ISSUE 19/ Febrero 2022

Emanuel Swedenborg

y los placeres sensuales

La grande bellezza: la abundancia del amor consciente

por Oscar Carballo

La vida en tránsito, resuena como la simple tarea de un pasajero que busca afanosamente un destino final sin conseguirlo. La tarea se completa apenas con una suerte de disposición que no es otra cosa que un cúmulo de aprendizajes y preparaciones absolutamente inútiles: la muerte llegará por si misma sin tener en cuenta la duración del viaje ni los saberes acumulados.

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2022

Entre 1743 y 1744, durante una caminata por una calle de Londres, Jesucristo se presenta frente a Emanuel Swedenborg. Le habla del derrumbe de la Iglesia y de la misión que habría de encomendarle a propósito de su renovación. Quién presenta estos hechos durante una charla en 1979 es Borges. Advierte esa noche que la obra y lucidez de Swedenborg lo apartan de la locura; también cita a Emerson: «ningún hombre llevó una vida más real que Swedenborg»

La experiencia mística en Borges –un agnóstico– trascendió probablemente su literatura plena de encuentros metafísicos: el tiempo borgeano es aparente y se revela en la conciencia donde el espacio es simultáneo. Al hablar de Swedenborg parece comprenderlo desde la vivencia misma; desde  una experiencia común.

La utopía de Emanuel Swedenborg comienza con las ciencias. Sus indagaciones discuten los mecanismos de la naturaleza y el universo: La economía del Reino animal y Los Primeros Orígenes de las Cosas Naturales. Pero es al escribir Principios de la Química, cuando comienza su verdadera  aventura filosófica. Para 1750 se enfoca decididamente en la psicología y en la teología. En El amor verdaderamente conyugal, investiga la fortaleza de los amantes que enfrentan la muerte en un corpus celestial que no logrará separarlos: el alma es una determinación; un estado de la conciencia.

Aún cuando la reputación de Emanuel Swedenborg se funda en sus aportes a la astronomía y en la audacia de sus invenciones en medicina, sus escritos místicos crispan sensiblemente al entorno de la filosofía: son los ángeles quienes explican la realidad del cielo y el infierno, y los hombres quienes determinan el ascenso celestial o un descenso infernal; Dios no interviene ya que no tiene voluntad de condenar. En sus textos descriptos minuciosamente, Swedenborg se considera transmisor ineludible de esa experiencia en la tierra. Lo seres angelicales que visita –de sus paseos cotidianos regresa pletórico de conocimiento celestial– tienen cuerpo pero son inmateriales. Tamaña sensibilidad inspirará en el futuro a poetas como William Blake y Baudelaire pero no evitará enfrentarlo a la Ilustración, a la voluntad del deber, al paradigma de Newton y a la moral de Immanuel Kant quien no admite la posibilidad de figura alguna sin mediación espacial ni materia que la configure.

 Pero el sueño y la vigilia, y aún la muerte son consideraciones de un mismo aspecto ontológico: un estado particular de la conciencia. Al igual que Leibniz, Swedenborg explica la unidad del Universo como una reunión refleja de sus partes. Borges apunta ese pensamiento diciendo que la vida del cielo –nosotros pensamos el otro mundo de un modo nebuloso– es una realidad vívida y tangible; una suerte de cuarta dimensión: En todo caso, Swedenborg nos repite que el otro mundo es mucho más vivido que éste. Hay más colores, hay más formas. Todo es más concreto, todo es más tangible que en este mundo. Tanto es así —dice él— que este mundo, comparado con el mundo que yo he visto en mis innumerables andanzas por los cielos y los infiernos, es como una sombra. Es como si nosotros viviéramos en la sombra.

En La grande Bellezza, –film de Paolo Sorrentino– Jep Gambardella deja su provincia para instalarse en Roma y escribir. Un éxito editorial temprano y acaso inexplicable sitúa al escritor rápidamente en la cultura del establishment. En ese tránsito exitoso y acompañado de un entorno bucólico  que no abandonará jamás, –empresarios, hombres del clero, periodistas de televisión, ricos y famosos– se expresará en innumerables terrazas intelectuales, mediantediálogos de escucha indiferente; un solipsismo idealpara destrabar la amenaza indeclinable de la incertidumbre artística.

Pero la abundancia es una adjetivación múltiple; una estrella cuyo capricho nunca puede dirigirse al mismo centro. El mar y sus peces, la arquitectura del  cielo y de la tierra; al fin la naturaleza generosa del universo, conducen la existencia a una suerte de sinfín cuya realidad terrenal es tan poderosa como insondable. La fertilidad deudora de la humanidad y el amor como meta espiritual abrevan también en los ciclos de la abundancia pero rondando un curioso anatema que tanto lo espiritual como lo material recurren en sus argumentos: la salvación, en acuerdo a quien la exprese, puede retratar la abundancia en la riqueza de los bienes financieros o el despojo de lo suntuario en pos de una pobreza colmada de virtud. La opulencia material de la aristocracia improductiva, su amenidad ingeniosa, reemplazará inmediatamente la continuidad de la escritura de Jep que comenzará y terminará con un solo título literario. Lo bueno si breve dos veces bueno. La advertencia de Borges es inquietante: la salvación humana no es solo ética; no alcanza con la pobreza espiritual: un hombre tiene que salvarse también intelectualmente.

Paolo Sorrentino considera el recuerdo como la contingencia poderosa de la imaginación. Su historia, cuyo colofón no podrá escribirse jamás salvo en la recurrencia de las mas singulares fantasías y renuncias, pone en crisis la belleza como el mero transporte de la vida espiritual. La vida en tránsito, resuena como la simple tarea de un pasajero que busca afanosamente un destino final sin conseguirlo. La tarea apenas se completa con una suerte de disposición que no es otra cosa que un cúmulo de aprendizajes y preparaciones absolutamente inútiles: la muerte llegará por  si misma sin tener en cuenta la duración del viaje ni los saberes acumulados. Con la muerte, los recuerdos se enciman a la luz del olvido; indagaciones que en tanto desenvuelven otros, especialmente para dar cuenta de esa brevísima trepidación que fue la vida. Roma, la ciudad eterna, introduce a Jep en las bondades de su opulencia y el arte así como lo enfrenta a los artistas actuales.  ¿Pueden relacionar seriamente el lenguaje contemporáneo con el sentido del arte? Jep no dudará en acorralar a una símil Marina Abramovic quien durante una performance vemossangrar una y otra vez mientras se estrella contra una pared.

Para Swedenborg la experiencia infernal parece concentrarse en una discusión cuya arbitrariedad no proviene de los mismos discursos de sus contemporáneos: los placeres sensuales que describe sin esfuerzo a su rey Carlos XII, explican la forma que la humanidad debió aceptar en la tierra para acceder al cielo y comprender su espiritualidad. Fruto de una moral prohibida, la vida en la tierra no permite el placer salvo dentro de una categoría privada. Swedenborg postula que no habrá redención para aquellas criaturas incapaces de haber sentido una suerte de contradicción, de herejía consciente y no perecedera, un enfrentamiento real a las renuncias y al olvido de aquellos apetitos capaces de acusar el placer sensual e interpelarlo.

Pero quién interpela a Immanuel Kant es un grupo de amigos: quiere  conocer su opinión acerca del fenómeno Swedenborg, vale decirlas experiencias que el propio visionario edita y pone en circulación. Kant se burla y si decide escribir sobre los textos de Swedenborg, será para considerarlos delirios escatológicos. Borges en cambio se entusiasma: cita que la eliminación de los sueños eróticos de Swedenborg no ocultan que el goce sexual sea mas intenso en el Paraíso que en la tierra.

En Sueños de un racionalista, Máximo Lameiro aporta una interesante conjetura acerca del error kantiano al burlarse violentamente de Swedenborg. La perturbación de Kant se sitúa en la imposibilidad de analizar la experiencia del místico con sus propias herramientas: Las visiones de Swedenborg se le proponían como un conocimiento de realidades metafísicas pero de orden sensible. De modo que Kant no podía discutir el asunto en términos abstractos como lo hacía con otras cuestiones metafísicas. Tenía que tomar una posición respecto a la dimensión ‘sensitiva’ de las visiones.

Sin poder refutarlo, Kant expulsa a Swedenborg de la filosofía haciendo precisamente lo que jamás podía conducirlo a buen puerto: lo analizó como un proceso perceptivo despojado de significación simbólica. Y dentro de ese marco conceptual discutió su posibilidad y su significación por comparación con las dos grandes modalidades de percepción ordinaria: la percepción de objetos en el espacio durante la vigilia y la percepción onírica. Kant, en su racionalismo feroz considera que Swedenborg es mentalmente insano y sugirió, con un tono de ironía no exento de insidia, que su lugar natural era el hospicio.

En los años de madurez, Jep Gambardella tratará de encontrar una manera de sujetar y reparar –inútilmente– la memoria que construye la existencia. Al rememorar su propia dolce vita, –una vida de estímulos y renuncias; aventuras y disfraces que la propia cultura romana le ofrece en su escenario perfecto–, Jep presiente el declive de su vida. Los placeres sensuales que abrevaron indisimuladamente en su vida podrían abrir las puertas del cielo como un salvoconducto. Pero la crisis de Jep no se diferencia del balance que los individuos en general discuten en algún momento de su vejez. Las virtudes suelen reemplazarse por defectos y el tiempo –como un resto que se agota– conforma la única variable en la tierra que puede derrumbar el resultado.

Jep cumple 65 años. Roma en tanto responde con su propio esplendor alumbrando la fiesta que las amistades de Jep preparan para homenajearlo. La noche romana exalta el fulgor extravagante; la alegría desbordada. Una vez mas la abundancia se hace cargo de la insignificante felicidad ocultando en sus pormenores una realidad esquiva y aparente. El escenario es patético. El entorno de Jep se encadena sólidamente detrás de la frivolidad que patrocina: una casta política corrupta, el desenfreno inquietante del consumo, la insensatez aristocrática; celebrities y olvido. Borges explica a Swedenborg diciendo que: […] los goces carnales en los cielos y los infiernos del otro mundo […] son mucho más vividos que los de aquí.

Al fin y al cabo nada de este mundo de naturaleza artificial parece poder enmendar la crisis existencial que ya se ha apoderado de la vida de Jep. En todo caso la historia de Roma retrata al Coliseo romano enmarcado a través de las serpentinas que decoran la terraza de su fiesta.

Borges escribe así: Swedenborg narra la historia –patética–, de un hombre que durante su vida se ha propuesto ganar el cielo; entonces ha renunciado a todos los goces sensuales. Es decir, ha ido empobreciéndose. Y cuando muere, ¿qué ocurre? Cuando muere llega al cielo, y en el cielo no saben qué hacer con él. Trata de seguir las conversaciones de los ángeles, pero no las entiende. Trata de aprender las artes. Trata de oír todo. Trata de aprender todo y no puede, porque él se ha empobrecido. Es, simplemente, un hombre justo y mentalmente pobre. Y entonces le conceden como un don el poder proyectar una imagen: el desierto.

El amor, tal vez como cualquier tropezón, jamás se olvida. Jep retiene con fuerza dos mujeres: Elisa y Stefanía: un recuerdo y otra que se convertirá pronto también en uno. Jep malogra su primer gran amor de juventud –Elisa– pero tardíamente, envuelto en el pesar por la noticia de su muerte buscará encontrar en el tránsito de la soledad y la vejez una manera final de recobrar la fascinación por la vida tanto en la fortaleza moral como en la recta austeridad. Estefanía, en tanto, provocará con su encuentro sorpresivo el último resto de ambición: el bordado persistente alrededor de la pasión. Hacen el amor en un suntuoso piso de Piazza Navona pero Jep lo considera desgraciado; insuficiente. Abandona subrepticiamente la alcoba escapando sin culpa.

¿Dónde está la belleza entonces? ¿A qué grande bellezza se refiere Sorrentino? ¿Acaso a la memoria como balance e imaginación de lo vivido? ¿La belleza en el racconto inevitable del sufrimiento del primer amor? ¿En la ética kantiana basada en la moral y en la voluntad? ¿En el deseo irracional que conduce al placer en el cielo de Swedenborg?

Pero la muerte acecha y la vejez es una armadura inconsistente: ¿Puede pensarse una vida en derredor a la muerte, y que sea a pesar, [y a partir] de ella la constitución verdadera de una arquitectura sensible donde descansa el universo? La tarea de Jep pareciera ser recuperar la voluntad del deseo en la juventud de los sentidos, y especialmente probar nuevamente el licor embriagante de la arrogancia. En sus discusiones parece estar hablando con su memoria, con su propia realidad sutil. La experiencia del deseo que madura en la consciencia es el único sentimiento capaz de dotar de placeres sensuales la vida en la tierra: aún cuando la potencia inconsciente de la juventud pudiera abrevar en la soberbia del amor y la del intelecto; la experiencia sensible tornará en vejez para mantenerse por encima de todo.

Lameiro ensaya así: A nuestro juicio lo que le sucedía a Kant es que con respecto a Swedenborg se encontraba fuera de su terreno de discusión habitual. Pues, a diferencia de lo que él llamaba ‘los sueños de la metafísica’ (ironía que aludía ante todo a las teorías de Wolf) aquí se encontraba frente a lo que llamó ‘los sueños de los sentidos’. Es decir, las visiones de Swedenborg se le proponían como un conocimiento de realidades metafísicas pero de orden sensible. De modo que Kant no podía discutir el asunto en términos abstractos como lo hacía con otras cuestiones metafísicas. Tenía que tomar una posición respecto a la dimensión ‘sensitiva’ de las visiones.

Como una parábola, una anciana religiosa llega a Roma. Es una divinidad, –¿Una celebridad?– y Jep, desde luego tiene la potestad de acercarse a ella. Swedenborg toma el té con Jesús, Dante y Baudelaire increpan al maligno para conocer acerca de los planes de Dios; Jep cena con una santa e intercambia alguna palabra con ella. No es poco. Todo lo que dice la anciana en ese encuentro refiere a la pobreza. Mas tarde, como una ofrenda al interés de un simple pecador, La Santa operará un milagro en el propio balcón romano de Jep. Multiplicará no peces, sino flamencos incontables viajando en el paisaje de la historia. Una vez mas la idea de abundancia ronda la vida del escritor, al fin la vida del universo, pero esta vez para ofrecerla a una pobreza distinta, la del espíritu. Los flamencos vuelan en el cielo de Swedenborg, su destino; la eternidad –puede verse– es atemporal, quizás de rara materialidad, de ahí el cielo y el infierno mismos. 

Las figuras inmateriales de Swedenborg –de corporalidad sutil– no son meras subjetividades dispersas de toda realidad. Tampoco deben entenderse desde las ciencias objetivas.  Lameiro explica así la posición de Swedenborg: La imagen visionaria es una imagen simbólica en la cual la forma, la figura, es funcional a aquello que la imagen comunica. Pero, eso no la convierte en una simple alegoría o metáfora convencional. Pues lo que la imagen comunica es también su propio ser. La imagen visionaria es un símbolo vivo.

La Santa inicia con la franqueza de su decrepitud el acenso a la Scala infinita: de rodillas. La pregunta es inequívoca: ¿Es la humanidad de una santa quien transita con fortaleza su propia metafísica o es metafísica la mirada de Sorrentino en la existencia de todos nosotros pecadores, Jep Gambardella incluido? La llegada de la anciana al último peldaño concede para todos una suerte de redención: la voluntad dolorosa de todos los pecadores. La escalinata remeda el vía crucis cristiano cuyo camino tortuoso entiende mucho mas que conmiseración y piedad.  La santa, que en todo caso es ante todo una mujer, rompe el paradigma social que muestra Sorrentino: ni prostituta indiferente, ni intelectual agria, ni matrona lavaplatos. Jep nunca dejará de ser curioso aún cuando sienta que su muerte está próxima. Su incertidumbre es humana. Su comprensión del cielo se vuelve acaso objetiva mientras mira el cielorraso de su habitación que se convierte en océano. No hay materia distinguible entre esa realidad concreta –el cielorraso– y su visión fantástica –un mar extenso que ocupa su memoria–. Aún cuando podría pensarse que sus visiones son fantasías conscientes, imaginación; al fin proyecciones fuera del sueño, la percepción de Jep es real, los flamencos son tan reales como la voluntad de la santa en su ascenso laborioso al cielo. La perturbación de Jep, en términos kantianos solo busca una redención posible o al menos una explicación que alivie la cercanía de la muerte.

La vida ficcional del escritor Jep Gambardella parece enfrentar la de otro escritor italiano, Pier Paolo Pasolini. Ambos llegan desde un viaje similar de provincias a la gran ciudad; buscan el marco de su vida, el poder de la urbe consintiendo las penas que ofrece el empecinado camino del éxito. Mientras Pasolini buscará discutir los argumentos del poder político dentro de los misterios de una espiritualidad invulnerable, Gambardella se rodeará del poder de sus funcionarios para vestir la imagen inequívoca de un dandy contemporáneo. Queda claro que la religión y sus dogmas comprometen críticamente la obra de ambos pero dotándolos de una distinta redención. Aún cuando es la memoria la que argumenta el paso del tiempo, será la muerte la que inexorablemente de fin a la existencia, quién la empuje como registro ineludible de la propia vida. Borges escribe: “La muerte o su alusión hace preciosos y patéticos a los hombres”

En el año 1945, Bertrand Russell se convierte en un personaje complejo para la sociedad. Aún filósofo, matemático y docente, sus ideas explosivas lo convierten en  un pensador libre que discute los conceptos de sexualidad y género amparado en la igualdad de derechos. No resultará una posición complaciente. El mundo académico se irrita. Autoridades universitarias, el clero católico y la sociedad común consiguen con su voto orgánico expulsarlo de sus clases; vale decir de todas las Universidades donde dicta matemáticas y lógica: «La madre de una alumna (no inscrita en las clases de Russell) se querelló alegando que su presencia era “peligrosa para la virtud de su hija”. Ante el tribunal, sus obras fueron descritas como “lascivas, libidinosas, lujuriosas, venéreas, eroticomaníacas, afrodisiacas, irreverentes, parciales, falsas y privadas de fibra moral”. Sin trabajo, se puso a escribir Historia de la Filosofía Occidental y sobrevivió gracias a un anticipo por la obra» (El País, España) 

Borges cierra su conferencia sobre Swedenborg de este modo: Y luego vendrá Blake, que agrega que el hombre también debe ser un artista para salvarse. Es decir, una triple salvación: tenemos que salvarnos por la bondad, por la justicia, por la inteligencia abstracta y luego por el ejercicio del arte.

Oscar Carballo, Mar de la China, Febrero de 2022