ISSUE 33/ Febrero 2023

Pasolini

Saló y el Teorema político:

«Dios es el escándalo»

por Oscar Carballo

Aún cuando en un principio la iglesia lee políticamente el film de Pasolini, al poco tiempo vuelve sobre sus pasos para cancelarla: la considera inmoral; abyecta. La tesis sobre el sacrificio contemporáneo, –el reemplazo de Dios por nuevas deidades como el consumo, el confort y la corrupción– simplemente establece una provocación política y teológica, intolerante.

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2023

Hay mucho escrito sobre la última entrevista que Pasolini ofreció a Stampa Sera, cuatro horas antes de morir asesinado. Parece un interrogatorio policial. El poeta ha terminado de rodar Saló y los 120 días de Sodoma, una obra basada en un texto del Marqués de Sade pero agriado por su intransigencia política y su ferocidad intelectual. Pasolini inicia Saló citando cinco libros, –una referencia cinéfila que hoy ocuparía indiferente el tramo final de los créditos– entre ellos, leemos: Sade, Fourier, Loyola, de Roland Barthes, Làutreamont et Sade, de Maurice Blanchot; y un texto de Simon de Beauvoir: Faut il brûler Sade, (¿Debe ser quemado Sade?) Incluso hay extractos de Klossowski (Sade mi vecino, 1947) texto que Pasolini utiliza directamente en el guión. Estas lecturas revelan en su conjunto un interés concreto: Sade es burgués, misógino, violento y clasista. Simone de Beauvoir se encarga de enmarcarlo de este modo: «desde el momento en que la cultura es ella misma un privilegio, muchos intelectuales se alinean en el lado de la clase más favorecida»

La prensa es un enjambre inquieto pero Pasolini contesta sereno:  «Escandalizar es un derecho, como ser escandalizados es un placer», les dice. Ese puñado de preguntas que la prensa francesa acomete sin pausa y a quemarropa, se parece al comienzo ansioso de Teorema, su film previo, estrenado tan solo un año antes. A modo de prólogo, –el comienzo de Teorema  considera una estética televisiva– un periodista entrevista a dos o tres hombres en la entrada de una fábrica. En una decisión súbita, un poderoso industrial milanés ha cedido el control de la empresa a sus obreros. El periodismo busca acorralarlos; despertar la respuesta que desnude la contradicción que se plantea. En un cúmulo de voces puede escucharse la siguiente pregunta: ¿No les priva así de la esperanza de una revolución futura? Los operarios contestan esquivamente. El punto de vista, antes que producir incertidumbre, establece una boutade. ¿Se trata de un error del poder? ¿Acaso puede un obrero convertirse en un pequeño burgués especulador? ¿Puede permitirlo la propia burguesía, la iglesia y el poder económico?

En la vida real, la opinión pública también se irrita pero Pasolini no se inmuta. Su voz muestra una valentía artística y política, impar. De un modo u otro la inquisición siempre es la misma. Pasolini cierra su comentario de este modo: «Y quienes se niegan a ser escandalizados son unos moralistas»

Hace unos pocos meses que acaba de terminar un tratado pedagógico. El texto, muy breve pero lleno de advertencias y admoniciones, dialoga con un muchacho ideal, Gennariello, –también considera que pueda ser una muchacha: «daría lo mismo si en vez de ser un Gennariello fueras una Concettina» (señorita)–; lo imagina napolitano y pobre, pero tal condición no excluye, pese a tratarse de un burgués, que sea interiormente bello. Les habla como un padre. Esa es su didáctica.

Esa misma noche de la entrevista, Pasolini maneja su Alfa Romeo hasta el Puerto de Ostia. Es el 2 de noviembre de 1975. Acaba de recibir un mensaje mafioso: recoger los negativos originales de Saló, la película que escandaliza al mundo en esos días y será estrenada en forma póstuma dos semanas después.Se trata de metrajes robados de la misma Cinecittà. Piden por ellos una cantidad de dinero insolente. Pero el chantaje es uno de los modos que Pasolini conoce desde la emergencia social que lo formó. Una división política y social que domina en enfrentamientos constantes e ideológicos, derivas de su pobreza y de su sexualidad explosiva, urgente y marginal; de su palabra empeñada en una verdad que jamás detuvo frente a nada.

Pasolini conoce el anochecer de los pueblos porque así ha buscado sexo en las estaciones de tren. La ruta lo absorbe en esos barruntamientos. Quien lo ha chantajeado busca en su apasionamiento una nueva tentación, pero aún así, Pasolini se confía. Siempre ha sido ese el intercambio. Cuando baja del auto, lo atrapan como a un conejo y lo torturan como a un humano. Nada parece ser diferente a lo que ha expresado en su film Saló. Con las horas detienen a un joven, pero, ¿un solo hombre pudo haberle hecho todo ese daño? Lo atropellan con su propio auto, lo pisan, lo golpean hasta desfigurarlo, le estallan los testículos; luego incendian parcialmente su cuerpo. Pasolini era un hombre fuerte que esa noche, del mismo modo que los jóvenes que ha filmado en Saló, apenas puede pedir auxilio inútilmente de rodillas.

Cuatro horas antes Pasolini se había expresado sin ambigüedades «Todo el mundo sabe que yo pago mis experiencias personalmente. Pero también están mis libros y mis películas. A lo mejor soy yo el que se equivoca, pero sigo pensando que todos estamos en peligro» Suena claro, pero buena parte dela iglesia no soporta su ideario, al fin su irreverencia: no son tampoco ni los modos ni las palabras adecuadas. Pasolini es revulsivo aunque cite a intelectuales como Blanchot y Barthes. Observa la crisis social como una continuidad histórica: la democracia cristiana comanda empecinadamente una política ciega que solo busca aplastar los desplazamientos civiles como si se tratara de insurgencias. El poder político lo detesta. Los ejemplos sobran: postula, para eliminar la criminalidad en Italia, abolir la escuela secundaria y la televisión. ¿Acaso no corona su herejía filmando Saló, un film que presenta en sociedad con la amabilidad de una ráfaga de metralla?

El argumento que cuenta en Saló, aterrador en todo sentido, trata el secuestro perverso de unos jóvenes durante el fascismo. Pasolini filma esa historia en 1975, dirigiendo la potencia de su cinematografía para acusar al poder en todas sus lineas: la política, la justicia, la banca, el clero. Nueve jóvenes mujeres, y ocho jóvenes hombres, (un muchacho es fusilado al intentar escapar), son encerrados y torturados indefinidamente por ese poder que el poeta no se cansa de señalar. De tal modo el eje del mal y todas sus abyecciones y ruindades se retratan en un duque, un obispo, un magistrado y un banquero. Asistidos por unas prostitutas ancianas y unos soldados ignorantes –quienes no tienen voto pero se lavan las manos jugando a los naipes  como los carceleros de Cristo–, firman un reglamento atroz.

Pasolini filma la obra del Marqués de Sade en un Palacio en Bologna. El retrato espacial se aproxima a la geografía de la Segunda Guerra durante la república de Saló. La frontera visual del espectador converge dualmente en un bello paisaje melancólico; espacios interiores inmensos y despojados, pero también en la soledad del fascismo, murallas y encierro; la clausura del suplicio y la impunidad.

 La película no se estrena. Pasolini revela los pormenores de la historia del fascismo utilizando una ética visual convulsa y abyecta; la materialidad más abominable posible. Ética y estética se vuelven insoportables. Una intolerancia preparada para una sociedad de consumo que busca un discurso comprensivo acerca del crimen social. El dossier de prensa está escrito por el propio poeta: «Con atrocidades casi insólitas, casi imposibles de contar, toda la película se presenta como una enorme metáfora sádica de lo que fue la disociación nazi-fascista con sus crímenes contra la humanidad»

La medula poética de Pasolini habita en la marginalidad. Su libertad es el derecho urgente que enmarca en el martirio de los desposeídos. Los miserables y el campesinado son su formación arrasada por el sistema, el duro y pragmático capitalismo que derrumba el centro moral de la cultura del trabajo y su fe en Dios. En su obra, la referencia a las clases sufrientes se condensan en la imagen misma de un Cristo marginal, voluntad que ha comprendido particularmente en la atenta lectura del Evangelio de San Mateo y su predica de liberación en el desierto, obra homónima que filma en 1964.

Pero el lenguaje evangélico de Pasolini es político, y la sintaxis friulana; el paisaje narrativo, tan enteramente cósmico como realista. Pasolini recuerda la visión de esa tierra natal desde la ventana del tren, es decir al regresar a la campiña junto a su madre. En ese período Pasolini escribe Poesie a Casarsa y recupera la voz dialectal del campesinado, núcleo de su narrativa temprana. También abandona un pasado fascista histórico empujado por su época y cultivado por su padre, un soldado ejemplar del temible Mussolini. La ventana del tren –el paisaje que imagina– impulsa el deseo de retratar el viaje como un travelling cinematográfico. Acaso busca recordar lo que imaginará en sus films. Esta experiencia, no obstante se renueva con otros viajes: los que recorre en auto junto a Fellini en busca de la realidad de los sueños. Es 1957, y Pasolini ensaya sus comienzos con el cine. Escribe el guión de Las noches de Caviria, la historia de una prostituta que se redime en Ostia. Antes o después, pero dentro de la realidad inequívoca que conoce, escribe su segunda novela mimética: Una vida violenta.  

Pasolini se opone al aborto pero pide con urgencia su legalización. No es contradictorio, es revolucionario. En sus films dice lo que piensa. Lo hace observando desde distintos sitios a la vez, como sucede en los sueños que orbitan en espacios diversos; tránsitos vagos y asincrónicos. Mientras la realidad suele contarse en forma lineal, por así decir, Pasolini adopta un punto de vista amplio, acción y escenario que solo concede el misterio entre el personaje y su ambiente. Desde cierta técnica de cámara, la ambigüedad preserva el enigma en una subjetividad acaso documentalista. Pasolini sabe que la realidad es un escenario cuya revelación debe ser captada por la cámara sin necesidad de montaje alguno: «la música descriptiva no es música; es música mediocre, hedonista»

No hay contradicción en el poeta; su marxismo es tan religioso, como su religión marxista. Inmerso en la fe de sus días de infancia y siendo un perfecto católico que comprendió la liturgia antes de estudiar filología, abjura del catolicismo y el clero: «el fantasma clerical-fascista». Como si se tratara de una comedia de enredos lo expulsan del partido comunista por su intolerancia crítica. Pasolini lo considera de este modo: «No creo que el marxismo rechace lo sagrado, rechaza las instituciones eclesiásticas y clericales. El positivismo sobre el cual se fundó el marxismo fue excedido por la ciencia moderna»

La marginalidad en Pasolini nace del desplazamiento de sus modos culturales a los centros de poder citadinos. Roma es despiadada como el Dios que destruye Gomorra. Pasolini observa la maldad en ese tránsito. Por eso lo seduce de inmediato. La incertidumbre del hombre de provincias parte en todo caso del confinamiento propio; la sabiduría de los aprendizajes populares se proyecta con las primeras imágenes simples, la mirada dura sobre lo inmediatamente vivo, la realidad sin intermediarios. El choque es formidable pero lo entusiasma. El artífice de ese estallido no es otro que una burguesía insaciable de poder y su expresa decadencia existencial. Pasolini observa la expulsión del campesino a una periferia cultural que resiste en solitario: un combate cuyas herramientas enseñan los objetivos nobles de una vida tan crédula como bella. No obstante desconsidera tal ingenuidad al dirigir la cámara. Cita a Marx a propósito del Manifiesto: «Los genocidios de Hitler fueron precedidos por los genocidios culturales perpetrados por el capitalismo» Simples desposeídos aferrados con humildad a sus herramientas de trabajo

La obra de Paolini podría enmarcarse en el discurso de liberación de Cristo, ese hombre despojado de todo que predica en el desierto. Mientras se acerca a Dios, muestra inequívocamente como el régimen fascista de Mussolini, –y de la mano de la iglesia–, abusa con crueldad de sus hijos inocentes. En Saló, lo hace literalmente: a punto de morir, una joven aterrada cita a Jesús colgado en la cruz: «¿Dios, por qué nos has abandonado?» Pasolini ya había tratado el tema de los Evangelios y los conflictos de la burguesía en sus trabajos previos, pero es en el film Teorema donde consigue plantear al respecto una pregunta retórica y política: ¿Qué puede ocurrir si el poder pasa a manos de los humildes creyentes? ¿Cómo será el poder despiadado de los miserables?

Puede decirse que al morir, Pasolini interrumpe una obra religiosa. Ademas de Gennariello, y en medio de las turbulencias y repercusiones de Saló, Pasolini ha estado escribiendo otra denuncia: Petróleo, un texto que expone la intolerante hipocresía de la democracia cristiana, al fin, la connivencia de la política con la mafia, –CIA incluida– y sus negocios escandalosos con el Ente Nacional de Hidrocarburos. No haría falta abundar en más detalles para entender su muerte. El encuentro con Pino Pelosi, un adolescente de 17 años a quién el director ya conocía desde hacía unos pocos meses, fue el señuelo para emboscarlo. Pelosi por estos días ya está muerto pero purgó en la cárcel una condena que distrajo la opinión pública en representación de los poderosos. Naturalmente se habla de chantaje sexual y sus alrededores miserables. Hoy el crimen de Pasolini está impune.

Teorema:

El film Teorema se estrena en 1974. Precede de una novela homónima que escribe y publica en 1968, una experiencia literaria clave, directa en su forma narrativa que es bisagra en su propia obra novelística y poética, un modo que finalmente lo llevará técnicamente al informe mero y llano. Al fin de cuentas se trata de «un manual laico acerca de una irrupción religiosa en el orden de una familia: –una familia poderosa; una familia de patrones industriales de Milán. Pasolini los muestras en su ambiente; a Paolo vagando en su automóvil en los confines de su fábrica, a Julia, su bella mujer, burguesa modélica, y a Pietro y Odetta, sus hijos, bromeando a la salida del colegio. Luego los reúne en un cuadro frontal y simétrico, bajo el protocolo de una cena moral y cristiana. La casa, –fijada en el recuerdo histórico del esplendor burgués– es una Vila del Quattrocento: imponente fachada, simetría visual, expresiva austeridad material. Pasolini  se aleja del realismo: al contrario, es emblemático, enigmático… de modo que todo dato preliminar sobre la identidad de los personajes tiene un valor puramente indicativo: sirve a la concreción, no a la sustancia de las cosas» La experiencia continua de sus trasvasamientos narrativos dan como resultado una película directa y de diálogos mínimos: su construcción por momentos abstracta es esencialmente poética y pictórica. «No hay nada que obligue tanto a mirar las cosas como hacer una película», escribe en Gennariello.

La cena transcurre en silencio. Emilia, la empleada doméstica, completa el cuadro social trayendo un telegrama. Naturalmente lo lee Paolo, el jefe de familia. La esquela anuncia la inminente llegada de un desconocido. El enigma de su identidad, –si puede considerarse así la presencia temporal de alguien nuevo en la familia–, se mantendrá hasta el final sin develarse. Tampoco tiene nombre –en los créditos se lo indica como «el Visitante»– pero sus modos sencillos son extraordinarios: su potencia física y su mirada redentora darán coyuntura al relato.

Pasolini sabe que un artista no puede separar la obra de su pensamiento. La incertidumbre artística es el campo mismo de la obra. Por eso quien dirige todas sus preguntas orgánicamente es la poesía. ¿Cómo apropiarse de los aspectos semióticos en el arte sino mediando la tensión presencia-ausencia? Con ese material audiovisual lucha sin concesiones contra el pragmatismo comercial del cine. No hay pretensión ni mensaje alguno; no busca hacerse entender aún cuándo sus artificios expresan una dirección precisa en tal ambigüedad. Pasolini consigna que aquello que «ha debido extender sobre la urdimbre de la prosa poética, ha acabado por contagiarme hasta darme un leve sentido del humorismo, del desapego, de la mesura»

Aún cuando Pasolini considera que su estética es inseparable de su cultura, –«tengo el derecho a no avergonzarme de mi sentimiento de lo bello»–, enfrenta al fin lo poético, a lo estético.  No hay representación ni simulación poética. El artista rechaza las doctrinas, o las libera de su dogmatismo. Filma la realidad tal como la observa, a través de sus ojos y sin otro mediador que la cámara. Eso es lo real entonces, sin timideces, pero fundamentalmente sin mediar demasiados artificios académicos, algunos de los cuales les teme.

Teorema, aún sin ser erótica,muestra una tensión sexual inequívoca y quien le confiere esa fortaleza es precisamente el registro opuesto que la familia de industriales –Paolo y Julia, y sus hijos Pietro y Odetta– concede para sí misma: salvo desde el universo de las finanzas, no hay entre sus integrantes comunicación alguna; ni física, ni espiritual. Mucho menos se advierte sexualidad. Pasolini postula que la burguesía exhibe las cuestiones del sexo fuera de su propia castidad; así el pudor se transforma en una mecánica de la vergüenza al tiempo que el amor espiritual desaparece detrás de una figura retórica: la descendencia. En el seno familiar, el amor filial considera un comando eventual que solo acompaña la salvaguarda de los intereses económicos. Esa es la seriedad de sus comportamientos esquivos. La pasión, antes de la llegada del Visitante, esta fuera de registro. En Lettere luterane, su último ensayo social, Pasolini lo escribe así: «las personas serias son sexófobas»

Quizá Teorema sea el registro de una estadía. El primer día parece uno más. El Visitante lee en el jardín –es otoño– y Emilia, la empleada doméstica, trajina con una cortadora de césped; va y viene absorta en su trabajo hasta que súbitamente se detiene a observar al Visitante: (Pasolini abunda en planos decididos sobre los genitales: un ángel joven y hermoso que lee a Rimbaud) Emilia se ahoga y corre de aquí para allá. Parece necesitar contener el impulso carnal de poseer aquello que eventualmente sueña y reprime en forma lúcida. El Visitante percibe sus movimientos desesperados: la busca por la casa, la recuesta en su cama y le apoya una mano en el rostro. En esa calma, vemos por primera vez la acción misma del Cristo escandaloso. La mano piadosa que salva y posee. No hay violencia ni indecisiones: tiene la pureza y la humildad de un animal. Es Emilia misma quien levanta su falda ansiosa frente a lo que ella misma cree ver: una inspiración mística.

Luego de poseer a Emilia, El Visitante conquista moral y sexualmente a cada uno de los miembros de la familia. Los sofocamientos que todos experimentan frente a su presencia reflejan inequívocamente una poderosa redención frente a una vida vacía, pero principalmente, desesperadamente segura.

Si bien la obra de Pasolini nunca deja de expresarse en forma de tesis, las preguntas que aparecen a la usanza de los comentadores, ocupan el centro de los diálogos tanto como sus imágenes. En la novela, Pasolini lo resuelve en un «estilo indirecto libre». Las respuestas, si las hubiese, corresponden al campo de la retórica. Y esa es la incomodidad poética de Pasolini. Teorema fue prohibida en Italia luego de su estreno. Aún cuando en un principio la iglesia lee correcta y políticamente el teorema de Pasolini, al poco tiempo vuelve sobre sus pasos para cancelarla: la considera inmoral; abyecta. La tesis sobre el sacrificio contemporáneo, –el reemplazo de Dios por nuevas deidades como el consumo el confort y la corrupción– simplemente establece una provocación tanto en el plano religioso como en el político.

La tesis de Pasolini señala un Dios provocador, inquietante e inmoral. También un mensajero imaginario en espejo con un mujik: Guerassim, el campesino ruso sin tierra que accederá a ese derecho recién durante la segunda revolución rusa. Cuando el industrial Paolo enferma, el Visitante cuida sus dolores hasta sanarlo. Frente al lecho, entre otros libros, puede verse La muerte de Iván Ilich, la novela de Tolstoi.Pasolini se pregunta en la novela: ¿Puede un padre ser mortal?

El Visitante posee a los cuatro sin vulgaridad, los cuerpos laxos y leves se encuentran, podría decirse, bajo un encanto mágico, pero la inequívoca pasión que despierta en cada uno de ellos es la manifestación del rencor espiritual y la impureza de la convicción moral. Lo genital que Pasolini muestra como atributo oculto es una convención acerca del poder redentor de la culpa. Tiene una fuerza similar a la caricia en cada rostro que actúa como un golpe antes de que los cuerpos se fundan con el forastero amorosamente convencidos. Lo profano se vuelca en lo sagrado. Pasolini alterna los apareamientos con la imagen de un desierto volcánico que irrumpe entre escenas en una suerte de flash-in permanente.

El Visitante seduce aPaolo pero es el industrial quien lo invita a pasar un día de campo. También deja que maneje su auto. Ambos se expresan con sencillez, incluso tirando juntos unos golpes de boxeo en un alto en la ruta. El circunspecto industrial ha dejado de ser un hombre serio. Al reír se vuelve inmoral: «es difícil contradecirte», le dice al Visitante. Parecen viejos amigos y acaso lo sean, pero caminan en la bruma de un bosque agreste con un solo objetivo. El Visitante se recuesta en unos pastizales mientras holgazanea. Paolo se acerca: «Me has seducido y yo me he dejado seducir» dice antes de entregarse al amor con plenitud. Durante la noche, es el joven Pietro quien levanta las sábanas del forastero para observa su desnudez; una sexualidad que comprende por primera vez en su vida en un orden distinto del que esperaba. El Visitante le enseña además pintura, –decididamente la sensualidad del arte moderno– acercándolo a Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión, una obra de Francis Bacon.

Odetta le entrega su virginidad luego de fotografiarlo en el jardín. Envuelta en éxtasis, la joven arrastra al Visitante a su cuarto. Los diálogos son mínimos. De rodillas le enseña una fotografía de su padre que precede sus recuerdos pegada a la tapa del álbum. Luego, como si no hubiera otro sentido dónde abrevar, Odetta se quita la blusa. Julia, la madre, es la última posesión del Visitante. Simplemente se desviste en la galería alta que da al lago y lo llama ardientemente. El Visitante acude mostrando por única vez pudor. Julia se recuesta en su belleza y en todo caso, le pide perdón por su desnudez.

Pasolini evita los símbolos. La imagen es una sola alrededor de aquello que quiere contar. No fuerza nada. Pasolini postula la variación de la realidad en manos de su propio material que es la poesía. Aquí es donde la lengua madre, la lengua del Friuli se vuelve instrumento mientras le otorga, bajo una realidad propia, una voz armada y múltiple: la sintaxis popular, la palabra de los postergados silentes, el paisaje agreste, lo sufriente y lo bello, la simpleza de los objetos, la sexualidad urgente, la honra de sus ancestros, la arquitectura de la palabra muda, la lengua madre que proyecta el origen.

Una tarde, un telegrama anuncia el fin de la estadía. El Visitante debe irse y el derrumbe familiar oficia de prólogo a la segunda parte del film. Los sentimientos, sin pudor, se emplazan en nuevas confesiones. El extraño al fin los ha despojado  fundamentalmente de su propia voluntad burguesa, la del egoísmo. Al dejar la estancia, al abandonarlos a su propia realidad desdeñosa, la vida se aprisiona en un despojo  inentendible. En ese desconsuelo cada uno se confiesa ante el forastero. No hay diferencia alguna: lo hacen ante Dios. ¿Ante quién los poderosos podrían arrodillarse en el inexorable fin de sus días?

El Visitante los escucha. Podrían ser alegatos, pero su posición es terrorista. Quien le habla primero es el joven Pietro: «Lo que me hacía igual a los demás ya no existe» –dice llorando desconsoladamente–, Julia, en cambio, revela su desencanto en el progreso material: «Has llenado mi vida de un interés total y verdadero. Tu partida no destruye nada de lo que había, salvo una reputación de casta burguesía. Pero al llenar de amor y dejarme, lo destruyes todo» Odetta descarta la guía de su padre: «Conocernos me ha convertido en una chica normal. Antes no sabía nada de los hombres. Les sentía miedo y sólo quería a mi padre y ahora que me dejas haces que vaya aún más lejos. ¿Esto querías? ¿El dolor de perderte? Por el bien que me has hecho tomo conciencia de mi mal. ¿Cómo podré sustituirte? El Visitante se muestra en una cavilación indescifrable. Su sonrisa no tiene piedad; su silencio ofrece a cambio una granada a punto de explotar. Paolo, el pater familiae, enseña su ruina: «Has venido aquí para destruir. En mí esa destrucción es total. Has aniquilado la idea que tenia de mí. Perdí mi identidad. Un escándalo así se asemeja a la muerte civil. ¿Cómo puede llegar a esto un hombre preparado para el orden, el futuro y sobre todo, para la posesión?»

En el epilogo del film, Pasolini retrata el destino familiar como desprendimientos de un poderoso núcleo moral. Aún así, hay caridad en la despedida. Dice Pasolini en una entrevista: «Todos lo aman, todos serán problematizados por él, poseídos por él en el sentido absoluto del término. Después él parte. Y este pasaje de Dios los deja devastados»,

Anne Capelle lo acusa de provocador:

–Dios amante de tres mujeres y dos hombres… yo podría preguntarle: ¿usted busca el escándalo?

Dios es el escándalo, –contesta Pasolini– Cristo si volviera sería el escándalo; fue el escándalo de su tiempo y lo sería hoy. Mi desconocido –interpretado por Terence Stamp– explicitado por la presencia de su belleza no es Jesús insertado en un contexto actual, no es tampoco Eros identificado con Jesús; es el mensajero de un Dios despiadado, de Jehová que, por un signo concreto, una presencia misteriosa, saca a los mortales de su equivocada seguridad. Es el Dios que destruye la buena conciencia adquirida inescrupulosamente, al abrigo de la cual viven –o más bien vegetan– los bienpensantes, los burgueses, en una falsa idea de ellos mismos.

La vida del clan se dispersa. Sin identidad desaparece el deseo mismo de ser grupo de familia. Sin memoria ya no convoca un territorio de amparo. Emilia abandona la mansión como una empleada obediente: por la puerta de servicio. Regresa a su pueblo de origen, un sitio medieval y desértico. Parece deshabitado pero se trata del universo austero de provincias; una constelación de herramientas de campo alrededor del caserío. En ese artesanado pleno de orden romano, unos niños se encargan de recibirla: «Hola Emilia», dicen por turnos. Detrás de los visillos, –el pueblo se asoma con cautela– sienten respeto y temor. Cuando el sol se oculta por completo, en esa penumbra, Emilia conduce sus pensamientos a otra dimensión; acaso metafísica. Está sentada en un banco contra una pared entre gallinas y piedras, cardos y viento. El pueblo, vestido de fiesta la venera como una deidad. Llevan sus enfermos. Se persignan. Emilia cura un niño con su mano. Sonríe por vez primera. También el pueblo tras el milagro. Se arrodillan.

Para Pasolini, la poesía disciplina la realidad. ¿Porque el pensamiento de un poeta debería tener dureza dogmática cuando el arte y sus preguntas no la tienen? La retórica y el rebuscamiento –Pasolini lo sabe– son formas de renuncia del lenguaje. En ocasiones se empeñan en solidificarse desde un academicismo obediente que solo la potencia de la cultura popular logra enfrentar. La fortaleza del lenguaje está en su crecimiento dispar; indisciplinado. Esa es su resistencia. Pasolini busca en los márgenes; en la quietud vital de la cámara un lenguaje donde derrumbar el artificio que el cine ha agotado en el neorrealismo.

Sin El Visitante, la Vila se ve desierta, pero el atardecer dora el esplendor de su arquitectura haciéndola ver como vital. Odetta sale al jardín, espía la calle y baila. Comienza su proceso de cambio. Lleva un puño apretado y una empleada nueva –su nombre también es Emilia, como si la identidad de los empleados fueran genéricos como su vida y su destino. Se acuesta en la cama y ya no volverá a levantarse ni hablar. El médico familiar la acaricia compasivo y dice: «No puedo hacer nada, no es de mi competencia.» La transformación de Pietro asume el riego del arte y sus preguntas. Borronea una figura hasta volverla abstracta. “El autor (…) se degrada por la ilusión de haber perdido algo para siempre»   

Julia se interna en una ciudad desconocida. Mide un muchacho joven que de inmediato sube al auto en un código aprendido de toda la vida. Se desnudan en un hotel humilde. El chico está apurado. Julia lo examina antes que sentir por sí misma; es maternal antes que erótica. Tienen sexo una y dos veces. El chico se duerme exhausto. Ninguno de los dos tiene otro plan juntos. Pasolini filma un pantalón en el piso y la prensa toma nota de inmediato. La crítica formaliza la entrepierna del Visitante y objeta al poeta. Pasolini se toma un tiempo para contestar: «Teorema no es obscena. Su escándalo no viene de su erotismo, aun si se me reprocha demasiado ‘fotografiar las braguetas’. El enunciado de este teorema exige ese exhibicionismo. El escándalo es la tesis que yo sostengo, y para el público no es el contenido lo que escandaliza sino la forma, porque ésta es simple y –en apariencia– convencional, pero de hecho rigurosa hasta la provocación»

La consagración de Julia, –el objeto de su ofrenda–, aún es débil y lo seguirá siendo mediante una operación que establece el sacrificio desde una perspectiva civil. En ese cotidiano, la ciudad suburbana es desigual; solo comparable a su impotencia desconocida. «Un amor instintivo por la vida estéril como un jardín por el que no pasea nadie” Aún levanta otro muchacho y uno más espera. Tiene sexo por turnos en unos pastizales hasta que los devuelve donde los encontró. Los muchachos se bajan sin mediar otro trato que el olvido. Julia regresa a Milán y se encierra en una iglesia.

Cuando Paolo se mezcla con la multitud en la Terminal de trenes de Milán, parece estar listo para devolverle la fábrica a sus operarios marginales. La existencia, al fin, remite en Pasolini a un materialismo histórico furioso: los cambios en la cultura son el resultado inexorable de las condiciones materiales de la vida misma, la lucha de clases y los modos de producción. No hay obscenidad aún cuando Paolo busca una presa con ansiedad genital. Desnudo, no obstante, aparece en el desierto. Esa misma tarde, Emilia solo ha comido ortigas. Levita en el cielo con los brazos en cruz, suspendida sobre la aldea. Los eremitas rezan. Cuando Emilia desciende, la muchedumbre la acompaña hasta las afueras del pueblo, una barriada industrial pauperizada. Pasolini observa la redención como un hecho colectivo. Emilia se entierra viva y una anciana termina el trabajo. «No tengas miedo, yo no he venido aquí para morir sino para llorar. Mis lagrimas no son de dolor. Formarán una fuente que no será fuente de dolor» Las lágrimas de Emilia crean entonces un charco barroso. La anciana frente a la sepultura sostiene el mango de la pala. Hay humanidad en su mirada y parece rezar por todos. También por Paolo que camina desnudo en el desierto. Sólo hay bruma volcánica y arena. Paolo corre y se esfuerza hasta caer exhausto bajo el sol. Es un hombre común que peregrina en el desierto. Se detiene expectante y grita. Son bramidos prolongados de deshago que culminan con la película.

Oscar Carballo, [Mar de La China], Febrero de 2023.