ISSUE 30/ Noviembre2022
Steven Spielberg
Didáctica de la corrupción
Los enemigos del progreso social
por Oscar Carballo
La maldad, tal como la conocemos, es la capacidad ética y moral para producir aviesamente daño. En sus films, Spielberg la enseña en forma concertada y animal, aunque en el concurso de la naturaleza, tal cosa no exista como finalidad. En tanto un tiburón despedaza a una mujer en el mar, el alcalde del balneario obliga a ocultar el episodio para favorecer el comienzo ansiado de la temporada.
Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2022
En una ciudad balnearia de la costa este de Norteamérica, Chrissie, una joven que disfruta del mar, muere nadando durante un campamento nocturno. Es el comienzo de la temporada de verano. No será la única muerte. La certeza del asalto de un tiburón se demora lo suficiente como para que el animal ataque en nuevos sucesos. Un grupo de hombres, –un cazatiburones, el jefe de policía, y un científico marino– van en busca del animal para eliminarlo. Este es el cuento de Tiburón, el film que Steven Spielberg rodó en 1974, pero no su argumento.
La maldad, tal como la conocemos, es el dominio ético y moral para producir aviesamente daño. En muchas de sus películas, Spielberg la presenta bajo conductas humanas; en ocasiones como un sesgo animal, aunque en el concurso de la naturaleza, tal cosa no exista como finalidad. Aún cuando es un tiburón quien despedaza en el mar, el alcalde del balneario obliga a ocultar el episodio para favorecer el comienzo ansiado del verano.
Lo maligno aparece como sustancia de lo trágico y desencadenante de la historia. Sin embargo no es otra cosa que una arbitrariedad. Bajo esta lectura, la corrupción política se presenta como consecuencia de la irrupción inesperada de un animal asombrosamente letal y el dudoso conteo de sus víctimas. El éxito de la temporada es mas importante que cualquier lista de fallecidos y Chrissie es un episodio aislado entre hippies rodeados de drogas y sexo ocasional.
La corrupción política, como suele verse a menudo, sólo se lleva un pequeño susto. En el film queda expresado en un cachetazo sobre el rostro de un policía presentado como honesto. El golpe, inmediatamente después del funeral de la segunda víctima –Alex, un escolar– lo ofrenda la madre mediante un discurso civil la mañana misma del entierro. Amity Island, la ciudad ficticia que lleva el nombre del balneario, luce silenciosa bajo un sol implacable. El espectador se inquieta. No todo parece estar en su lugar pero en tal caso admite que los sucesos necesitaban con urgencia un responsable. La acusación no evita considerar a la bestia marina como un sujeto potencialmente asesino y serial. Ese riesgo presente lanza hacia el futuro los datos concretos de las víctimas. La bofetada es la reprimenda de una madre hacia la única autoridad que aparece visible en su comprensión. La madre golpea al policía de impotencia, pero la advertencia es para todos: los preceptos de la vida social –nuestra propia responsabilidad civil– son aprendizajes potencialmente sanos pero pueden resquebrajarse sin aviso. El golpe es inesperado; nos hace bajar la cabeza y tragar las inequidades de la historia social sin masticar. En la misma escena, –ocultándose entre la vecindad avergonzada que conduce–, vemos al alcalde, su rostro adusto, miserable, que pareciera haber salido indemne del linchamiento. Y claramente es otro quién ha purgado la pena. La tarea cultural de un alcalde es política: concierne en defender la actividad privada del pueblo y su economía –acaso la felicidad de todos– y tales cosas dependen del éxito de una temporada de verano. Caso cerrado. Nadie al momento está dispuesto a descubrir la trama por la cual esa madre ha perdido a su hijo y que de una u otra forma, con o sin tiburones asesinos, otro niño podría perderla en el futuro.
Mediante la paradoja de un sociedad que mientras se ampara en los argumentos felices del progreso desprecia la vida misma, la tensión entre los episodios trágicos y el reclamo social por una respuesta satisfactoria, queda desplazada en favor de la espectacularidad de una bestia que no establece razón alguna para actuar como lo hace. Podría decirse que se trata de la paradoja del progreso, un animal espléndido y poderoso que en su afán de libertad devora las manos de su amo.
Aunque Spielberg decide mostrar poco al tiburón, –cuanto menos ves, más suspense se consigue– no oculta en ningún momento el mecanismo del film. Los muertos que presenta en sociedad son producto de una relación perversa entre el poder político y el egoísmo social. No obstante no carga las tintas sobre la moraleja. Sólo presenta los acontecimientos desde el punto de vista de una sociedad que se hace la distraída mientras empuja el desarrollo de la historia en consecuencia con sus ideales materiales y sus ambiciones personales.
El argumento de Tiburón es eficiente por si mismo, pero el guión, –fruto de la colaboración, enmienda y reescritura por parte de muchos guionistas antes y durante el rodaje–, logra junto al diseño sonoro y al montaje un espectro emocional poderoso: construir lo espeluznante por fuera del monstruo marino. El presagio en los silencios, la escala del leviatán, el realismo de la filmación en el océano propiamente dicho, construyen un verosímil constante que no ceja hasta el final, aún cuando Spielberg abandona la última escena del rodaje –la desintegración del escualo asesino mediante una explosión espectacular– con un faltazo.
Durante largos tramos del film, la forma visual del tiburón se reduce a una aleta dorsal que se mueve sin pausa en derredor de una embarcación. Incluso prescindiendo de ella, esto es, filmando unos barriles de oxígeno que los cazadores deciden arponear sobre el cuerpo del tiburón pero que la bestia logra hundir sin dificultad escapando al fondo del mar. En ocasiones, Spielberg sólo propone la inquietud del espacio sonoro reducido a las dos sorprendentes notas de tuba escritas por John Williams para anticipar y conducir el presagio.
Algunos episodios movilizan el espesor moral del espectador y otros conmueven la atención mediante hechos del pasado histórico. Cuando todavía el alcalde no logra sostener su versión sobre la muerte de Chrissie (considerado un lamentable accidente con las aspas de un barco) y asimilar la desaparición y muerte de Alex fruto de un tiburón extraordinario, un tercer incidente con un pescador moviliza al pueblo. Hooper, un especialista en escualos se interesa en el asunto. Junto a Brody, el policía, consideran necesaria una incursión en el mar. Buscan una explicación pero encuentran una prueba. Se trata de un colmillo gigantesco atascado en el casco de una pequeña embarcación destrozada. Es de noche pero el tamaño de la pieza dental explica la escala completa del cetáceo. En ese tránsito, el cadáver del pescador los asusta y el colmillo del tiburón se escurre en el mar.
El tiburón que asesina desde el cuento, también se alimenta. No hay necesidad de aclararlo. Incluso su furia podría centrarse en la sospecha de sentirse amenazado. Esta presunción no es débil ya que en el guión, unos y otros deben enfrentarse a las decisiones del poder político que, salvo el tiburón, todos discuten airadamente. En este marco, pareciera que el único error en los hechos haya sido el del propio animal al ingresar a la jurisprudencia de un alcalde que domina con su presupuesto la algarabía de un pueblo de verano.
Luego de las muertes, el alcalde advierte un atajo y propone dar caza al tiburón –un animal razonablemente normal– mediante una recompensa. El jolgorio y la aventura trasvasan las dolorosas muertes del pasado en un juego de entusiastas y aventureros. Al fin se trata de un animal similar al que han visto nadar por generaciones y generaciones en las mismas playas que habitan. La remuneración exagerada derrumba el sentido y el propósito. Fracasan, desde luego, pero acaso la contingencia de la aventura logra alivianar el peso de las muertes que se vuelven ligeras. El miedo o la dulzura son estructuras intercambiables.
Revestida de una pátina sórdida, las reuniones en la alcaldía atraen a curiosos y preocupados. El policía Brody entiende que el cachetazo de la madre de Alex le concierne por omisión. En ese avatar, y entre débiles y temporales líneas de condena, aparece Quint, un ex marine y cazatiburones, famoso por sus hazañas en el mar. Ambos, –Hooper y Quint– condensan al fin dos aspectos centrales de la cultura norteamericana: la fortaleza de las ciencias y la potencia brutal y arrogante de sus fuerzas armadas. Uno y otro personaje moldean la conciencia del policía, cuyo plácet institucional –especialmente en alta mar– le otorga cierto poder político. Así, es Brody quien toma la posta del alcalde aunque no para discutir su poder de decisión y cuestionar su ética, sino más bien, para acatarla. Los tres –la idea del heroico policía honesto no alcanzaba por sí sola para resolver el conflicto– dan forma a aquello para lo cual el espectador ha sido preparado desde la introducción del film: la persecución y matanza de un extraordinario tiburón.
El policía, tras evaluar La pequeña embarcación de Quint advierte al cazatiburones: «Necesitará un barco más grande», dice. El comentario huelga; el viaje oceánico –la caza propiamente dicha– constituye el núcleo central del film. En esa aventura, cada uno y cada cual consigue mostrar el frente y el envés de sus divergencias: objetivos, conductas y especialidades; al fin sus debilidades y saberes. Pero Spielberg presenta esos modos como diferentes formas del fracaso individual; tres hombres interactuando en un modesto barco pesquero sorprendiéndose juntos de la fortaleza de un animal que comienza a dejar de serlo para convertirse en un extraordinario leviatán.
Spielberg aprovecha la soledad del mar para articular la historia real del hundimiento del Crucero USS Indianápolis durante la Segunda Guerra Mundial. Un cuento dentro del cuento que sin dudas relaciona los errores humanos, las decisiones políticas y la supervivencia colectiva: El 29 de Julio de 1945, el submarino I-58 de la Armada Imperial Japonesa torpedea al Indianápolis a medianoche. El Crucero espía se incendia y sus hombres se hunden en el mar sin posibilidad de reporte; se trata de una misión secreta, el transporte de Uranio como parte del Proyecto Manhattan para la fabricación de la bomba atómica. Aunque casi un millar de soldados logra salvarse saltando de la cubierta al océano, una semana después, completamente abandonados por la marina estadounidense, medio millar muere en alta mar apenas amarrados en salvavidas, sin alimentos ni agua, pero especialmente a merced de los tiburones.
Quint, (el propio actor Robert Shaw reescribe el monólogo durante la filmación de la escena) hace estremecer a sus compañeros tanto como a los espectadores. La noche en alta mar propicia los recuerdos entre risas, abrazos y lágrimas, pero fundamentalmente, logra reproducir en el grupo, el espíritu de cuerpo de las misiones militares. No obstante, entre canciones marineras y una clara solidaridad fruto de la coyuntura, los tres abandonan gradualmente sus bondades para reemplazarlas por un sistema de vilezas y chicanas, quizá una forma de defensa común, que logre derribar a un monstruo que ya ha quedado definitivamente alejado de otra cosa que no sea su ferocidad irracional y su instinto asesino. Con estos argumentos intentarán acabarlo a como dé lugar.
El rodaje se extiende en el mar. Diversas complicaciones con los modelos mecánicos del tiburón fuerzan nuevas e inesperadas estrategias y providenciales reescrituras. El final exculpa al alcalde por omisión, y concentra al mal tanto en la arrogancia del cazador Quint, como en la irracionalidad del animal. Ambos serán vencidos mediante una inversión que conocemos: el cazador cazado. Quint muere sufriendo, tal vez como una forma de redención, pero también para advertirle al espectador lo que podría negar frente a la historia: haberse salvado del hundimiento del Crucero USS Indianápolis no considera una fortaleza en si misma, sino, una circunstancia azarosa. El verdadero destino, igualmente atroz, puede quedar reservado para un tiempo inesperado y ejemplar.
Sobreviven en cambio el superhombre moral en la figura del policía Brody –aún cuando es quién efectúa el disparo mortal contra el tiburón– y el biólogo Hooper, señalado inocente en su búsqueda de la verdad científica; débil en su valentía, frío en su curiosidad.
Mas cerca de «Un enemigo del pueblo», –la obra de Ibsen–, que de Moby Dick, –la novela de Melville–, en el film Tiburón, de Spielberg, la ciencia y las instituciones parecieran quedar a salvo en medio del conflicto; incluso, los héroes de la patria. Quienes triunfan lo hacen orgánicamente detrás de una bandera común, aún con los despojos de una sociedad que espera de todos modos una respuesta, la cual momentáneamente –y en la figura del tiburón despedazado y muerto– se muestra como la mueca definitiva del enemigo público, un animal irracional, vil y profundamente antinorteamericano.
Oscar Carballo, Mar de la China, Noviembre de 2022.