ISSUE 22/ Abril 2022

Andrei Tarkovsky

Amanauz, Testa, Prins y el planeta Solaris

Historiografía y ficción: la nueva arquitectura del pasado

por Oscar Carballo

Solaris parece ser antes que una forma, la sonoridad misma de fluidos arremolinándose entre juncos, la espesura indeterminada en la bruma, la rara biología, la tarde, insectos rodeando burbujas de luz, el sonido de sus movimientos, la masa de un bosque en capas sin fin, la quietud de una casa en el reflejo del agua –un espesor acuático de singular biología y detalles metaterrestres–, un hombre al fin atravesando el paisaje de la tierra; en cierto modo el único camino para ingresar hasta el planeta mismo, tan líquido como cubierto de locura.

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2022

El Hotel soviético Amanauz duerme en Dombay, una ciudad junto a las montañas del Cáucaso. Fue proyectado por dos arquitectos prácticamente desconocidos en occidente –G. Perchenko y Evsey Kostomarov– durante los interminables ochenta que dieron origen al fin de la economía soviética. La región de Karachay-Cherkessia –actualmente perteneciente a la Federación Rusa– es aún hoy un enclave turístico que vive de la nieve y el paisaje. Amanauz debe su nombre a un desfiladero montañoso que acompaña el río Dombay. El universo del invierno perpetuo se completa con una profusa oferta de hotelería, andinismo, telesillas e instructores. Sin embargo, el emprendimiento Amanauz quedó abandonado en plena construcción. Sus 18 pisos geometrizados de hipnótico brutalismo arquitectónico muestran con persistencia la herrumbre que sigue colisionando contra el hormigón y sus barandas de madera desgajadas. El proyecto contemplaba 480 habitaciones de privilegio, un cine y una buena cantidad de actividades sociales ligadas al entretenimiento de la época. Debió ser inaugurado en 1985, pero esa fue la fecha de defunción. Una serie de infortunios, aún cuando su ingeniería sigue luciendo impactante y poderosa, –dice quien sea que opine sobre el asunto– lo impidieron.

Como suele suceder –y la memoria agradece–, dos o tres leyendas terminan siempre acompañando una obra inconclusa. Fantasmas, conjuros y demonios,  errores y conspiraciones ofician de argumento popular para tratar de entender los sucesos inexplicables. Y una obra inconclusa lo es.

La primera leyenda sobre Amanauz da cuenta deque ocultaba una tecnología impactante para el momento: esa mole entre la nieve era móvil y podía desplazarse con los movimientos del sol. Sus infinitos balcones –imbricados en una trama arábiga que semeja un panal de abejas–  giraban convenientemente en tres dimensiones para encontrar el sol.

La fantasía del mundo tecnológico soviético jamás estuvo disociada de la realidad social y su historia cultural. La historiografía de la arquitectura da cuenta de innumerables ejemplos y obras que dialogan críticamente con la tecnología misma. Pero los rusos han discutido las dominantes históricas en pos de una praxis cuya obra final pudo verse paradójicamente siempre antihistórica. La arquitectura soviética estableció una suerte de ruptura crítica con el pasado para abordar finalmente la cuestión del diseño por fuera de la historia misma. No fueron los únicos. Quizá la época necesitaba de estos ejemplos para abordar convenientemente una fase nueva de discurso y realidad.

La cronología de la Unión Soviética destaca su objetivo principal en un terreno cuya dificultad apunta al corazón del futuro: la tecnología y las proezas de la ciencia no parecieran tener fin. En estos términos, de todos modos, nunca fue dificultoso mover un edificio de un sitio a otro. Los ejemplos son muchos y quizá el mas importante haya sido la protección y reubicación de una serie de templos egipcios en el complejo de Abu Simbel para desarrollar la represa de Assuán entre las décadas de 1960 y 1970; protección que frente a los costos determinó que buena parte de su arquitectura removida, así como muchos de esos objetos arqueológicos, monumentos y esculturas, pasaran a formar parte de patrimonios extranjeros bajo la forma sospechosa de donaciones.

En todo caso lo que detiene este tipo de emprendimiento faraónico trata de otro signo ¿Vale la pena trasladar una obra de arquitectura de aquí para allá, cuando se demuelen edificios todo el tiempo para construir nuevos, distintos, probablemente mas eficientes?

El gobierno de la URSS, para la década de 1960, había ganado la segunda guerra mundial, se afianzaba económicamente y controlaba al fin la carrera espacial basada en una historia tecnológica destacada: cualquiera que tuviese memoria podía entender la audacia soviética como un poderoso entreluz en el universo mismo de las ciencias.

En 1985, el PCUS propone a Mijail Gorbachov como secretario general del Partido. Los sucesos se precipitan de inmediato, y aún cuando lleva diez años el derrumbe definitivo de la economía estatal soviética, la glásnost propicia cambios sociales y culturales definitivos. En 1986, el desastre de Chernobyl –la central nuclear ucraniana– empuja el comienzo del fin de la URSS poniendo los discursos estalinistas del pasado, el comienzo de la guerra con Afganistán, la pobreza estructural, las ciencias disidentes, la crisis de la vivienda soviética y la alimentación en un mismo plano de discurso crítico.

La segunda leyenda alrededor del Hotel Amanauz da cuenta de un fallo en la estructura que obligó a abandonar la obra cuando ya no quedaba mas que hacer que colocar los muebles en su posición, abastecer de insumos y gastronomía las cocinas y esperar al turismo con agasajos. Las leyendas, puede verse, se suceden cada vez que la sociedad no puede dar cuenta racionalmente de un suceso inexplicable. ¿Cómo podría detenerse una obra cuando ya luce terminada? El así llamado brutalismo –soviético o no– podría explicar una parte del misterio: en una obra tradicional, el hormigón representa en poco tiempo casi el 50% de la totalidad de la obra. Este dato explica que en referencia al paisaje la obra rápidamente luce muy avanzada y para el desprevenido, prácticamente terminada. Llegar hoy a Dombay incluye visitar las ruinas en su esplendor: el Hotel –una suerte de postal–  luce entre el paisaje poderoso y habitable; poco se sabe en cambio de la vida de los arquitectos, diseñadores y constructores.

Las economías –los avatares políticos y los flujos de distribución de todo presupuesto– tuercen ocasionalmente el rumbo de los emprendimientos. Las obras pueden tanto encaminarse como abandonarse, cambiar de curso y de destino; afirmarse en la memoria o enquistarse malditas y secretas. En Argentina, el edificio central de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno señaló con su larguísima  detención un destino de abandono durante más de dos décadas. En ese avatar, con el paso del tiempo, la obra –y fundamentalmente su programa arquitectónico– se volvieron cada vez más obsoletos. ¿Valía la pena recuperar el cuadrúpedo, –el magnífico edificio de arquitectura brutalista proyectado por Clorindo Testa, Francisco Bullrich y Alicia Cazzaniga– bajo el mismo fin para el que había sido pensado originalmente? ¿Puede un proyecto soportar el paso del tiempo y mantener un programa vigente sólo por una decisión de salvaguarda patrimonial?

Pero el proyecto original de la Biblioteca Nacional sobresalió, gustó y ganó el primer premio en un concurso público de arquitectura en 1962. Aún hoy muchos siguen preguntándose acerca de ese hongo fastuoso que irrumpe el centro de una manzana sobre la elegante calle Agüero. ¿Las preguntas tienen que ver con una visión crítica arquitectónica o con una visión historicista?

La obra comenzó diez años después de aquel concurso, en 1971; se paralizó como objetivo cultural y político durante la sangrienta dictadura cívico-militar de los años setenta y se retomó en 1990, gracias a un préstamo del generoso Reino de España.

Entre los discursos técnicos del proyecto original el diseño contempló la ubicación y archivo de los volúmenes en los subsuelos para permitir alivianar la estructura del peso del papel, protegerlos de la luz y el calor y recuperar los  espacios a nivel de la calle para usos de recreación pública, tal como la expropiación efectiva de los terrenos de toda la manzana contemplaba en las bases.

En una entrevista de hace pocos años y a raíz de la obtención del Premio Formentor, el notable escritor argentino Cesar Aira revela el misterio suscitado alrededor de su novela Prins, –2018, Mondadori– o mejor dicho, el enigma alrededor del nombre que da título a la narración. El propio autor  explica que acaba sacrificando la historia que da pie a la escritura de la novela, para filtrar convenientemente el universo en las sombras de un nombre, y en todo caso destrabarlo en la curiosidad de quien quiera indagar el dato.

Prins narra la historia de un escritor de novelas góticas que tras un desacuerdo con la editorial abandona su carrera para dedicarse sorprendentemente al consumo de opio; probablemente un sucedáneo ficcional del placer inmediato que brindan tanto la escritura como la lectura.

La curiosidad de la narración se apoya en el viaje que el escritor gótico realiza en colectivo –en la Línea 126– precisamente hacia el encuentro con un dealer. En esa odisea observa una suerte de mundo paralelo cuya ingeniería laberíntica y dualmente luminosa y oscura, parece remedar la fortaleza de la existencia como autor.

De todos modos el arquitecto Arturo Prins fue un arquitecto uruguayo que gana la encomienda pública para proyectar un edificio universitario en la Buenos Aires de 1909.

La arquitectura, como ya hemos señalado en el artículo sobre Adolf Loos, es antes que nada patrimonio político: el arquitecto solo entiende de sustantivos y formas, de volúmenes y luces; de sombras. Las decisiones importantes, digamos, le corresponden a los mandantes e inversores, como no podría ser de otra manera. La frontera entre arte y diseño se muestra siempre clara por más que muchos teóricos se esfuercen en equilibrar. Una obra de arquitectura no es una escultura ni una instalación. Con excepciones, lleva en su programa la espesura de algún movimiento imaginativo –casi siempre temporal y formal– valoraciones de época que mantiene a propósito de la intelligentsia de las decisiones políticas.

El joven Arturo Prins, no obstante, recibe una observación –¿Irresistible?– y es la de proyectar el edificio universitario bajo una estética particular: el Gótico; una escuela de arquitectura que solo podía remitir a un pasado tan remoto como imposible de recrear. Para la época, –en Europa–, el modernismo luchaba encarnizadamente con la Primera guerra Mundial.

Prins viaja a Europa –no había otra oportunidad y puede decirse que cualquier arquitecto hubiese hecho lo mismo en esa época y en cualquier otra, aún bajo un estado de profunda frustración intelectual–; se alecciona, camina la antigüedad de las fachadas europeas y los espacios medievales, aprende de contrafuertes, de agujas, de gárgolas, de artesonados, de bóvedas de crucería, de arcos apuntados. El joven Prins entiende que debe recrear un modelo lo más cercano posible al misterio medieval pero especialmente empático con la perspectiva de sus mandantes. En ese contexto, empero, esconde una preocupación más dura que no son ni la historia, ni el estilo, ni las expectativas: los costos del edificio. Quizá la magnífica Catedral de Chartres, con sus torres inacabadas, le dio a Prins una idea cercana al fracaso. Ningún mandante, podría decirse, había visto terminar sus encargos o al menos lo había hecho parcialmente. Las obras en tanto fueron pasando indefectiblemente de generación en generación, aún torciendo el destino de sus ideales originarios mutilándolos o agregando nuevas áreas de uso y hasta nuevas consideraciones estéticas.

Pero Arturo Prins, –¿Qué duda cabe?– se entusiasma: el resultado de ese universo de contradicciones, conocimientos, permisos y obligaciones es la actual sede de la Facultad de Ingeniería sobre la Avenida Las Heras, en la Ciudad de Buenos Aires.

Pero tal como ocurrió con el Hotel soviético Amanauz, o la Biblioteca Nacional en Buenos Aires, el edificio gótico de Prins se detiene durante el proceso de construcción. Apartan al arquitecto –lo echan directamente– del mismo modo que otra administración –la Dirección General de Arquitectura Educacional– hará medio siglo después con Testa, Bullrich y Cazzaniga, los arquitectos proyectistas de la Biblioteca Nacional; y una comisión nacional australiana decidirá, –dicho sea de paso– con Jørn Utzon el arquitecto danés que diseñaba y construía para la misma época la conflictiva sede de la Ópera de Sidney.

En todos los casos la resolución que aparta a esta serie de arquitectos originales consideraba resolver la obra –mediante la modificación de los caprichos de los proyectistas– y acabar de una buena vez por todas con el edificio en sí, a como dé lugar.

Pero volviendo al edificio universitario de Prins –que originalmente estaba destinada a albergar los claustros de la Facultad de Derecho–, la obra vuelve a estudiarse para inmovilizarla durante nuevos veinte años. Los faltantes actuales se concentran visiblemente en las terminaciones, pero también en las agujas y  en el cercenamiento de sus torres –estos elementos desaparecidos requieren de otros conocimientos para entender el aspecto y el estilo–; los ornatos y los innumerables detalles exteriores.

El edificio muestra desde entonces –y aún con nuevas intervenciones y estudios para su finalización– su cara misteriosa, levemente inacabada y profundamente enigmática, tal como si esa imagen fuera en todo caso la real fisonomía de aquello que encierra: el conocimiento medieval y la experiencia de la cristiandad enfrentada a los claustros universitarios.

La obra se habita de todos modos y en esas condiciones inacabadas. Aún hoy los transeúntes, absortos en la fascinación del lenguaje técnico que Prins imprime a la obra con solvencia, –el notable arquitecto y pintor italiano Mario Palanti lo asesora durante el proyecto– no dejan de preguntarse una y otra vez la razón por la cual, el túmulo no se termina. Pues bien, una vez más se recurre a las leyendas, una de las cuales explica naturalmente un fallo en la estructura, episodio técnico que derrumbaría la obra como un castillo de naipes ni bien se quisiese agregar un mosaico mas sobre la imponente fachada de ladrillos ennegrecidos. Otra leyenda acuña la muerte de Prins arrojándose desde una de las torres –inexistentes– de la obra. No obstante, el arquitecto muere en un hospital de una dolencia desconocida y demasiado joven.

Al tiempo que Estados Unidos de Norteamérica pone dos hombres en la luna, –transcurre el año 1969– el cineasta Stanley Kubrick filma su obra 2001, Odisea del espacio. La historia que narra es finalmente un cuidadoso examen sobre las tecnologías y la humanidad. Los rusos, con la modestia formal que los ha caracterizado siempre, hacen lo propio. Tarkovsky lleva a la pantalla Solaris, –a partir dela novela de Stanislaw Lem apoyado por la histórica productora rusa Mosfilm y el medido presupuesto estatal soviético. A diferencia de la propuesta de Kubrick, la obra de Tarkovsky muestra una realidad cuya fuga sostiene otro principio: la conjetura sobre el derrumbe de las emociones por fuera de nuestro tiempo espacial propio. 

Ambas arquitecturas –las que sostienen los dos films– se desarrollan  mediante un matriz estética diferencial cuya ideología está presente en los modos de producción que sostiene cada mandante y en los discursos filosóficos para llevarlos a cabo. Kubrick mismo lleva adelante las modernísimas maquetas cuyos interiores figuran la arquitectura de circuitos y celdas de un ordenador. Sin abandonar la simetría, el color estallado produce una suerte de orden que embelesa como un encantamiento. En ese éxtasis visual, las ciencias se desentienden finalmente de cables y operaciones a cambio de una limpieza formal y estructural que preanuncia una definitiva dirección sobre los algoritmos y la mente humana frente a un ordenador. El resto es una metáfora sobre el destino de la inteligencia de toda la humanidad. 

El planteo de Tarkovsky es diametralmente opuesto. Solaris parece ser antes que una forma, la sonoridad misma de fluidos arremolinándose entre juncos, la espesura en la bruma, la rara biología, la tarde, insectos rodeando burbujas de luz, el sonido de sus movimientos, la masa de un bosque en capas sin fin, la quietud de una casa en el reflejo del agua –un espesor acuático de singular biología y detalles metaterrestres–, un hombre al fin atravesando el paisaje de la tierra; en cierto modo el único camino para ingresar hasta el planeta mismo, tan líquido como cubierto de locura.

Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ, –el bellísimo preludio coral en fa menor obra de Johan Sebastian Bach– es revisitado por el compositor ruso Edward Artemiev para diseñar el sensible espacio sonoro de un viaje cuya forma apenas visible es un magma iridiscente.

En un marco hecho de meditación y biología diversa, Kris, –un psicólogo que es usualmente presentado como médico en muchas reseñas y sinopsis– es enviado a investigar una serie de extraños episodios ocurridos en la estación orbital de un planeta desconocido: Solaris. La misión esta diezmada. Bajo el influjo del planeta, que no es otra cosa que un gigantesco océano, los humanos experimentan el conocimiento –la locura misma– mediante antiguos sucesos ocurridos en la tierra; ciclos, réplicas como sueños que no cesan. Pero acaso ese océano no sea otra cosa que la réplica de la mente humana ya que lo desconocido, lo insondable comienza allí, y no después. Un territorio telescópico cuya densidad equipara la misma sustancia inasible, líquida y móvil del planeta. En esos términos, la materia misma de la contemplación reúne al fin el abismo de la mente frente al espacio físico cuya soledad conecta en el extremo mismo de la locura como un espejo. Y acaso sea una discusión sobre Dios. («Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. reflexiona Jorge Luis Borges en La esfera de Pascal)

Luego Kris verá a Hari, su amada muerta hace años, que reaparecerá ante sus ojos para volver a quitarse la vida una vez más.  Solaris puede implicar una noción humana acerca del cielo y el infierno, pero fundamentalmente se ocupa de la abundancia de la mente, –de la cosa mental– de la percepción del dolor, de las conductas; al fin de las emociones.

Bajo una puesta fría, casi teatral, Andrei Tarkovski resuelve la arquitectura –la nave misma, el espacio técnico– mediante un gusano metálico, un escenario circular, que remite a los ciclos infinitos. Escribe Borges: “En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde. Nadie está en algún día, en algún lugar; nadie sabe el tamaño de su cara”[1]

La nave soviética es el interior de un toro de revolución. Definida en acuerdo a la topología, un toro es un objeto cerrado descrito por el producto cartesiano de dos circunferencias. En este eterno retorno –un punto donde comienzo y fin deducen el mismo sitio eternamente– pasado y presente se vuelven uno solo. Al fin: ¿La belleza en los objetos radica en su propósito?

En las obras de arquitectura, algunas preguntas quedan sin respuesta. El  Museo Guggenheim de Bilbao, obra del arquitecto Frank Ghery expone bajo una realidad desmesuradamente gráfica, –antes que una arquitectura–, una suerte de asombro tal vez innecesario, una exacerbación física y temporal que empuja al espectador a una confusión expresa entre contenido y continente. ¿Cuál es la obra? ¿Dónde comienza el edificio que la contiene? ¿Acaso la arquitectura puede entenderse como un mero artificio ilusorio?

 ¿Puede considerarse un shopping arquitectura? Dado que un objeto de diseño carga su problemática en el desarrollo humano, en su actividad histórica, puede decirse que se trata de una necesidad, o al menos de un articulador que nos ayuda en el cotidiano. Salvo en el arte, no hay objeto que no sea útil. ¿Cuál es la utilidad actual –la necesidad social y cultural– de proyectar un edificio cuya forma final es un suceso purgado de costos excesivos y alardes técnicos?

El diseño, podría decirse, es una irrupción súbita en el mundo natural. Es fruto del reordenamiento de fuerzas entre la adaptación humana y la referencia de un universo hecho a la imagen de un Dios: la suma de virtudes, incertidumbres y abandonos; la potencia de un modelo inagotable y ejemplar.

Una noticia del año 2015 publicada en el New York Times, dice que “China le pondrá un freno a la arquitectura rara” En este caso, los pormenores del diseño, se dirimen entre las tribulaciones del aburrimiento y la austeridad, lo extraño y lo conocido:

“Chen Gang, vicealcalde de Beijing, señaló que la ciudad aplicaría requisitos de planificación urbana mas detallados para [implementar reglas necesarias sobre el tamaño, el estilo, el color, la forma y los materiales de los edificios] reportaron algunos periódicos

Y mas adelante una recomendación que instala la idea gregaria acerca de que el diseño es un organismo biopolítico “eficiente y natural” basado en las absolutas pertinencias de la técnica, la economía y la cultura.

“Yang Shichao, subdirector de la Academia Provincial de Investigación de Edificios de Guangdong dijo que la dependencia busca establecer normas generales. Un edificio no será considerado [“extraño” si no consume materiales excesivos, si se adapta al clima local, si encaja con la cultura local y si brinda las funciones necesarias]”  

Desde el punto de vista social y cultural, la ciudad no es la figuración de una colección de cuerpos extraños emergiendo desde la superficie hacia el cielo: trata la misma naturaleza humana que a lo largo del tiempo modifica el paisaje una y otra vez destrabando el conflicto posicional entre la circulación, el trabajo y el placer. Las normativas expuestas en el artículo sobre la arquitectura contemporánea en China parecieran querer detener una fisonomía acaso maligna y global. Veo dos emergencias: la clara demonización de una raíz poética no ya como tratamiento estético sino como significante de la obra instalada; y el alerta sobre la peligrosa intromisión de las artes como cuerpo extraño en la concepción del diseño, al fin la captura del diseño mediante los valores y las formas puras de la historia. ¿Pero cómo desarticular el proceso técnico que compone el sujeto de la arquitectura y el hombre sin derribar las obras antecedentes y aún los procesos humanos que desencadenaron? ¿Acaso la normalización –formal y política– podría llevar adelante un proceso de unidad sin afectar la razón de un universo completamente diverso y fortuito? ¿No se trata en última instancia de una lectura vaga acerca de la naturaleza heterodoxa de la vida, de la historia y aún de todo emergente social?

Oscar Carballo, Mar de la China, Abril de 2022


[1] Jorge Luis Borges, La esfera de Pascal, 1951