ISSUE 8/ Julio 2021

Han Van Meegeren

¿Hubo un solo Vermeer?

Obra, autores, falsificación y lenguaje:
Diario de un impostor.

por Oscar Carballo

Van Meegeren entiende que puede demostrar que sus cuadros no son reproducciones masivas; tienen el conocimiento y la justificación que la filología encuentra en las tradiciones. Su obra, –como novedad– se enmarca en un suceso concreto: la aparición histórica de un sujeto artístico, algo que debe dejarlo a salvo del delito; y en todo caso –la obra– formar parte de la misma cultura que él mismo da continuidad. Al fin, sus comentarios no son otra cosa que una sucesión histórica y cultural indetenible.

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2021

Han van Meegeren espera en la celda. Es pequeña y oscura. Está inquieto. Pide que lo muden a un sitio mas cómodo. Necesita espacio. La Corte Regional de Ámsterdam discute sus términos y acepta. Le envían sus herramientas, sus pinturas, las telas que ha pedido y lo mudan a la sala de un Juzgado. Por su parte sólo tendrá que pintar y así demostrar su inocencia. No obstante, ademas de producir un objeto real como prueba, necesitará discutir frente al tribunal la naturaleza de eso que llamamos representación. En todo caso, Ludwig Wittgenstein tiene razón, el problema del significado es el contexto, y si por caso, el de las palabras fuera su empleo, la dificultad será como explicar los diferentes usos del lenguaje. Han van Meegeren no piensa rendirse. Se acuesta citando de memoria a Wittgenstein: «No puede haber nada hipotético en nuestras observaciones. Toda explicación tiene que desaparecer y solo la descripción ha de ocupar su lugar. Y esta descripción recibe su luz, esto es, su finalidad, de los problemas filosóficos»

En una conferencia de 1969, Michel Foucault desarrolla frente a los miembros de la Sociedad Francesa de Filosofía la necesidad de escindir al autor de la obra. Vale decir, discutir la noción de autor que la crítica ha intentando siempre establecer como la de un propietario responsable, heredero directo de aquello que publica; cuando en realidad, su lectura debería despejar las relaciones de la obra con el autor y evitar reconstruir su experiencia […] mas bien debe analizar la obra en su arquitectura, en su forma intrínseca y en el juego de sus relaciones internas. Expresamente, Foucault propone hacer con el autor un estatuto con su ausencia: al fin y al cabo su señalamiento pretende destacar un status falso, precisamente mediante un corpus de obra que el autor no podría jamás consignar como completo y personal, salvo en la cita de su propio nombre, acaso lo único propio, puro y simple que posee. Foucault advierte además que la designación de autor en tanto denominación, no funciona como cualquier otro nombre propio.

Para rodear el tema de Dios, René Descartes discute a mitad del 1600 los conceptos de certeza, y así poder establecer que aquello que fuera objeto de intuición –los axiomas matemáticos– o deducción, –la meditación razonada– fuera realmente conocido y no meramente creído. Desde luego, la diferencia entre saber y creer se vuelve medular: llamamos verdadero o falso en acuerdo al conocimiento inmediato (aquél que no necesita justificación alguna) en tanto el conocimiento derivado observa una creencia justificada. La problemática del arte no deja de ser una cuestión de fe. ¿Pero, como se vuelve justificación una creencia?. Descartes, que vive modestamente en los Países Bajos aunque participando activamente en la Academia de Amsterdam hasta su muerte, se excusa con las ciencias: el saber práctico no es en si mismo un conocimiento.

El Marchand, al que llamaremos Mr.Y sirve agua mineral en dos copas y señala una bandeja donde hay media docena de triples de jamón crudo. Los sillones son cómodos, de diseño. Hay obra por todos lados, dinero y cocaína en el escritorio. El celular suena una y otra vez. Mindblur en primavera muestra a sus artistas ocupados produciendo. El restaurador, –a quién llamaremos Mr.C– agradece distraídamente las dispensas; solo parece interesarse en una obra en particular, una por la cual fue citado. Están en silencio.

Delft es, para 1650 una de las ciudades mas importantes de los Países Bajos. No solo por su producción de azulejos, su excelsa escuela técnica o por ser la ciudad de origen de La casa de Orange: Johannes Vermeer produce allí  su obra en tanto pasea y vive su cultura con intensidad. Dos siglos después, Han van Meegeren, un estudiante de artes nacido en el seno de una familia católica tradicional de La Haya, rechaza la imposición de su padre de formarse como arquitecto; y aún lográndolo, desiste del título defendiendo su interés en las artes de la pintura y viaja a Delft para formarse como artista.

Según San Buenaventura un autor es aquel que utilizando tanto conceptos de otros como propios hace obra expresando sus cosas propias como principales y las de otros para confirmarlas. El comentador, en tanto escribe como principales los textos de otros mientras agrega cosas propias con la intensión de esclarecer. En el estudio preliminar de Filosofía de la imaginación, Giorgio Agamben advierte el concepto de Emanuel Coccia sobre la condición del autor a través de la filología: toda tradición comienza estableciendo la imposibilidad creativa. Luego, Un texto tradicional exilia de sí, la posibilidad de ser escrito aún, –dice. El concepto de contemporaneidad, –de época– se vuelve clave. Según Coccia, es necesaria una temporalidad accesoria para permitir que todos los tiempos puedan reunirse al fin en la pura actualidad. Así, el comentario de quién escribe logra ese propósito: el comentario hace que quien escribe (el pensante) llegue a ser por un instante contemporáneo con el propio objeto (lo pensado), en una coincidencia tan efímera que puede fundir la memoria, en un pasado futuro, donde todo comentario mantiene una relación inmediata con Dios.

Van Meegeren se encuentra con el tutor Bartus Korteling, un especialista en pintura clásica. El discípulo es ideal, aún cuando el maestro decide acentuar la manera con la que el joven observa el mundo de inmediato. Las clases de pintura de Korteling se enfocan con decisión en revalidar a un artista local que no tiene mas de una treintena de obras producidas y que por cuestiones de la época –los artistas se remueven unos a otros– ha quedado oculto durante dos siglos: Johannes Vermeer, el genio del Barroco Neerlandés. Bartus Korteling tiene un plan preciso: educar tenazmente al joven van Meegeren bajo el influjo de los pintores de la Edad de Oro neerlandesa. Según su posición artística y académica no hay otro modelo posible de aprendizaje; la obra de Vermeer considera orgánicamente materia, forma y luz en una conjetura visual de rara temporalidad y sutil teatralidad: escenas históricas y alegorías, interiores costumbristas y finalmente el suntuoso paisaje urbano de Delft retratado con una luz exquisita. La ciudad mantiene desde siempre un espacio-tiempo cuya metafísica se deslumbra en la memoria de sus paisajes y la resonancia de sus artistas dilectos; acaso una visión inalterable de Dios.

El discurso de un comentador es relativo a su propia convicción. Coccia cita a Ernest Renan: los comentarios solo pueden tener para nosotros un interés histórico. Intentar extraer luz sobre una interpretación de Aristóteles sería perder el tiempo. Serviría tanto como leer a Racine en una traducción turca o china para comprenderlo mejor. En todo caso hay una enigma mas: todo comentario no puede ser explicado, sino continuado, de ahí su tradibilidad. Huye sin ser doctrina; señala el texto [la obra] que estudia como un medio de su propio conocimiento en tanto la vuelve  tradición absoluta de si mismo.

¿Cuánto entonces de Comentador tiene un autor?

A van Meegeren, no le sorprenden los pocos cuadros que ha pintado Vermeer; conoce en todo caso que muere joven, pobre y endeudado; y probablemente haya sido también esa una lección incluida por Korteling. Una vez mas el arte y sus artistas se enfrentan a la paradoja de la pobreza y el límite social. Con los años y ya instalado en La Haya, van Meegeren desdeñará progresivamente del impresionismo y las nuevas maneras de la época para  plasmar la luz por fuera de las formas, acaso irrespetuosamente.

Mr.Y y Mr.C no hablan de dinero. Por el momento el Marchand sólo quiere saber como podría recuperarse la obra dañada. El Restaurador observa la técnica del autor a quién conoce perfectamente. Puede decirse que fue su maestro. Al formarse, –sabe–, los artistas buscan en general cobrar vida entre el discurso político oficial y la diversidad formal de los nuevos modelos de producción de la época. En un pasado no tan lejano, con las consecuencias de la muerte de la pintura a la vista, el medio artístico se había interesado  concretamente en la producción de objetos, acercándose con cuidado dentro de un panorama que se volvía revulsivo y violento. Pero eso no dura mucho. Es tal el desorden que cuesta entender una posición única. En dos años los artistas cambian de rumbo tantas veces que por momentos parece que han perdido la razón. Mr.C sonríe: Recuerda los talleres inundados de objetos para luego intentar con la geometría sensible y el arte generativo sin suerte: Las galerías dicen que artistas como Mac Entyre o Silva son episodios históricos y ellos no son nadie para retomar esos caminos que llevan mucho tiempo como clásicos respetables. Valen por su historia. Los artistas se derrumban frente a las contingencias de la originalidad. Mr. Y se aburre.

Los falsificadores mantienen un pulso extra que puede verse sutilmente universal, aún cuando la época y su tecnología, enlace cualquier oficio con su historia global. No solo trascienden el campo del delito y el de la mera técnica, sino que su conjunto –el conjunto de los impostores– trata del control de la ambición sobre lo único, lo bello irrepetible; la memoria y el arte como la justificación de la obra de Dios. Todo lo que se necesita para entender este oficio es el conocimiento de una necesidad señalada en un objeto que ha decantado extraordinario desde su aparición en el pasado, siendo su presente, un valor económico y espiritual inimitable. Wittgenstein apunta: el significado de una palabra es el objeto que denota. ¿Puede replicarse la obra de Dios?

Un humilde título de profesor y una capacidad extraordinaria para entender la gestualidad de la pintura clásica le ofrecen a van Meegeren una salida laboral acaso indecorosa: Durante quince años pinta bodegones y paisajes para la sociedad tradicional neerlandesa. Al tiempo gana una considerable fortuna mientras retrata los recuerdos de los turistas cultos –a la manera de Canaletto y sus vedutas mientras pasean por la Costa Azul. Poco para forjar un destino a su medida.

Una mancha vertical cruza toda la tela de arriba abajo. Mr.C. observa sin inquietud. Sabe que gana dinero rehaciendo las obras que el mundo clásico considera insustituibles. Las copia principalmente por encargo y para que instituciones y particulares puedan sostenerse con los argumentos explícitos de tamaño poder. Por ejemplo ofrecer a la vista de propios y extraños un Tiziano. ¿Auténtico? No, desde luego, pero en todo caso lleva una firma posible, y junto a ella, el buen nombre de alguna institución que la avala con su historia. Una distraída sospecha y la vergüenza suscitada por el vil engaño cierra el curso de cualquier investigación. 

La formación pictórica de van Meegeren culmina en Korteling, quién  queda atrás indolentemente. Quien lo reemplaza es lisa y llanamente el delito: se acerca a Theo van Wijngaarden, un Marchand dedicado a la estafa de copias antiguas, discípulo de Leo Nardus, otro estafador de fuste quién vende colecciones falsas a los magnates norteamericanos de principios de siglo XX.

Theo van Wijngaarden posee ciertos secretos técnicos; medios para evitar las pruebas de autenticidad ordinarias de la época: pinceles de pelo de comadreja; lapislázuli para reproducir los azules en vez de cobalto; bastidores antiguos. Pero su técnica lo delata: es un pintor mediocre. El tiempo y la oportunidad juntan las voluntades sin fisuras y así, estafador y artista se asocian para conseguir una empresa mas sólida, especialmente luego del fracaso de Leo Nardus en los tribunales. Pronto comenzará la guerra pero van Meegeren ya está lanzado. Sólo necesita una vida nueva, una ciudad donde comenzar de cero y una mujer distinta: alguien que no pregunte demasiado, o al menos que observe distraídamente. 

Ludwig Wittgenstein se forma en un ambiente clasista. Sus padres rodean la familia de tutores y celebridades –Brahms, Mahler, Richard Strauss, Arnold Schónberg– quienes en conjunto moldean la percepción del joven en una atmósfera palaciega y refinada. En el estudio introductorio del Tractatus, Isidoro Reguera anota que Ludwig Wittgenstein comienza la guerra siendo un lógico y la termina como un místico. Tras la Primera Guerra Mundial, Ludwig era otra persona. Del patricio-dandy-arrogante había surgido un hombre de sencillez tolstoiana que lo primero que hace es renunciar a su dinero y con él a toda su vida anterior. El dinero, decía, hace mal a todos, sobre todo a los pobres (los ricos ya lo sufren de entrada). Faltan dos años para la guerra. Wittgenstein, siguiendo los pasos de Bertrand Russell, –su tutor en Cambridge– ingresa a la sociedad secreta los Apóstoles, pero inmediatamente se excusa disgustado por el ambiente esotérico y quizá liviano de esos encuentros sabatinos. No obstante, sigue en contacto con la lógica de su mentor y llega a la literatura de Virginia Woolf y a la amistad de John Maynard Keynes a quienes conoce en ese entorno. En tanto escribe Tractatus logico-philosophicus. Entiende que el límite del lenguaje es aquello que no puede expresarse: «La mayor parte de los interrogantes y proposiciones de los filósofos estriban en nuestra falta de comprensión de nuestra lógica lingüística»

Van Meegeren sabe que está condenado a su propia prudencia. Aún con una férrea educación católica a cuestas, tampoco cree que haya predestinacion ni juicio divino. En todo caso, se siente responsable de su propia libertad. Por lo tanto será responsable de su propia obra. Los errores en la tierra tienen un lugar de decisión real. Sus pinturas son tan suyas como lo fueron las de Vermeer. Todo se paga en esta vida. Dios no puede hacerse cargo de las inequidades que nosotros mismos construimos para florecer y sobresalir en el pantano de las sociedades que derribamos. Pero ¿Dios existe? ¿Acaso la obra de Dios sea la de un Comentador? Van Meegeren no piensa averiguarlo. Su pulsión artística detiene esas inquisiciones. ¿Cómo llamar artistas a unos, y no a otros? ¿Al definir categorías, no estamos creando una desigualdad manifiesta?

El Marchand piensa que un restaurador no es un artista serio; en tanto resolverá seriamente su problema. Es un profesional y punto y su incumbencia es técnica: su relación trata una cuestión de honorarios. Pero Mr.C –el artista impostor– necesita algo mas que sus herramientas para realizar su labor. Por ejemplo un socio, que llamaremos Mr.X: Sencillamente él es la condición misma de la plusvalía. Es posible que la pintura valga tanto como su labor la acrecienta. Hace algo mas que administrar los pormenores y puntualmente arreglar los honorarios. Se expresa entre lo jurídico y la cultura clásica y estos elementos juntos mantienen una química que hace estremecer cualquier dividendo. Evidentemente son funcionales el uno al otro sin que nada pueda despertar en los dos algún tipo de inconveniencia. Sólo una preocupación arrastrarán por siempre: una posible acusación de fraude y una condena por estafa. No saben lo que pueda suceder si finalmente los fiscales demuestran lo que los desvela. Tal vez sólo tengan que devolver lo ganado y eventualmente pedir disculpas no sin antes señalar la complicidad del Marchand.

Quién catapulta a van Meegeren es una eminencia; un experto en autenticar Vermeers: Abraham Bredius, quién anuncia pomposamente en The Burlington Magazine que la falsificación de van Meegeren, –La cena de Emaús–, es efectivamente obra del gran Vermeer. Lo que se dice una verdadera vergüenza, pero en todo caso ya es tarde. Quienes están cerca no tienen otro camino que el silencio. Bredius es muy anciano y no vale la pena exponerlo frente a tamaña insolencia. El periodista Gastón Leroux ya lo ha hecho antes de la guerra haciéndose pasar por antropólogo para entrevistar un recluso injustamente detenido en Normandía. Siendo que era apenas un crítico de teatro borracho, L’Écho, de París finalmente debe haberlo felicitado por la estratagema.

Cuando Ludwig Wittgenstein se alista en 1914 como soldado de llanura le escribe a Bertrand Russell para comunicarle que su decisión es vital: no puede acobardarse en la batalla. La guerra lo llama como a cualquier hijo de su patria. Si flaqueara entenderá por eso una señal de que su visión sobre la vida es falsa. Para Russell, un filósofo empirista que ha leído atentamente a Descartes, el conocimiento inmediato tampoco necesita justificación alguna; conocemos aquello de lo que no podemos dudar: el verdadero conocimiento deriva de las proposiciones lógicas y matemáticas y desde luego, de la experiencia directa.

Leo Nardus y Theo van Wijngaarden observan la obra comprada a un costo insignificante. Se interpelan sin ansiedad. Son socios. La pintura es pobre, pero podría remozarse y venderse como un retrato del afamado Franz Hals y fecharlo promediando 1650. Leo Nardus considera ciertamente sencillo el fraude; Theo van Wijngaarden propone en cambio recurrir a un especialista de mayor fuste. Hace tiempo que viven a expensas de un enlace particular: la acumulación, la exhibición y el consumo desaforado de trabajos que bajo el nombre de obras se venden en el mercado como si fueran una mercancía.  Siendo que lo son, su escepticismo no tiene que ver con fracaso alguno sino con una distinta manera de entender la cuestión del arte en sí. No muestran mas que una observación indolente, acaso técnica; insignificante. En todo caso esos argumentos han alimentado poderosamente el bienestar material de ambos, sus bienes; en fin, su riqueza. Han ganado mucho dinero y cuesta aceptar si lo han hecho de forma injusta; en todo caso la discusión –mas compleja– rondaría otro aspecto: si el desempeño del impostor trata o no la experiencia del arte, las del Marchand  las condiciones de un trabajo asalariado o lisa y llanamente los define industriales.

Mr.Y, Mr.X y Mr.C son delincuentes funcionales. Pero mientras el primero recibe la necesidad de socorro, el segundo ayuda a a cobrar las farragosas sumas con las que viven y pagan sus dislates los tres. Espléndidas sumas que aparecen sin chistar porque detrás de la copia hay una necesidad. Por ejemplo un robo, un secuestro, un error. La pregunta siempre es la misma: ¿Otro accidente? Y el Financista contesta si o no, según las circunstancias. A veces es grave. Otras muy grave. En ocasiones, hay desesperación. En esos momentos los honorarios suben y las ganancias son formidables. La cabra siempre tira para el monte, como suele decirse. 

Theo van Wijngaarden, –Marchand y pintor a un mismo tiempo–  desenvuelve la pintura yseñala la obra a reproducir. Han van Meegeren no mueve una sola pestaña. No es su propósito distinguir acerca de lo justo o lo injusto. Su silencio trata de otra cosa; puede pintarla exactamente igual, pero puede hacer algo mejor aún: interpretarla. Es desde su propia lupa con la que van Meegeren observa. Theo van Wijngaarden no se sorprende ¿Acaso no es también él un autor? ¿Por qué razón no podrían apropiarse de algo cuya razón intelectual comienza a pertenecerles? Probablemente la taxonomía de Linneo haya iniciado una buena parte de todo esto, es decir incluir y excluir del mundo y luego mostrar el resultado. Lo visible entonces, el resultado de estos conjuntos tan particulares, será también lo que existirá por siempre. En el futuro, lo saben perfectamente los dos, los Museos triplicarán la cantidad de obras almacenadas en referencia a cualquier otro período de la historia del arte.

Va de suyo que los Museos encargan, destacan y compran obras para fogonear el curso de la mera historia, pero también para descongelar su existencia y recomponer con novedades el circuito de exhibición. No se trata de una simplificación; los artistas lo hacen para fortalecer su ego. Actualmente Francia tiene mas de tres mil museos y los tiene correctamente  en nombre de la cultura. En tal sentido se comportan igual que la industria del cine que alquila butacas mientras proyecta una u otra historia apenas envasada en una tarjeta mínima de memoria. Visto de este modo no parece decente inundar de obras los Museos aunque sea en definitiva un mecanismo que se retroalimenta en el mercado del consumo cultural.

Walter Benjamin lo escribe así: En principio, la obra de arte ha sido siempre reproducible. Lo que había sido hecho por seres humanos podía siempre ser re-hecho o imitado por otros seres humanos. Hubo, en efecto, imitaciones, y las practicaron lo mismo discípulos para ejercitarse en el arte, maestros para propagar sus obras y también terceros con ambiciones de lucro.

Al terminar la segunda guerra mundial el mundo comienza su reconstrucción. Vencedores y perdedores por igual buscan afanosamente ordenar las finanzas, pero también encontrar y encarcelar criminales y responsables; directos e indirectos, pero todos importantes. En este escenario, el artista-impostor van Meegeren es señalado como un vulgar ladrón al tiempo que carga la penosa acusación de haber colaborado con el nazismo: sus transacciones con obras de arte consiguieron capitalizar al Tercer Reich y dotarlo de fuerza económica vital para invadir Rusia. Van Meegeren no consigue que las autoridades comprendan los hechos; para la corte, las obras encontradas en el patrimonio personal de una docena de jerarcas nazis, ha completado un golpe al corazón de la cultura neerlandesa. Y eso es imperdonable. Lo que se marchita de la obra de arte –dice Benjamin– es su aura. Y eso, –dice la Corona– es lo que debe recuperarse de inmediato.

Foucault se plantea si una obra de autor incluye los borradores; las perturbaciones; las vacilaciones. La edición final de toda obra descarta a priori las tachaduras y las enmiendas, y aún ‘las notas de lavandería’ que intercaladas con sus pensamientos, abundan en los cuadernos de cualquier autor. En efecto no se trataría de sus gestos o sus marcas; tampoco de aquello que ‘podría haber querido decir’. La palabra ‘Obra’ y la unidad que designa son probablemente tan problemáticas como la individualidad del autor.

Mr.C ordena sus herramientas. Es metódico. Puede decirse que salvo por su indiferencia obra como un científico. Sabe desligarse de las reconocidas urgencias del artista clásico; el camino ciertamente tortuoso en busca de una imagen original y propia. Aunque le lleva tiempo descifrar el camino, concluye mas tarde que nunca que lo que justamente le interesa al pintar es la copia en si, lisa y llana y que ese tratamiento de la realidad está saturado de necesidad, cuestión que lo llevará indefectiblemente a rondar otras incumbencias, como el delito. En ese panorama el bienestar económico salva las diferencias de una ética que el medio del arte no ha mostrado con transparencia. De tal modo no siente incomodidad alguna en cobrar honorarios por una geometría de Vasarely o un paisaje de Monet lo que el propio artista probablemente, nunca pudo imaginar ensayando una cuenta en un papel. Vermeer y Rembrandt mueren en la ruina; Artaud en un psiquiátrico. Van Gogh; que quede claro desconoció la extravagancia del artista contemporáneo. A un artista, impostor le basta con ver su propio resultado. Su tradibilidad. Y en todo caso le da igual pintar un Dalí que un bodegón de segunda, siendo los bodegones de segunda tan dificultosos de replicar como cualquier paisaje del catalán. No hay ningún plus al respecto: se debe reconstruir el trabajo mediante una técnica en particular y eso no puede ser alterado ni un ápice.

Al respecto de terminar en la cárcel, es un tema menor. Uno suele terminar sus días en algún lado, dice, y la prisión es uno de esos.

En 1939, Benjamin se enfrenta a Marinetti. Ambos se disputan políticamente el futuro de la humanidad discutiendo sobre arte y artistas. Benjamin advierte que el fascismo funda la experiencia del arte en un goce estético despiadado y militarista, mientras acusa a Marinetti de empujar a la humanidad en un éxtasis mortal, una estética basada en el poder de la aniquilación. Para Marinetti en cambio, La guerra es bella porque crea arquitecturas nuevas como las de los tanques.

Desde luego, a Marinetti lo deslumbra el futuro que frente al mundo se manifiesta en el poderío bélico, el lenguaje agitado del mesianismo, los desfiles, la geometría imponente de la uniformidad marcial, las ciudades humeantes: la guerra, –dice– es la satisfacción artística de la percepción sensorial transformada por la técnica.

Bajo las nuevas condiciones de producción, vale decir un arte sin clases dominantes, Walter Benjamin reflexiona sobre los nuevos conceptos: […] completamente inutilizables para los fines del fascismo. Son en cambio útiles para formular exigencias revolucionarias en la política del arte. La sociedad está lista para liberarse de un arte que se presume autónomo y sacralizado.

Hermann Göring, un ex poderoso miembro del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, pertinaz fundador de la Gestapo y comandante de la Luftwaffe, cae preso al finalizar la guerra. Se enfrenta al Juicio de Nuremberg en tanto lugarteniente, pero llama la atención su riqueza y sus modos extravagantes. Göring ha controlado la recaudación patriótica en Alemania; una fórmula coherente para enfrentar holgadamente la guerra. Su labor específica fue la compra de propiedades, bienes culturales y obras patrimoniales al punto de que toda transacción económica de envergadura terminó pasando por su visado. Desde luego se comprueba que también roba, pero a los judíos. Sus museos son presa de una voracidad inaudita. Con ellos no hay negociación. París es el centro de acopio donde llegan miles de vagones cargados de riqueza. Buena parte de esos tesoros enjoyará a sus amantes sin olvidar decorar con excentricidad su vida pública y sus obligaciones políticas. En el juicio se considerará a sí mismo inocente de los crímenes económicos bajo la defensa de que el Tercer Reich solo intentaba reemplazar, –quizá desplazar– la dirección empecinadamente judía en las artes y los negocios. Su interés en la pintura renacentista había sido relevante.

Las condiciones de la falsificación, vale decir repetir líneas, firmas y dibujos, suelen ser completamente naturales. Como todo lo que se domina, el artista lo sabe desde siempre, pero recién puede demostrarlo entre pares: la escuela. En ese sitio, –rodeado y admirado–, Mr.C dibuja directamente copiando de las revistas: primero desde el Siete días ilustrados; luego, unas Selecciones del Reader’s Digest que son su verdadero campo de batalla. Copia las ilustraciones tal cual se ven, y algunas veces ampliándolas al doble y con la única herramienta que conoce, la noble tempera. Ensaya el trazo de cada uno de esos dibujantes de todas las maneras posibles, incluso modificando los pinceles con una tijera, consiguiendo pinceladas que tienen una impronta muy particular para la época, –cierto vigor expresivo que ayuda a darle carácter al relato de las notas– La ilustración que copia en todos los casos siempre es superior al texto. Crónicas, aventuras, diarios, épicas: agentes dobles de la KGB, tifones en el mar, linyeras devenidos en presidentes de corporaciones.

Repleto de dudas se anota en un taller de pintura y durante un solo invierno aprende de telas e hilados, de cocidos y rasgados, horneados y química; en fin, un verdadero festival de medios expresivos. Mr.C. falsifica sellos y firmas y se mete en el Museo Nacional de Bellas Artes y así fotografiar algunos cuadros para un registro apócrifo de Cancillería. Ya no se trata de reproducir pequeñas viñetas de revista sino que se dirige como una flecha incandescente hasta el centro mismo del mundo del arte: la obra de los museos. El documento es tan real que lo utiliza en otros sitios –el Museo de Arte Decorativo y el de Ciencias Naturales–, sólo para verificar su solidez. En esa época nadie piensa en sabotajes. ¿O si? Ni siquiera funcionan correctamente los teléfonos. No abusa. Fotografía en detalle un Greco pequeño, un Cándido López de gran formato y un Benedit. Es decir, lo que le parece interesante de acuerdo a ciertas dificultades estilísticas y técnicas. No sabe mucho de ellos pero es el momento en que empieza a conocerlos. Hay en ese material una diversidad que lo introduce a la experiencia de la pintura en cualquier época y formato. Las acuarelas de Benedit parecen mecanismos; planos de laboratorio. Le sorprende la limpieza del color, el lápiz preciso y sensible, el registro del papel y la manera orgánica de iluminar la materia. La vista interior de Fuerte de Curuzú, le lleva tres años de labor. Cada tanto vuelve al museo y se queda mirando alguna obra durante horas. Anota cuestiones como la dirección y profundidad de la pincelada o el tipo de resquebrajamiento de los aceites, que en ese momento descubre como tesoros. Ese período dura dos años y los resultados no son tan buenos como puede pensarse, pero así y todo sirven para encontrar las fallas y corregirlas una y otra vez. Es difícil pintar como los clásicos, pero no imposible. Los clásicos también eran hombres como cualquiera de nosotros; incluso con ayudantes tan capaces como la voluntad de la época permitió. Mr.C puede afirmar que no hubo un sólo Vermeer; perfectamente puede nacer otro mañana mismo.

En 1940, el comandante Hermann Göring compra un Vermeer inédito hasta el momento: Cristo con la Adúltera. La pintura, –una obra de van Meegeren– presenta a simple vista errores históricos y técnicos, salvo que el militar los desconoce: Göring no sabe de pigmentos, ni de craquelados, ni de telas. De todos modos van Meegeren controla las cuestiones de la apariencia con maestría desplegando todos los recursos técnicos posibles, incluso produciendo roturas y rasgados que parecen naturales. La sugestión es completa: Göring se deslumbra y piensa que se trata de una obra perdida de Vermeer; una de tantas que están ocultas y de a poco salen a la luz. Tampoco duda en pagar por tanto. El patrimonio neerlandés por excelencia es suyo.

Mr.C se mantiene al margen de lo contemporáneo, salvo trabajando en algunas imágenes como meros ejercicios de estilo. Por tanto principalmente se dedica a observar. Despliega cierta actividad en el medio artístico pero con prudencia; se muestra con humildad. Se trata apenas de un artista menor que ensaya en talleres y cada tanto pinta a la manera de los clásicos Sus colegas, que ven en su decisión de aprender eternamente los prolegómenos de lo académico, un alejamiento indefectible de la producción de obra original, lo alientan a cambiar de rumbo. Otros consideran su posición como una crisis momentánea. Le proponen unos acrílicos muy expresivos que destacan tanto la influencia de Constant –y del grupo COBRA en general– así cómo la lírica Pop que Yuyo Noé y De la Vega han producido en décadas anteriores. A pesar de que el arte geométrico y la pintura hiperrealista conviven con la abstracción e incluso con el conceptualismo, las pinceladas gestuales de sus colegas –¿Acaso un expresionismo abstracto como el de Mathieu?– son observadas en las exhibiciones con desinterés. En pleno posmodernismo, probablemente desencantados, –sabe–, sus colegas eligen el aerógrafo sobre tela. Parecen entusiasmarse con esas obras tan pequeñas y frágiles; frías, acaso ingenuas, pero el retorno de la pintura y sus enormes formatos y referencias a los brumosos y torturados procesos del inconsciente del artista y la multiplicación de las citas como modelo de apropiación de la historia los dejan con las manos vacías. Mr.C mira el escenario sin sorprenderse. El ambiente reacciona tardíamente frente al neoexpresionismo y la transvanguardia con un enojo desmedido: Bad Painting, comentan atribulados por lo que consideran una afrenta. El falsificador –¿O deberíamos llamarlo artista, también?– queda frente a dos caminos: unirse al hedonismo posmoderno y su séquito de pintores exquisitos, o desaparecer para pintar en las sombras obras que bien podrían pertenecer a sus autores o reponerlas frente a algún robo imprevisto. Y Mr.C elige la segunda opción, que es igual a la primera y la de todos sus colegas: la riqueza personal.

Como la historia de la delincuencia demuestra cada tanto, un jefe poderoso como Göring también puede caer en prisión; cuando se trata de valores patrimoniales los delitos económicos tienen pena capital.La investigación en los juicios llega hasta los banqueros. Desde la cárcel, Göring no duda y señala de inmediato a van Meegeren como un simple intermediario mientras lo acusa por la transacción fraudulenta. Un financista cercano a ambos, Alois Miedl, objeta que van Meegeren es un vulgar ladrón. Desde luego, la cifra en florines que paga Hermann Göring es desorbitada. Un militar judío-neerlandés busca, caza y encierra a van Meegeren en 1945. La acusación es complementaria a la del comandante alemán: colaborar con el nazismo y traicionar a su patria. El financista queda a salvo.

Mr.C pinta un Vermeer y Mr.X cobra honorarios a propósito de un Vermeer. Pero hay algo sorprendente. Mr.C no es Vermeer, pero Mr.Y confía en que lo hará como lo hacía Vermeer cuatro siglos atrás. En tanto, Mr.C sabe que dentro de otros trescientos años, si es que queda algo sobre este mundo, va a haber alguien que vuelva a hacerlo incluso mejor. Mejor que los dos quiere decir, ya que no hay valoración alguna ni en la obra, ni en los contenidos, ni en el artista. Cierta pulsión indetenible domina el panorama: Al jugador le da igual perder –o ganar– su dinero en un garito de undécima que en un club distinguido. Quien encarga pintar como Le Parc no se está refiriendo a otra cosa que a la declaración concreta de un delito y en ese caso algo del romanticismo que supone la idea misma de la representación queda en duda.

Pero van Meegeren entiende que puede demostrar que sus cuadros no son reproducciones masivas; tienen el conocimiento y la justificación que la filología encuentra en las tradiciones. Su obra, –como novedad– se enmarca en un suceso concreto: la aparición histórica de un sujeto artístico, algo que debe dejarlo a salvo del delito; y en todo caso –la obra– formar parte de la misma cultura que él mismo dio continuidad. Sus comentarios– no son otra cosa que una sucesión histórica y cultural indetenible: apariciones culturales. Esa es su tradibilidad. Y además son suyas. No existían. Que la sociedad arrogante haya pagado fortunas creyendo que eran originales perdidos de Vermeer es otro aspecto de la realidad. Muy distinto. Vermeer ha pintado solo una treintena de cuadros. Bastante menos que él, quien ha recreado viejos temas, ha incorporado la lectura de los libros sagrados y ha cubierto de fidelidad el «como si» en una suerte de comprensión sobre lo contemporáneo, un aprendizaje que necesita de la participación de toda una sociedad para lograrlo: legitimarlo como autor.

La corte falla en contra de van Meegeren. Considera que las pinturas en discusión son originales y en tanto patrimoniales, el delito es grave. ¿Quién puede reproducir la obra del maestro Vermeer? Van Meegeren se indigna pero siente también que ha podido torcer el ojo del experto una vez mas con su propio trabajo.¿Quiénes son esos hombres que lo señalan como un simple impostor? Bien ganado tiene su patrimonio económico, fruto de su conocimiento y su labor.

El jurado expone que van Meegeren, como cualquier impostor muestra conductas extraviadas e inmorales: dinero en exceso, whisky en demasía; innumerables mujeres. Para van Meegeren su historia de riqueza parece apenas replegarse bajo el recuerdo de la Riviera Francesa y sus millones inconfesables que se esconden entre las joyas al azar con las que pagaba sus incontables prostitutas. La Corte encuentra una falla mas: Acusa de complicidad a Jo Oerlemans, su esposa de la que hace tiempo está separado. Van Meegeren la exculpa y lo consigue; los increpa. Difícilmente pueda admitir un sentido distinto que aquél por el cual podría ser condenado: su genio artístico. Jo mantendrá silencio. Al separarse, ambos han puesto a salvo la fortuna transfiriendo las ganancias a cuentas distintas. Jo muere anciana y rodeada de las ganancias de van Meegeren pero también explicando a propios y extraños que nada supo jamás de los delitos de su marido. El resumen del tribunal es que al respecto de van Meegeren se trató de un estafador cuyo cuento acaso torpe intentó distraerlos como infantes con la historia de un genio de la pintura que además había logrado defraudar sin esfuerzo al temible poder nazi: Un año de prisión.

Antes de morir, van Meegeren suplica acerca de su genio. También expone su diatriba con vanidad. Incluso mediante proposiciones lógicas. Al pedir sus pinceles y una tela intenta demostrar a la justicia que las obras que el nazismo ha comprado en cantidad son de su propiedad artística. En todo caso, son sus falsificaciones, su labor de comentarista; su impostura genial. Nadie ha robado el patrimonio histórico neerlandés. Él mismo lo es y vale por tal. Es su patria. El jurado debe observar su genio; es comparable a quienes ha citado. En todo caso, no sólo ha embaucado a los expertos, también ha burlado a la misma historia del arte.

¿Qué importa quién habla? se pregunta Foucault: es la voz y no el lenguaje lo que importa. En 1980, en plena dictadura cívico militar, el arquitecto italiano Aldo Rossi expone obra y teoría durante una conferencia privada en Buenos Aires: la copia, dice, siempre es una opción pobre, salvo cuando el modelo, absolutamente legítimo, es la propia abuela.

Van Meegeren pinta desde una perspectiva cuyo revés es la historia misma del arte. También siente que es un artista y quizá lo sea. Está exultante. Volverá a pintar aún en una celda miserable. ¿Un Vermeer? ¡No! Un van Meegeren auténtico, perfectamente suyo; definitivamente su obra. El jurado podrá sacar sus propias conclusiones. Ese es su testimonio, el resto será silencio, tal como lo expresa Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, hay que callar»

Van Meegeren es trasladado de la prisión de Weteringschans al Cuartel General del Comando Militar de Amsterdam y así demostrar que las pinturas vendidas a Göring no fueron robadas. Simplemente son obras de su genio. La sala es pequeña y está atiborrada de reporteros y coleccionistas; expertos, fiscales y cazadores de nazis. En esa suerte de circo romano se para frente a una tela y sus herramientas. También le han acercado su propia mesa de trabajo, sus paletas, sus pinceles, su química. Esta vez ya no tiene a nadie de su lado. Comienza a pintar. Sabe que lo subestiman. La ira de van Meegeren recuerda su oprobio y su vergüenza; en tanto parece olvidar sus comienzos conservadores, sus bodegones clásicos y hasta la pintura famosa de una cierva –la mascota de la princesa Julianna–, con la que ganó fama y prestigio en sus comienzos. La sala vuelve a llenarse con las mismas caras feroces de los expertos en arte del pasado. Parecen replicar las críticas acerca de aquella pintura primera, –honesta y de buena reputación en la sociedad de principio de siglo XX– como una obra falto de originalidad y sumamente pobre estilísticamente. Durante julio y diciembre de 1945 pinta como prueba Cristo en el templo, acaso su mejor obra. Poco tiempo después, la deja ciertamente inconclusa al morir de un infarto en plena reclusión.

Mr.X, Mr.C y Mr.Y se reúnen durante una cena con un Coleccionista.Observan la foto de una inauguración en Madrid en 2004. Se trata de un brindis y detrás, en el centro, una pintura algo borrosa. A la izquierda se encuentra el artista: Oscar Carballo, a la derecha el comprador de la obra, un coleccionista extranjero cuyo nombre no recuerdo pero lleva una copa de vino levantada hacia la cámara. Carballo no sonríe; al costado parece estar Eduardo Stupía o alguien muy parecido. La proyección en perspectiva de la copa, la mano del coleccionista y el codo derecho del artista restan un área considerable de la obra de fondo. El coleccionista pide reponerla. Ya no existe: se perdió en el flete de regreso a Buenos Aires. Un accidente, dice. En la reunión se discute mediante la imaginación el sector faltante; vale decir, explicar qué es lo que efectivamente se vería detrás de la copa. Mr.X se mueve rápidamente y consigue un catálogo de la exposición pero esa pintura no está incluida: no hay registro alguno. La muestra se llama“Geometrías para una propaganda liberal”. En la reunión, no obstante, el coleccionista no logra establecer la diferencia entre algo circular y algo esférico. Mr.C pide que dejen en sus manos la posibilidad de interpretar alguna posibilidad en referencia a la obra de Carballo; si es que algo así pueda ser posible, es decir, que Carballo se copie a si mismo y con suerte no haya sido esa la obra con la que haya podido romper con su propio lenguaje heterodoxo. El coleccionista argumenta que sin registro, nadie está en condiciones de recordar la obra tal como es. La discusión lleva semanas pero lo importante es reponer la obra y autenticarla. Mr.C explica que se trata de una dificultad usual en los restauradores; Vermeer pinta Diana y las ninfas e incluso Muchacha con flauta, como si se tratara de otro autor.Son tantas las imperfecciones y tan distintas las pinturas entre si al respecto de su obra en conjunto, que nunca dejarán de ser  cuestionadas por su autenticidad.

Finalmente Se ponen todos de acuerdo y el posible rectángulo negro, pleno y sin textura –sugerido por Mr.X– deviene en un reno dorado repitiendo unos contornos iridiscentes en azul que aparecen en otro sector del cuadro –Mr-Y–, pero encerrando dos figuras cubistas enfrentadas en espejo según el aporte del coleccionista. El trabajo, –una técnica mixta que incluye papel recortado–, lleva seis semanas. La cartulina quizás no sea la misma, aunque es similar. La variación ha dejado de ser copia y eso, en definitiva descubre una antigua posibilidad ya utilizada con la obra de otros artistas: la recreación, o mas concretamente, la interpretación. ¿Una suerte de parodia? Mr.C no hará otra cosa que seguir los consejos de van Meegeren: Acercarse históricamente al tema y a los discursos del autor discutiendo su tradibilidad.

Durante la Segunda guerra mundial, Julianna, Reina de los Países Bajos se exilia en Canada con sus hijas. Escapa del nazismo y de las indecisiones de la corona al respecto de una posición política fuerte y aclaratoria frente a Alemania. Empaca algunos recuerdos, especialmente para las niñas. Por su parte lleva para sí la pintura de la cierva, obra del artista Han van Meegeren. Eligen Canadá y el anonimato es tan grande que la reina se mueve domésticamente en Otawa, un medio que la desconoce.  Al nacer su tercer hija, Margarita, el Parlamento canadiense dicta una ley para convertir la propiedad de Rockcliffe Park, – la casa donde habita la familia– y aún, la clínica donde dará a luz, –el Ottawa Civic Hospital– en tierra y propiedad neerlandesa y así lograr que Margarita mantenga el linaje y la nacionalidad de sus padres.

Tom Keating, un restaurador británico muere a principios de la década de 1980. Su oficio le permite estar cerca de obras invaluables. Las conoce internamente. Sabe de pinceladas y deterioros. De envejecimientos y estilos. Copia innumerables Constable y Rembrandt hasta que no puede mas, la justicia también se encarga de ajustarle alguna tuerca. Se divierte bastante y así, su defensa consiste quizá en una humorada. Explica en los tribunales que una cosa es falsificar y otra muy distinta, pintar con el estilo de un artista en particular. ¿Acaso firmo las obras? –dice–. Y es cierto. Les estampa honradamente la palabra FAKE con tinta invisible, pero fácil de verificar para cualquier coleccionista que se precie de asegurar su compra.  

Luego de enfrentar la justicia la historia de su fama le ofrece una oportunidad de comenzar una carrera entre coleccionistas nuevos, admiradores incondicionales y otros curiosos. Keating desiste y muere en el campo, con cierta felicidad pero con la certeza de que no está interesado en la abundancia que produce la riqueza material. Muere en un sitio diferente del de van Meegeren, pero un sitio al fin. Sus obras hoy se cotizan en Christies.

Todas las obras de van Meegeren fueron subastadas a su tiempo y durante el juicio para reponer a los coleccionistas algo del capital de las estafas. No obstante, The Supper at Emmaus la pintura que ganó en su época méritos por su excelencia, vendida como un Vermeer auténtico y expuesta en el Museo de Rotterdam, cuelga ahora, –parece ser– en el pasillo umbrío de una Iglesia en Johannesburgo, Sudáfrica.

Jesus among the Doctors, la pintura que van Meegeren pintó frente a la corte de policías, fiscales y curiosos, –inconclusa con su muerte– fue vendida sin pena ni gloria en un remate público en unos pocos miles de dólares estadounidenses.

Oscar Carballo, Buenos Aires, Junio de 2021