noción general de pueblo concierne otro secreto: todos parecen haber sido formados por discursos extraordinarios que apenas podemos reunir con las herramientas de nuestra imaginación. Pero aunque el sentido de la poesía se presenta activo y forme parte de la naturaleza de los perseguidores, la perspectiva de tal necesidad parece antes que maligna, incapaz de ser comprendida como una utilidad final. Acaso la tarea de dar caza al poeta representa en sí misma; una actividad concreta y final. En ese tránsito, los matones del Informe  vagan por caminos y pueblos desconocidos portando disfraces para no ser vistos como lo que son: perseguidores de poetas. Dado que el relato  jamás se acerca a un tour de force, –el tiempo es lo que sobra–el grupo policial irrumpe en los pueblos con la tarea de distraer.

Al cabo de un tiempo, el grupo de perseguidores encuentra al poeta escondido en el hueco de un tronco. La meta policial no podría considerar una tarea más sencilla: el poeta no tiene armas ni esgrime algún tipo de violencia con su cuerpo. El escudo principal del poeta es su propio lenguaje, pero a cambio se muestra dormido o bien oculto bajo un enigma que no está dispuesto a revelar. Esta herramienta –la palabra– es la que parece dominar la religión de los perseguidores. El lector se convierte en tanto en uno de ellos asumiendo esa propia incapacidad. El ocultamiento por parte del poeta considera al fin un acertijo implícito: imposible de desentrañar,  los matones convienen reducirlo para después golpearlo de buena forma. El paso siguiente es desandar el camino hasta el pueblo para entregarlo. El riesgo principal de los policías consiste en una paradoja: que el poeta pueda ser al fin un verdadero poeta.

El lenguaje grupal –la forma narrativa que presenta Katchadjian en el cuento– mantiene una certidumbre común alrededor de pequeñas discusiones y consensos. Las voces son discursos prácticos y antiguos; religiosos. La misión –dar caza a un poeta–, jamás se presenta incierta aunque los modos incluyan potenciales riesgos: el poeta se escapa una y otra vez, quizá con cierta facilidad. El poeta se esconde tan eficazmente que el grupo decide apelar a la invención: cruzan su propia comarca disfrazados de músicos y comienzan a buscarlo en los pueblos vecinos.  La peculiar decisión de transformarse en una banda de músicos itinerantes –una artimaña de disfraces e instrumentos apócrifos– sólo los embosca a nuevas preguntas e interpelaciones: los convierte en seres encantadores e inolvidables.

Aunque jamás abjuran de los objetivos de los sabios, los cazadores del cuento de Katchadjian ponen en duda su propia existencia funcional: ¿Acaso ser músicos no postula un futuro más promisorio? ¿Una existencia liberadora? Los matones –dualmente también una sociedad de músicos inolvidables– parecen encontrar en la música una resonancia profunda y dulce. Paradójicamente desconocidos, componen canciones imborrables; probablemente una forma de encantamiento ritual. Sloterdijk cita a Thomas Mann: «La música es el arte mas remoto de la realidad y al mismo tiempo el mas apasionado». El propio Sloterdijk  cierra el comentario: «se puede trasladar sin cambios relevantes a la naturaleza de muchas enseñanzas teológicas»

En tanto pasa el tiempo, el poeta no aparece. En ese devenir , los matones son queridos y valorados gracias al embeleso musical que sin esfuerzo inventan como espectáculo. Cierta metáfora aparece visible: en tanto confunden a los lugareños con su música; despliegan como policías su verdadero propósito político: detener a un hombre. El grupo no obstante llega a preguntarse si el presente, hecho de reconocimientos y novedades, ya no necesariamente los muestra como impostores sino como una continuidad natural de la experiencia. ¿Acaso no se trata de eso el acontecimiento vital?

Frente a las nuevas correspondencias y rituales, el grupo de matones entra en crisis. El azar vuelca la experiencia violenta en metas poéticas. Sloterdijk las define como técnicas de distanciamiento, movimientos hechos de repliegues, huidas y contraataques. Dice Sloterdijk: «Dado que, desde la cultura, los pueblos llevan consigo per se, chispas divinas, está en su naturaleza hablar como colectivos teopoéticos»

Sloterdijk apunta que «en la jungla y en la pradera, la diferencia entre ruidos grupales y ruidos del mundo fija una primera frontera entre propios y ajenos. El pequeño grupo asegura su continuidad acústica con el conversar, parlotear, cantar, tamborilear. (…) cantores o recitadores experimentados» y de ese modo se reconoce una horda entre otras hordas.No necesariamente se trata de rituales, son formas de identidad aparentemente intuitivas, modos que con el tiempo se transformarán en reglas y cualidades sociales: la moral es una ley que se construye bajo crisis.

En alguna medida, los impostores participan de la crianza social. Podría tratarse de una época donde los muertos aún logran superar el olvido, un acuerdo antinatural sostenido en la experiencia evolutiva en las incubadoras de cría. El orden parece preciso: la capacidad espiritual de las antiguas hordas se revela frente a capacidades concretas: la empatía y el amor, la sexualidad crónica, la voz articulada, la belleza estética; todos experimentos biológicos ineludibles.

Katchadjian sitúa su comunidad en un espacio donde lo evolutivo parece detenerse dentro de dos placeres concretos: el regocijo de la música y el de la carne; preferentemente humana. Los matones se mantienen unidos y a propósito de esa amalgama –una de las claves de la narración– participamos activamente de las innumerables preguntas y respuestas que a modo de consultas pueblan el relato. Las indagaciones, ocasionalmente, son indirectas. Surgen de la necesidad que presenta el camino; tan desconocido como azaroso. Los dramas no responden sino a los aspectos trágicos de la novedad y la incipiente  curiosidad. Las respuestas no evaden las preguntas, pero el conjunto, orgánico de ese contenido, sólo consigue alejar el objetivo cada vez más al punto de preguntarse por qué, frente a todos los esfuerzos realizados, no logran encontrar al poeta: «Si no encontramos al poeta es porque no sabemos si queremos encontrarlo o no. (…) Decidámoslo»,–escribe Katchadjian. Ciertamente pareciera una cuestión de tiempo tanto como de voluntad: los acontecimientos del relato manifestados en ciclos y experiencias, parecieran abrevar los modos técnicos que Thomas Mann considera para su Montaña Mágica: Zeitroman; un relato temporal.

Sloterdijk postula que el hábitat social de la prehistoria son los pequeños grupos y los pueblos; los individuos aparecen recién con la cultura superior, y esto no sólo explica el refinamiento de los antiguos y modernos, sino su poder de dominio al repetir hombres en hombres; al fin, el ciclo exitoso que conocemos hasta ahora y que deleita con sus dominios en el arte de la supervivencia: el ámbito político. Pero la edad del hombre en la tierra – advierte Sloterdijk– no es la edad de la cultura superior. Esa fantasía es la obsesión que busca derrumbar la historia y los procesos de aprendizaje para ubicar a la humanidad en el dominio inmediato del conocimiento, los saberes fuera de la conciencia y la realidad de un modelo colectivo y organizado sin fundación ni historia.

Los cuentos espirituales de Katchadjian –no hay dudas– gozan de total libertad literaria; acaso su núcleo único y primordial. No obstante podrían mostrar el instante concreto donde una comunidad arcaica, apenas motivada por modos espontáneos y técnicas basadas en la necesidad, se convierte en una cultura del poder. Se trata al fin de un espacio temporal estrecho, una suerte de embudo donde la sumisión espiritual, de naturaleza generosa e ingenua, conecta la naturaleza peculiar de los sentimientos con el dominio de las dotes intelectuales. Un campo mesiánico dominado por Dios dentro de otro, violento, político y conscientemente humano.

Oscar Carballo, [Mar de La China], Julio de 2023.