ISSUE 37/ Junio 2023

Varvara Stepánova

Superheroína del progreso materialista.

Los objetos morales de la vida soviética

por Oscar Carballo

La sociedad bolchevique instruye activamente a sus artistas: mientras Aleksei Gan se involucra con el Sindicato de Trabajadores de la Alimentación de Moscú, Varvara Stepánova produce diseños para los trajes de los así llamados «oficios técnicos», al fin, un arte accesible y funcional a la revolución; fundamentalmente antiburgués y eminentemente utilitario. Y este es su aporte directo a la revolución bolchevique: ¿Cómo vestir a la sociedad soviética?

Creditos: Téxtos, Diseño e Ilustración Oscar Carballo / Buenos Aires 2023

Para Eduardo Miretti

Como una fábula, la obra de Varvara Stepánova comienza con los sueños de juventud de la revolución bolchevique: destronar al zarismo completamente envilecido. En octubre de 1917 Stepánova tiene 23 años, pero la revolución es tan joven como ella, de hecho hace tiempo que juntos establecen una distancia primordial sobre las costumbres –el radicalismo cristiano ortodoxo– y los modos del pasado monárquico. Quedan atrás revoluciones parciales, revueltas civiles, la decisión de Nicolás II de participar en una guerra mundial y hasta el calendario juliano: el reflejo cultural e histórico del mismo Imperio Bizantino. Al final de su vida, –Stepánova muere en mayo de 1958–, podrá verse acaso como una retórica infructuosa, la elocuencia artística que acompañó su voz revolucionaria. A cambio faltarán unos pocos años más para que la URSS en su conjunto termine de demoler orgánicamente los innumerables monumentos que el estalinismo erigió en vida de su líder supremo.

En 1912 Vasili Kandinsky publica De lo espiritual en el arte, un texto  que establece la obra artística como el alma de la humanidad. Cuatro años después, en 1916, la guerra lo expulsa de Munich. En ese periplo, el artista ruso se separa de Gabriele Münter, su compañera. Está decidido a pintar sus acuarelas en Moscú y casarse con otra mujer, Nina Andreiévskaya. No le interesa la revolución. Desde su perspectiva, una obra artística es un acontecimiento espiritual, lírico y profundamente subjetivo; va de suyo que no tiene relación alguna con el materialismo que impulsan los bolcheviques. Pero Varvara Stepánova logra acercarse a Kandinsky: se convierte en alumna y esposa del artista Alexander Rodchenko para juntos entablar una relación con el maestro ruso; también le alquilan una habitación en su departamento de Moscú. La convivencia artística es plena y fructífera. Los días de la revolución –se trate de pintores, arquitectos, escultores o poetas–, enciende a todos por igual: el ambiente literario también es un avispero.

Viktor Shklovski, mientras funda la Sociedad para el estudio del lenguaje poético –la antesala del formalismo ruso– se excluye del bolcheviquismo del mismo modo que participa y escapa de la guerra. Kandinsky y Duchamp –digamos– sólo escapan. Shklovski y otro poeta moscovita, –Boris Pasternak– parecen enfrentar con la palabra una intimidad cuya persistencia es la continuidad de la memoria. En la vereda opuesta, por así decir, Vladimir Mayakovski, acaso el mayor poeta de la revolución bolchevique, establece las bases del futurismo ruso.

La irrupción de la obra «Cuadrado negro sobre fondo blanco» de Kasimir Malevich –fechada en el año 1915, –vale decir, entre el comienzo de la revolución bolchevique y el comienzo de la Primera Guerra Mundial–, es clave para desmontar el discurso naturalista enquistado en los Salones de Arte de la época. Novísimo, el Movimiento Suprematista, –del cual Malevich y Stepánova participan activamente–, impone una visión radical en la expresión de la geometría como tal, acaso una nueva experiencia sobre las emociones.

La abstracción geométrica domina entonces el discurso espiritual; paisajes donde revelar un mundo interior mas complejo constituido efectivamente de razón y expresado sobre todo aquello que puede entenderse como verdadero. Si Kandinsky se acerca al suprematismo –al momento funda el Instituto para la Cultura Artística de Moscú– lo hace para enfrentar a Rodchenko y a todos los artistas productivistas: el acontecimiento de la obra de Malevich y los episodios durante la muestra “0,10” en Petrogrado, exhiben no solo cuadros, sino disgustos y revueltas; exposiciones truncas, apartamientos y nuevas discusiones. La diversidad de planteos se dirime en la inauguración misma donde los suprematistas son excluidos a una sala distinta para alejarlos de los pintores idealistas. Como puede verse, la dialéctica en pos de un discurso capaz de revelar un arte verdadero y único mide globalmente a los autores en todos los campos. Se trata al fin de una revolución total. Por cierto, los artistas soviéticos se enfrentan sin pausa: constructivistas contra futuristas, cubistas contra simbolistas; productivistas con absolutamente todos.

Stepánova, que siempre es revolucionaria, postula su ideario enfrentando de paso la sinestesia fantástica de Kandinsky; luego lo hará con Malevich y con muchos compañeros de ruta: es menester apartarse del mundo decorativo que amenaza discutir la felicidad del pueblo con migajas estéticas. La creación del proletariado basado en la dialéctica materialista promueve también su naturaleza artística, un modelo que incluye una mirada ciertamente radical sobre las tecnologías mientras aproxima con esperanza el destino científico de la humanidad.

Varvara se abraza al bolcheviquismo –su bastón y escudo moral– para señalar la decadencia de occidente: frívolo y à la mode. Stepánova lo sabe; Europa Central siempre exportó a sus artistas del mismo modo; al fin, tratándolos como estelares, del mismo modo que hizo con Sandro Boticcelli en pleno Renacimiento Italiano. Pero al momento hay una razón más poderosa para enfrentarse a ese influjo degenerado: defender al proletariado en igualdad de derechos, saberes y conquistas.

Las obras y movimientos se suceden en manifiestos, pero algunas ideas, como el Monumento a la Tercera Internacional, –proyecto del escultor Vladimir Tatlin en 1919– parecen desbordar los intereses de la revolución. Demasiada belleza escultórica, dicen, demasiada subjetividad: ¿Acaso no se trata de valorar la fuerza de la tecnología y el trabajo? «O se crean casas y puentes funcionales o el puro arte por el arte, pero no ambos», señala el teórico Naum Gabo. La discusión se eleva un palmo: los Constructivistas aprovechan para separarse de los Realistas y dividen sus manifiestos: la máquina debe discutir dialécticamente las emociones. La discusión se amplía aún más. Los suprematistas expresan inequívocamente con sus obras –desde la imagen hasta el modo de nombrarlas– una manera lacónica y científica de ver y decir; un discurso que parece querer establecer una realidad hecha fundamentalmente de materia plana y composición geométrica. Sin embargo los ciclos de los movimientos artísticos no basculan únicamente entre la mimesis grecolatina y la razón abstracta: el Constructivismo abre una puerta por completo nueva: «La vida, –dicen Pevsner y Gabo– no conoce verdades racionales abstractas como metro de conocimiento: el hecho es la mayor y mas segura de las verdades. Estas son las leyes de la vida. ¿Puede el Arte soportar tales leyes si se construye sobre la abstracción, el espejismo, la ficción?»

Quienes postulan la vida como discurso estético –el Manifiesto Constructivista– son precisamente Naum Gabo y Antoine Pevsner, dos profesores de los Talleres del Estado Vkhutemas. Al mismo tiempo, sin embargo, enfrentan la retórica bolchevique de la Escuela. Varvara Stepánova y Alexander Rodchenko presentarán su ideario, –el Manifiesto Productivista–, pero a cambio, apoyando las políticas públicas de la revolución. La aparición de ambos manifiestos en 1920, termina por arrasar con su elocuencia radical: el arte no trata de una realidad decorativa. En la batalla de manifiestos todos se encargan en derrumbar los movimientos artísticos remanentes, en estilos y pedazos; el cubismo –Picasso y Duchamp ya habían abandonado ese recurso– se lleva la peor parte: «El revuelto mundo de los cubistas, despedazado por la anarquía intelectual, no puede satisfacer a quienes, como nosotros, ya hayan realizado la Revolución y están construyendo y edificando un mundo nuevo»

Varvara Stepánova no escapa hacia ningún lugar: mantiene su puesto de secretaria y obrera en una fábrica de Kazán. También se queda con Rodchenko. Eso no le impide –como sucederá con muchos artistas centroeuropeos– tener claro qué decir y cómo. Durante innumerables noches de ideas encendidas, trabaja en su ideas discutiendo febrilmente con otros artistas: me refiero a Tatlin, Malevich y Udaltsova; suprematistas y cubistas. Naturalmente, también lo hace con Vassily Kandinsky, un abstracto lírico. El enfrentamiento no discute solamente el campo artístico como una realidad formal y estética. Están en juego el bolcheviquismo y la educación soviética. En los salones, –el mundo exterior, podría decirse– la pintura que todavía atrae al espectador del siglo XIX, se enfoca concretamente en la expresividad de la naturaleza; sus herramientas son el color realista y la profundidad de las sombras; también la moral con sus paisajes de costumbres sociales, al fin evocaciones directas de aquello que dice percibir a diario mediante los discursos pictóricos del antiguo imperio ruso y la siempre generosa madre naturaleza, diosa de todas las artes. Pevsner y Gabo demuelen ese naturalismo: «A pesar de las instancias del espíritu renaciente de nuestro tiempo, el Arte se alimenta de impresiones, de apariencia exterior, y vaga impotente entre el naturalismo y el simbolismo, entre el romanticismo y el misticismo»

La vanguardia rusa postula entonces un arte de masas, de construcción material resuelto también mediante figuras potentes, palabras, estructuras; todas de clara posición gráfica, –en tal sentido emparentado al dadaísmo– eminentemente compuesto de una dinámica que busca profundizar la abstracción y el pensamiento racional. Los constructivistas expresan sus condiciones en un colofón de cinco puntos: renunciar al color como elemento pictórico, renunciar a la línea como valor descriptivo, gráfico y decorativo, renunciar al volumen como forma espacial plástica, liberar el volumen de la masa escultórica y finalmente, renunciar a los ritmos estáticos para reemplazarlos por ritmos cinéticos, más acordes a la percepción del Tiempo real. Vale decir, modos de renuncia y liberación.

Stepánova, una campesina escolarizada –estudia incluso en la Escuela de Arte de Kazan– se forma en este tránsito histórico: la búsqueda de una sociedad ejemplar; una vez más un hombre técnico y espiritual a un mismo tiempo pero esta vez nacido del proletariado y dotado de una capacidad de trabajo en pos de un bienestar común, sin esclavitud, sin clases sociales, sin propiedad privada. Los Departamentos de Producción Soviética aprenden a diseñar para la comunidad; un servicio técnico que considera a los artistas, orgánicos de esa misma ingeniería productiva que establece: el arte, queda claro, no puede responder a los privilegios de una elite. Desprendida de su relevancia burguesa, la vanguardia rusa busca un anclaje social desesperadamente. El mundo concreto y material que había propuesto Carlos Marx en El Capital, irrumpe entonces como herramienta de transformación de la mano de Lenin: el nuevo modelo productivo y social va a girar indefectiblemente en torno a la vida económica del pueblo. Pero la realidad necesita un discurso articulado: la utilidad del arte como fin en sí mismo. El Manifiesto Productivista de Stepánova y Rodchenko no deja lugar para la interpretación: «Ideológicamente debe: Demostrar con los hechos y las palabras la incompatibilidad entre la actividad artística y la producción intelectual.(…) siendo La real participación de la producción intelectual un elemento equivalente en la edificación de una cultura comunista (…) estableciendo contactos con todos los centros productivos y con los órganos centrales del engranaje unificado de los soviets, que realizan concretamente las formas comunistas de la vida»

Vecinos indiferentes a la revolución bolchevique, algunos artistas centroeuropeos escapan del conflicto armado de la Primera Guerra para refugiarse en lugares más amables. Aunque son pocas las familias ricas que envían a sus hijos a la guerra, Ludwig Wittgenstein considera participar como una lucha indeclinable ya que compromete al mundo espiritual de la humanidad. Podría decirse que el interés de tantos otros artistas centroeuropeos parece consistir en escapar tanto de la pintura burguesa como de las balas de cañón; al fin, ignoran también la lucha y razón del suprematismo ruso.

Moscú, en tanto, sigue concentrado en las lealtades de sus artistas. Los observa y los interroga: el poeta Mayakovski decide defender frente a las autoridades del soviet al formalista Viktor Shklovski –que aunque participa activamente, también escapa de la guerra. Siempre es 1916: como en un cuento de hadas, en Zurich, en el altillo de un bar, Hugo Ball y Tristán Tzara fundan una corriente nueva, el dadaísmo; el objetivo se concentra en derrumbar las corrientes artísticas canónicas apelando al sin sentido y especialmente a la irrealidad del inconsciente. La ironía y el absurdo se vuelven herramientas estéticas. El enemigo artístico es el mismo: el acartonado interés burgués. Marcel Duchamp renuncia también al futurismo para endurecer su discurso en una suerte de monadología moderna. Se pregunta: «¿Se pueden hacer obras que no sean de arte?» Stepánova pareciera hacerse la misma pregunta; sólo que la discute como bolchevique y como docente, vale decir, mediante la defensa de un Estado que la necesita como soldado: «¡Abajo el arte, viva la técnica! ¡La religión es mentira, el arte es mentira!, –anota junto a Rodchenko en su Manifiesto Productivista.

Pero la guerra, curiosamente, no altera el punto de vista crítico de los artistas centroeuropeos, aún cuando se les señala su falta de sentido patriótico –recordemos que en ese tiempo el pianista Paul Wittgenstein pierde un brazo en una batalla en Polonia, y Varvara es dualmente artista y obrera en una fábrica– el resto, en todo caso, parece necesitar con urgencia un espacio que no los expulse de sus propios pensamientos: Duchamp deja la Francia desgastada en la contienda mundial para instalarse cómodamente en la opulenta Norteamérica; en tanto, el compositor ruso Igor Stravinsky, aún envuelto en la embriaguez inspiradora de la mitología y el folclore ruso, estrena Histoire du soldat mientras pasea junto a Picasso por Nápoles.

Vasili Kandinsky publica Punto y línea frente al Plano en 1926. Pero los artistas rusos –aunque desde otra perspectiva– hace rato que ya sintetizan mediante esos elementos la realidad bolchevique: el lenguaje y la sintaxis de las formas puras como condensadores de la vitalidad y el orden; al fin las ideas económicas principales de la revolución. De tal modo los formatos y obras del constructivismo se suceden en carteles, en propaganda y en obra pública. En las aulas de los Talleres del Estado Soviético, entre otros, Pavel Florenski, –un matemático que devendrá místico–, enseña geometría; Aleksander Rodchenko, metalurgia, madera y construcciones, Kasimir Malevich pintura; Varvara Stepánova, diseño textil. Innumerables teóricos y artistas, –inquietos y provocadores–, enseñan y discuten sus puntos de vista mientras participan en proyectos concretos.

Cuando los docentes de las Escuelas del Estado Soviético revisan los contenidos de sus cursos bajo el panorama crítico de las nuevas estéticas –diseño arquitectónico, diseño de mobiliario y geometría–, empujan al Futurismo por la ventana: «Para nosotros, –dice Pevsner– los gritos sobre el futuro equivalen a las lágrimas sobre el pasado (…) Quien hoy se ocupe del mañana se ocupa en no hacer nada. Y quien mañana no nos de nada de lo que haya hecho hoy no es de ninguna utilidad para el futuro» Las clases de sus teóricos y profesores –intensas y magistrales– profundizan los aspectos de la perspectiva, pero también los de la historia del arte y las de los movimientos centroeuropeos, obras cuyo poder concentrado muestra secretos que el soviet permite revelar para sus estudiantes. Pero la vanguardia es rusa, y la abstracción geométrica busca ser objetiva y el propósito mismo de las cosas: una realidad sin mañana ni futuro; puro presente; autónomo y realista.

Quizá nadie sepa recordar que los Talleres Vukhtemas fueron tan importantes como lo fue la Escuela Bauhaus en Alemania, vale decir, igualmente estatal y productora de ideas públicas. Aunque ambas instituciones forman para la época a un sinfín de diseñadores y artistas en igualdad de condiciones y experiencias, es la escuela rusa quién antecede en profundidad a su par alemana. De hecho el Diseño de Mobiliario considera como precursor a la vanguardia rusa en tanto que la Bauhaus logrará expandir la disciplina como meta propia bajo una estructura de propaganda naturalmente mas eficiente. En esa fluencia, Malevich y El Lissitzky visitarán la Bauhaus y en el intercambio, se acercarán a la escuela rusa, Alfred Barr y también Le Corbusier.

Pero Europa se llena de alambre de púas, y quién construye esa frontera no son soviéticos. Un anarquista ruso, –Aleksei Gan–, señalará en su Teatro Proletario: «declaramos una guerra sin compromiso sangrante». No está solo: lo acompañan de nuevo Tatlin y Rodchenko, las voces fundadoras de la vanguardia soviética. Seguramente algo de esta proyección espiritual podrá verse en las discusiones posteriores entre el artista italiano Marinetti y Walter Benjamin: el Futurismo de Marinetti va a proponer la idea de movimiento –oportunamente rechazado por Pevsner como ridículo– pero también de muerte reflejada en los ejércitos y en la potencia de los discursos de los gobiernos. En 1939, Walter Benjamin acusa a Marinetti de fascista ya que queda claro que el italiano encuentra goce en las manifestaciones militares, una suerte de éxtasis mortal: para Marinetti la guerra es bella porque crea una arquitectura nueva como la de los tanques: la geometría imponente de la uniformidad marcial.

La sociedad bolchevique instruye activamente a sus artistas: mientras Aleksei Gan se involucra con el Sindicato de Trabajadores de la Alimentación de Moscú, Stepánova enciende sus clases sin dejar de diseñar para la Primera Fábrica de Textiles del Soviet. Puede verse, la articulación mas importante de la vanguardia artística rusa con el Estado soviético, además de resolver los nuevos problemas de la política bolchevique, –un arte oficial acaso realista–, considera también una dialéctica espiritual de la sociedad en su conjunto. La actividad de las y los artistas soviéticos es incansable y siempre múltiple: Varvara, –junto a Lyubov Popova, Alexandra Exter, Natalia Goncharova, Olga Rozanova, y Nadezhda Udaltsova –todas constructivistas– producen para un colectivo artístico y social, llamado Amazonas de la vanguardia; labores clave para el desarrollo del Estado Soviético. No deja de ser curioso que Stepánova produce y diseña en el grupo emancipándose de algún modo de su compañero Rodchenko. Los trajes de los así llamados «oficios técnicos» establecenun arte accesible y funcional a la revolución; fundamentalmente antiburgués y eminentemente utilitario. Y este es su aporte directo a la revolución bolchevique: ¿Cómo vestir a la sociedad soviética?

Pero sucede algo inevitable: los Talleres Vukhtemas, mediados de opiniones e intromisiones de su dirección académica, están representados también por artistas y teóricos que ven con recelo las políticas de sus mandantes políticos. En tales términos lo visual debe discutirse primordialmente como herramienta de comunicación social. En medio de este cambio de identidad cultural, el cine y la fotografía se instalan como herramientas poderosas; documentales, –por ejemplo como herramienta de registro durante la guerra o para sustituir el retrato de costumbres de los pintores burgueses–, pero también como instrumento político: mientras el valor de la fotografía examina precisamente una razón de archivo –los nazis van a utilizarla como propaganda y registro– los artistas soviéticos harán lo propio: Rodchenko produce fotomontajes gráficos junto al poeta Mayakovski quien escribe activamente slogans para el Estado.

En 1939, Stepánova y Rodchenko –al fin jamás dejan de trabajar juntos– diseñan y publican un volumen extraordinario; un libro fotográfico sobre la aviación soviética –Soviet Aviation– el cual es presentado en el pabellón de la URSS en la Feria Mundial de Nueva York. Poema gráfico por excelencia, –al fin el metier de la pareja de diseñadores– no acude a ninguna clasificación de modelos de avión, sino como registro sensible del camarada bolchevique: la experiencia de volar en continuas imágenes de sus aviadores épicos –como el piloto Mijaíl Grómov–, en el cielo supremo de la revolución: el montaje gráfico acude a la experiencia capital del hombre mediante el progreso de la mente. En esa libertad, por así decir, la abstracción, en relación directa a la novísima materialidad de la fotografía, tal como reúnen Rodchenko y Stepánova en su libro, postula una serie de movimientos y estrategias editoriales estéticas: desprenderse también allí de los últimos vestigios del mundo visual clásico.

El Constructivismo aportará también al ideario bolchevique: «la vida no espera; las generaciones no cesan de crecer, y nosotros, que sucedemos a los que entraron en la historia y poseemos los resultados de sus experiencias, sus errores y sus éxitos, después de años de experiencias semejantes a siglos, proclamamos: Ningún movimiento artístico podrá afirmar la acción de una nueva cultura en desarrollo hasta que los mismos fundamentos del Arte estén construidos sobre las verdaderas leyes de la vida, hasta que todos los artistas digan con nosotros: Todo es ficción, solo la vida y sus leyes son autenticas, y en la vida solo lo que es activo es maravilloso y capaz, fuerte y justo, porque la vida no conoce belleza en cuanto medida estética. La mas grande belleza es una existencia efectiva»

El Productivismo de Stepánova y sus diseños textiles convergen rápidamente en trajes especializados; –los Prozodezha–, una vestimenta cuya particularidad es plenamente funcional a una tarea que no puede darse de otro modo que no sea aquella para la que fue encomendada: el piloto de avión, el medico, el proletario de la fábrica, el químico, el cirujano; el explorador. Cuando una experiencia se trasvasa en otra, Stepánova entiende al fin que el arte devuelve una utilidad concreta de esperanza: la funcionalidad operativa total. No falta mucho hasta que la figura del operario, el científico y el personaje teatral den lugar a los deportistas. Se trata de una vidriera irrenunciable. Stepánova se hace cargo de la indumentaria deportiva de los equipos de competición soviética –los Sportodezhda–, sociedad que también representa con creces el espíritu patriótico de la nación: su defensa y emblema político construye un puente de promoción mutua. Los diseños de Stepánova revelan una ingeniería abstracta: patrones geométricos muy sencillos pero ingeniosos, una paleta reducida y vibrante y todas las reglas de la geometría, pero con una enorme sensibilidad para relacionar el movimiento de las variaciones de esas figuras del mismo modo que lo habían hecho los suprematistas, o mejor dicho, del mismo modo que los suprematistas habían estado mostrando al momento en sus composiciones pictóricas. Varvara Stepánova, quien en sus primeros años de actividad se había concentrado en escenografías teatrales, se vuelca a la producción social: el diseño productivista.

Alrededor de estos pensamientos, el diseño soviético acepta  críticamente los objetos de Stepánova hacia una geometría cada vez más poética y artística, –¿caprichosa?–, pretensiosamente eterna, estilizada hasta la incomprensión material y claramente simbólica de aquellos hombres y mujeres ideales que impulsa. No obstante, el gobierno bolchevique se alarma: señala los excesos de la vanguardia en todos los campos y cursos que presenta; propuestas que muestran revelarse como discursos teóricos peligrosos. En este panorama exige a sus escuelas y talleres un recorte preciso a tanta fantasía constructivista. Los ejemplos se alinean en acusaciones: la bella propuesta de Iván Leonidov para el Instituto Lenin de Moscú, de 1927 –documentado y sin realización–, expresa al fin los mismos argumentos plásticos de la pintura suprematista –vale decir, una composición geométrica– en una suerte de traslación funcional a aquellas obras. La proyección monumental de tamaña arquitectura es claramente infrahumana, aún cuando intenta celebrar el acontecimiento maravilloso del presente, pero cuyo modelo de vida humana no parece estar preparado para soportar el abismo entre su propia fisiología y la materia dentro de la cual se desarrollará su hábitat futuro. El proyecto queda expresado ocasionalmente  en innumerables dibujos y maquetas y esa frontera impulsa al Soviet a endurecer sus políticas de diseño social. El programa habitacional de los Complejos de Vivienda se vuelve crítico en favor de una arquitectura cuya racionalidad pueda reducir la funcionalidad a un punto inflexible. El objetivo es ampliar los espacios sociales en detrimento del espacio habitable de la familia.

Aunque la obra de Stepánova no queda fuera de estas consideraciones, –exagerar el espacio común social en menoscabo de las subjetividades individuales–, el estado soviético la considera todavía una pieza importante en sus logros estéticos. Al fin de cuentas, el bolcheviquismo cede mediante una zona de discusión de enorme ambigüedad e incapaz de ser definida salvo como una política estratégica  exterior. Antoine Pevsner había anotado en su manifiesto lo siguiente: «No medimos nuestro trabajo con el metro de la belleza y no lo pesamos con el peso de la ternura y de los sentimientos. Con la plomada en la mano, con los ojos infalibles como dominadores, con un espíritu exacto como un compás, edificamos nuestra obra del mismo modo que el universo conforma la suya, del mismo modo que el ingeniero construye los puentes y el matemático elabora las formulas de las orbitas»

La amalgama bolchevique es imperfecta. Con el tiempo, el Comisariado del Arte endurece su revisión cultural en otras consideraciones, sólo que inevitablemente sangrientas. La Gran Purgasoviéticade 1930 acusa a una buena cantidad de artistas y teóricos de ejercer tales subjetividades con sus ideas; vale decir, abandonar el rigor medular que necesita la sociedad soviética para seguir recomponiendo su sendero en mayores fortalezas. Aunque el Terror Bolchevique no fue mas sangriento que el Terror Francés del siglo XVIII, los episodios de la guerra mundial –Stalin detiene heroicamente al nazismo durante el sitio y defensa de Leningrado (1941) –van a terminar con decenas de millones de muertos en las siguientes dos décadas. Como dato anecdótico, el escritor Boris Pasternak, apartado desde siempre de los manifiestos de Mayakovski y de todo realismo socialista, recibe a propósito de su obra el Premio Nobel de Literatura en 1958, –la obra en referencia es la novela Doctor Zhivago– en una puja secreta entre la CIA –como subrepticio editor europeo– y la plena oposición política de la URRS para impedirlo.

La paradoja del final soviético consiste en haberse mostrado aún más inhumano y contradictoriamente estético que los proyectos que vetaba, esto es, derribando todo el movimiento constructivista –ese presente continuo artístico y ficcional– para imponer un estilo monumental que lograra reflejar canónicamente la fortaleza histórica del bolcheviquismo, mediado tanto de pasado como de futuro, acaso tan disparatado e irrealizable económicamente como el constructivismo delirante de Leonidov y Tatlin.

Con la llegada de Nikita Krushev a la presidencia del PCUS en 1953, muchos monumentos estalinistas comienzan a caer dinamitados. Checoslovaquia estalla secretamente el suyo; el más grande de todos los realizados en el mundo soviético en honra de Stalin: se trata de un monumento de quince metros de alto por otros veinte de profundidad. Ubicado en un peñasco del Parque Letná, la sociedad checa solía burlarse del grupo escultórico –una formación de checos y soviéticos detrás de la figura señera de Stalin– llamándolo «la cola del pan»; al fin no se trataba de otra cosa que de una doble fila de personajes mirando hacia la nada.

Los arquitectos, –envueltos en discusiones agriadas por la valía de la obra y probablemente su aceptación política– se suicidan antes de verla inaugurada: es mayo de 1955.  La voladura –controlada– se produce menos de diez años después y durante una madrugada de 1962: los pedazos del monumento caen como una lluvia de piedras sobre la ciudad. Tuvieron que pasar treinta y cinco años para que la República Checa decidiera instalar en su reemplazo algo que ocupara definitivamente ese vacío singular. Al fin se decidió por una escultura cinegética; un metrónomo ultratécnico –el metrónomo de Praga– obra del escultor Vratislav Navák. Hasta hoy y desde 1991 puede divisarse ampliamente desde cualquier punto de la ciudad. Quizá, como una paradoja, el compás de la maquinaria cada tanto se detiene: los metrónomos deben hacerlo para recomenzar un tiempo distinto y nuevo.

Stepánova muere en 1958 en el ocaso del estalinismo, probablemente sin ver el apuro político por demoler la memoria de sus dirigentes sindicados como sangrientos. Logrará emerger artísticamente acaso como una diseñadora funcional a la revolución, es decir, dedicada a propalar la aventura bolchevique del hombre nuevo. Aunque sus trajes especializados muestran una audacia poética y una técnica inusual frente a «la moda decadente de la elite occidental», para el soviet se tratará simplemente de una artista-ingeniera capaz de producir arte para todos. Stepánova aceptará todo como un presente sinfín: «¡Abajo el mantenimiento de las tradiciones artísticas! ¡Viva el técnico constructivista!

 Aunque Stepánova detiene su propio metrónomo productivo sin otro relieve que el confinamiento artístico, sus objetos morales consideran una fortaleza espiritual sin otro límite que sus íntimas convicciones revolucionarias: la búsqueda afanosa de una realidad indispensable y perfecta a espejo de una ficción artística sólo comparable a una utopía irreverente, la de un individuo sano, generoso, productivo y altruista.

Oscar Carballo, [Mar de La China], Junio de 2023.